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martes, 28 de agosto de 2012

EL CIEGO INGRATO


Cuenta la leyenda (o sea de repente es mentira, pero de repente es verdad) que había un gordito bigotudo. Se llamaba Juan y tenía cara de pan. De pan francés.
        Juan tenía tanto dinero que a veces los bancos le pedían prestado.  Cuando eso pasaba, él les decía no, no y no, porque, como buen rico, era muy tacaño.
        Además, Juan era ciego. Sus ojos estaban de puro adorno, porque no le servían para ver.
        –¡Qué ser ciego como yo! ¡Nadie se compadece de mí! –decía a cada rato.
        La única persona del pueblo a la que Juan quería un poquito era Isidro. Este Isidro no era rico, no. Por el contrario, con las justas tenía para comer y vestirse, pero casi siempre se le veía contento.
        “¿Y por qué este gordito tacaño quería a Isidro?”, te estarás preguntando. Bueno, resulta que ambos habían jugado mucho juntos, cuando eran niños.
        Pero sobre todo, Isidro nunca le había pedido prestado dinero. “Eso es lo bueno de él”, pensaba Juan mientras se limpiaba el sudor con un billete de veinte dólares.
        Pero un día sucedió lo inevitable: Isidro fue a la mansión de Juan. Su esposa estaba enferma. Necesitaba dinero para comprar medicinas. Y  no le quedó más que pedirle un préstamo a Juan.
        –Hazlo en nombre de nuestra amistad –suplicó Isidro, asegurando que devolvería el dinero en dos días.
        –¡Maldita sea mi suerte! –empezó a llorar Juan–. ¿Por qué no te compadeces de un pobre ciego como yo?
        Tranquilizándose, Isidro dijo que no importaba. Iría a rezarle al Señor de Esquipulas para que su esposa sanara.
        No es broma: Isidro rezó con tanta devoción que al día siguiente su esposa amaneció curada por completo. La noticia del milagro estuvo en los oídos de todo el pueblo... Como imaginarás, Juan mandó  a  llamar a  Isidro y  le  pidió que lo llevara allí. Quería que el Señor de Esