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sábado, 16 de febrero de 2013

¿MI AMOR?...

¿Mi amor?... ¿Recuerdas, dime,
aquellos juncos tiernos,
lánguidos y amarillos
que hay en el cauce seco?...

¿Recuerdas la amapola
que calcinó el verano,
la amapola marchita,
negro crespón del campo?...

¿Te acuerdas del sol yerto
y humilde, en la mañana,
que brilla y tiembla roto
sobre una fuente helada?...
Antonio Machado

RECUERDO INFANTlL

Una tarde parda y fría
de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de lluvia tras los cristales.

Es la clase. En un cartel
se representa a Caín
fugitivo, y muerto Abel
junto a una mancha carmín.

Con timbre sonoro y hueco
truena el maestro, un anciano
mal vestido, enjuto y seco,
que lleva un libro en la mano.

y todo un coro infantil
va cantando la lección:
mil veces ciento, cien mil,
mil veces mil, un millón.

Una tarde parda y fría
de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de la lluvia en los cristales.
  Antonio Machado
 

LA AJORCA DE ORO



Leyenda toledana
 I
 Ella era hermosa, hermosa con esa hermosura que inspira el vértigo, hermosa con esa hermosura que no se parece en nada a la que soñamos en los ángeles y que, sin embargo, es sobrenatural; hermosura diabólica, que tal vez presta el demonio a algunos seres para hacerlos sus instrumentos en la tierra.
 El la amaba; la amaba con ese amor que no conoce freno ni límite; la amaba con ese amor en que se busca un goce y sólo se encuentran martirios, amor que se asemeja a la felicidad y que, no obstante, diríase que lo infunde el Cielo para la expiación de una culpa.
 Ella  era  caprichosa,  caprichosa  y  extravagante,  como  todas  las  mujeres  del mundo; él, supersticioso, supersticioso y valiente, como todos los hombres de su época. Ella se llamaba María Antúnez; él, Pedro Alonso de Orellana. Los dos eran toledanos, y los dos vivían en la misma ciudad que los vio nacer.  
La tradición que refiere esta maravillosa historia acaecida hace muchos años, no dice nada más acerca de los personajes que fueron sus héroes.
 Yo,  en  mi  calidad de cronista  verídico,  no añadiré ni una sola palabra de mi cosecha para caracterizarlos; mejor.
II
El la encontró un día llorando, y la preguntó:
 ¿Por qué lloras?
 Ella se enjugó los ojos, lo miró fijamente, arrojó un suspiro y volvió a llorar.
 Pedro, entonces, acercándose a María le tomó una mano, apoyó el codo en el pretil árabe desde donde la hermosa miraba pasar la corriente del río y tornó a decirle:
 ¿Por qué lloras?
 El Tajo se retorcía gimiendo al pie del mirador, entre las rocas sobre las que se asienta la ciudad imperial. El sol trasponía los montes vecinos; la niebla de la tarde  flotaba  como  un  velo  de  gasa  azul,  y  sólo  el  monótono  ruido  del  agua interrumpía el alto silencio.
 María exclamó:
 No  me  preguntes  por  qué  lloro,  no  me  lo  preguntes,  pues  ni  yo  sabré contestarte ni tú comprenderme. Hay deseos que se ahogan en nuestra alma de mujer, sin que los revele más que un suspiro; ideas locas que cruzan por nuestra  imaginación,  sin  que  ose  formularlas  el  labio,  fenómenos incomprensibles de nuestra naturaleza misteriosa, que el hombre no puede ni aun  concebir.  Te  lo  ruego,  no  me  preguntes  la  causa  de  mi  dolor;  si  te  la revelase, acaso te arrancaría una carcajada.
 Cuando estas palabras expiraron, ella tornó a inclinar la frente y él a reiterar sus preguntas. La hermosa, rompiendo al fin su obstinado silencio dijo a su amante con voz sorda y entrecortada:
 Tú lo quieres; es una locura que te hará reír; pero no importa; te lo diré, puesto que lo deseas. Ayer estuve en el templo. Se celebraba la fiesta de la Virgen, su imagen, colocada en el altar mayor sobre un escabel de oro, resplandecía como un ascua de fuego; las notas del órgano temblaban, dilatándose de eco en eco por  el  ámbito  de  la  iglesia,  y  en  el  coro  los  sacerdotes  entonaban  el  Salve, Regina.  Yo  rezaba,  rezaba  absorta  en  mis  pensamientos  religiosos,  cuando maquinalmente levanté la cabeza y mi vista se dirigió al altar. No sé por qué mis ojos se fijaron, desde luego, en la imagen; digo mal; en la imagen, no; se fijaron en un objeto que, hasta entonces, no había visto, un objeto que, sin que pudiera explicármelo, llamaba sobre sí toda mi atención... No te rías...; aquel objeto era la ajorca de oro que tiene la Madre de Dios en uno de los brazos en que descansa su Divino Hijo... Yo aparté la vista y torné a rezar... ¡Imposible! Mis  ojos  se  volvían  involuntariamente  al  mismo  punto.  Las  luces  del  altar, reflejándose  en  las  mil  facetas  de  sus  diamantes,  se  reproducían  de  una manera  prodigiosa.  Millones  de  chispas  de  luz  rojas  y  azules,  verdes  y amarillas, volteaban alrededor de las piedras como un torbellino de átomos de fuego, como una vertiginosa ronda de esos espíritus de las llamas que fascinan con su brillo y su increíble inquietud... Salí del templo; vine a casa, pero vine con aquella idea fija en la imaginación. Me acosté para dormir; no pude... Pasó la  noche,  eterna  con  aquel  pensamiento...  Al  amanecer  se  cerraron  mis párpados,  y,  ¿lo  creerás?,  aún  en  el  sueño  veía  cruzar,  perderse  y  tornar  de nuevo una mujer, una mujer morena y hermosa, que llevaba la joya de oro y pedrería; una mujer, sí, porque ya no era la Virgen que yo adoro y ante quien me  humillo;  era  una  mujer,  otra  mujer  como  yo,  que  me  miraba  y  se  reía mofándose de mí. ¿La ves? parecía decirme, mostrándome la joya. ¡Cómo brilla! Parece un círculo de estrellas arrancadas del cielo de una noche de verano. ¿La ves? Pues no es tuya, no lo será nunca, nunca... Tendrás acaso otras mejores, más  ricas,  si  es  posible;  pero  ésta,  ésta,  que  resplandece  de  un  modo  tan fantástico, tan fascinador..., nunca, nunca. Desperté; pero con la misma idea fija  aquí,  entonces  como  ahora,  semejante  a  un  clavo  ardiendo,  diabólica, incontrastable,  inspirada  sin  duda  por  el  mismo  Satanás...  ¿Y  qué?...  Callas, callas y doblas la frente... ¿No te hace reír mi locura?
 Pedro, con un movimiento convulsivo, oprimió el puño de su espada, levantó la cabeza, que, en efecto, había inclinado, y dijo con voz sorda:  
- ¿Qué Virgen tiene esa presa?  
- La del Sagrario murmuró María.
- ¡La del Sagrario! - repitió el joven con acento de terror- . ¡La del Sagrario de la Catedral!...
 Y en sus facciones se retrató un instante el estado de su alma, espantada de una idea.
 -  ¡Ah!  ¿Por  qué  no  la  posee  otra  Virgen?  -  prosiguió  con  acento  enérgico  y apasionado- . ¿Por qué no la tiene el arzobispo en su mitra, el rey en su corona o el diablo entre sus garras? Yo se la arrancaría para ti, aunque me costase la vida o la condenación. Pero a la Virgen del Sagrario, a nuestra Santa Patrona, yo..., yo, que he nacido en Toledo, ¡imposible, imposible!
 - ¡Nunca! - murmuró María con voz casi imperceptible- . ¡Nunca!  
Y siguió llorando.
 Pedro  fijó  una  mirada  estúpida  en  la  corriente  del  río;  en  la  corriente,  que pasaba  y  pasaba  sin  cesar  ante  sus  extraviados  ojos,  quebrándose  al  pie  del mirador, entre las rocas sobre las que se asienta la ciudad imperial.
III
 ¡La Catedral de Toledo! Figuraos un bosque de gigantescas palmeras de granito que  al  entrelazar  sus  ramas  forman  una  bóveda  colosal  y  magnífica,  bajo  la que  se  guarece  y  vive,  con  la  vida  que  le  ha  prestado,  el  genio,  toda  una creación de seres imaginarios y reales.

Figuraos  un  caos  incomprensible  de  sombra  y  luz,  en  donde  se  mezclan  y confunden  con  las  tinieblas  de  las  naves  los  rayos  de  colores  de  las  ojivas donde  lucha  y  se  pierde  con  la  oscuridad  del  santuario  el  fulgor  de  las lámparas.
 Figuraos  un  mundo  de  piedra,  inmenso  como  el  espíritu  de  nuestra  religión, sombrío  como  sus  tradiciones,  enigmático  como  sus  parábolas,  y  todavía  no tendréis una idea remota de ese eterno monumento del entusiasmo y de la fe de nuestros mayores, sobre el que los siglos han derramado a porfía el tesoro de sus creencias; de su inspiración y de sus artes.
 En su seno viven el silencio, la majestad, la poesía del misticismo y un santo honor  que  defiende  sus  umbrales  contra  los  pensamientos  mundanos  y  las mezquinas pasiones de la tierra. La consunción material se alivia respirando el aire puro de las montañas; el ateísmo debe curarse respirando su atmósfera de fe.

Pero si grande, si imponente se presenta la catedral a nuestros ojos a cualquier hora  que  se  penetra  en  su  recinto  misterioso  y  sagrado,  nunca  produce  una impresión tan profunda como en los días en que despliega todas las galas de su pompa religiosa, en que sus tabernáculos se cubren de oro y pedrería; sus gradas, de alfombras, y sus pilares, de tapices.
Entonces  cuando  arden  despidiendo  un  torrente  de  luz  sus  mil  lámparas  de plata; cuando flota en el aire una nube de incienso, y las voces del coro y la armonía de los órganos y las campanas de la torre estremecen el edificio desde sus  cimientos  más  profundos  hasta  las  más  altas  agujas  que  lo  coronan, entonces es cuando se comprende, al sentirla, la tremenda majestad de Dios, que  vive  en  él,  y  lo  anima  con  su  soplo,  y  lo  llena  con  el  reflejo  de  su omnipotencia.
 El mismo día en que tuvo lugar la escena que acabamos de referir se celebraba en la catedral de Toledo el último de la magnífica octava de la Virgen.
 La fiesta religiosa había traído a ella una multitud inmensa de fieles; pero ya ésta se había dispersado en todas direcciones, ya se habían apagado las luces de  las  capillas  y  del  altar  mayor,  y  las  colosales  puertas  del  templo  habían rechinado sobre sus goznes para cerrarse detrás del último toledano, cuando de entre las sombras, y pálido, tan pálido como la estatua de la tumba en que se apoyó un instante mientras dominaba su emoción, se adelantó un hombre que  vino  deslizándose  con  el  mayor  sigilo  hasta  la  verja  del  crucero.  Allí,  la claridad de una lámpara permitía distinguir sus facciones.
Era Pedro.
¿Qué había pasado entre los dos amantes para que se arrestara, al fin, a poner por obra una idea que sólo al concebirla había erizado sus cabellos de horror? Nunca  pudo  saberse.  Pero  él  estaba  allí,  y  estaba  allí  para  llevar  a  cabo  su criminal propósito. En su mirada inquieta, en el temblor de sus rodillas, en el sudor que corría en anchas gotas por su frente, llevaba escrito su pensamiento.
 La  catedral  estaba  sola,  completamente  sola  y  sumergida  en  un  silencio profundo. No obstante, de cuando en cuando se percibían como unos rumores confusos:  chasquidos  de  madera  tal  vez,  o  murmullos  del  viento,  o,  ¿quién sabe?, acaso ilusión de la fantasía, que oye y ve y palpa en su exaltación lo que no existe; pero la verdad era que ya cerca, ya lejos, ora a sus espaldas, ora a su lado mismo, sonaban como sollozos que se comprimen, como roce de telas que se arrastran, como rumor de pasos que van y vienen sin cesar.
 Pedro  hizo  un  esfuerzo  para  seguir  en  su  camino;  llegó  a  la  verja  y  siguió  la primera grada de la capilla mayor. Alrededor de esta capilla están las tumbas de los reyes, cuyas imágenes de piedra, con la mano en la empuñadura de la espada, parecen velar noche y día por el santuario, a cuya sombra descansan por toda una eternidad. ¡Adelante!, murmuró en voz baja, y quiso andar y no pudo. Parecía que sus pies se habían clavado en el pavimento. Bajó los ojos, y sus cabellos se erizaron de horror; el suelo de la capilla lo formaban anchas y oscuras losas sepulcrales.

Por un momento creyó que una mano fría y descarnada lo sujetaba en aquel punto con una fuerza invencible. Las moribundas lámparas, que brillaban en el fondo de las naves como estrellas perdidas entre las sombras, oscilaron a su vista, y oscilaron las estatuas de los sepulcros y las imágenes del altar, y osciló el templo todo, con sus arcadas de granito y sus machones de sillería.
 ¡Adelante!,  volvió  a  exclamar  Pedro  como  fuera  de  sí,  y  se  acercó  al  ara;  y trepando por ella, subió hasta el escabel de la imagen. Todo alrededor suyo se revestía de formas quiméricas y horribles; todo era tinieblas o luz dudosa, más imponente  aún  que  la  oscuridad.  Sólo  la  Reina  de  los  cielos,  suavemente iluminada  por  una  lámpara  de  oro,  parecía  sonreír  tranquila,  bondadosa  y serena en medio de tanto horror.
 Sin embargo, aquella sonrisa muda e inmóvil que lo tranquilizara un instante concluyó por infundirle temor, un temor más extraño, más profundo que el que hasta entonces había sentido. Tornó empero a dominarse, cerró los ojos para no verla, extendió la mano, con un  movimiento  convulsivo,  y  le  arrancó  la  ajorca,  la  ajorca  de  oro,  piadosa ofrenda  de  un  santo  arzobispo,  la  ajorca  de  oro  cuyo  valor  equivalía  a  una fortuna.
 Ya  la  presa  estaba  en  su  poder;  sus  dedos  crispados  la  oprimían  con  una fuerza sobrenatural; sólo restaba huir, huir con ella; pero para esto era preciso abrir los ojos, y Pedro tenía miedo de ver, de ver la imagen, de ver los reyes de las sepulturas, los demonios de las cornisas, los endriagos de los capiteles, las fajas  de  sombras  y  los  rayos  de  luz  que,  semejantes  a  blancos  y  gigantescos fantasmas,  se  movían  lentamente  en  el  fondo  de  las  naves,  pobladas  de rumores temerosos y extraños.
 Al  fin  abrió  los  ojos,  tendió  una  mirada,  y  un  grito  agudo  se  escapó  de  sus labios. La catedral estaba llena de estatuas, estatuas que, vestidas con luengos y  no  vistos  ropajes,  habían  descendido  de  sus  huecos  y  ocupaban  todo  el ámbito de la iglesia y lo miraban con sus ojos sin pupila.  
Santos,  monjes,  ángeles,  demonios,  guerreros,  damas,  pajes,  cenobitas  y villanos  se  rodeaban  y  confundían  en  las  naves  y  en  el  altar.  A  sus  pies oficiaban,  en  presencia  de  los  reyes,  de  hinojos  sobre  sus  tumbas,  los arzobispos de mármol que él había visto otras veces inmóviles sobre sus lechos mortuorios,  mientras  que,  arrastrándose  por  las  losas,  trepando  por  los machones,  acurrucados  en  los  doseles,  suspendidos  en  las  bóvedas  ululaba, como  los  gusanos  de  un  inmenso  cadáver,  todo  un  mundo  de  reptiles  y alimañas de granito, quiméricos, deformes, horrorosos.
 Ya  no  pudo  resistir  más.  Las  sienes  le  latieron  con  una  violencia  espantosa; una  nube  de sangre oscureció  sus  pupilas; arrojó un segundo grito, un grito desgarrador y sobrehumano, y cayó desvanecido sobre el ara. Cuando al otro día los dependientes de la iglesia lo encontraron al pie del altar, tenía aún la ajorca de oro entre sus manos, y al verlos aproximarse exclamó con una estridente carcajada:- 
 - ¡Suya, suya!
 El infeliz estaba loco.
 Gustavo Adolfo Bécquer 

LA FOTO SALIÓ MOVIDA

 Un cronopio va a abrir la puerta de calle, y al meter la mano en el bolsillo para sacar la llave lo que saca es una caja de fósforos, entonces este cronopio se aflige mucho y empieza a pensar que si en vez de la llave encuentra los fósforos, sería horrible que el mundo  se  hubiera  desplazado  de  golpe,  y  a  lo  mejor  si  los  fósforos  están  donde  la llave, puede suceder que encuentre la billetera llena de fósforos, y la azucarera llena de dinero, y el piano lleno de azúcar, y la guía del teléfono llena de música, y el ropero lleno  de  abonados,  y la cama  llena  de trajes,  y los floreros llenos de sábanas, y los tranvías llenos de rosas, y los campos llenos de tranvías. Así es que este cronopio se aflige horriblemente y corre a mirarse al espejo, pero como el espejo esta algo ladeado lo  que ve es el paragüero del zaguán, y sus presunciones se confirman y estalla en sollozos, cae de rodillas y junta sus manecitas no sabe para que. Los famas vecinos acuden  a  consolarlo,  y  también  las  esperanzas,  pero  pasan  horas  antes  de  que  el cronopio  salga  de  su  desesperación  y  acepte  una  taza  de  té,  que  mira  y  examina mucho  antes  de  beber,  no  vaya  a  pasar  que  en  vez  de  una  taza  de  té  sea  un hormiguero o un libro de Samuel Smiles. 

EL ALMUERZO

No  sin  trabajo  un  cronopio  llegó  a  establecer  un  termómetro  de  vidas.  Algo  entre termómetro y topómetro, entre fichero y curriculum vitae.
Por ejemplo, el cronopio en su casa recibía a un fama, una esperanza y un profesor de lenguas.  Aplicando  sus  descubrimientos  estableció  que  el  fama  era  infravida,  la esperanza para-vida, y el profesor de lenguas inter-vida. En cuanto al cronopio mismo, se consideraba ligeramente super-vida, pero m s por poesía que por verdad. A la hora del almuerzo este cronopio gozaba en oír hablar a sus contertulios, porque
todos creían estar refiriéndose a las mismas cosas y no era así. La inter-vida manejaba abstracciones tales como espíritu y conciencia que la para-vida escuchaba como quien oye  llover,  tarea  delicada.  Por  supuesto  la  infra-vida  pedía  a  cada  instante  el  queso rallado,  y  la  super-vida  trinchaba  el  pollo  en  cuarenta  y  dos  movimientos,  método Stanley-Fitzsmmons. A los postres las vidas se saludaban y se iban a sus ocupaciones, y en la mesa quedaban solamente pedacitos sueltos de la muerte.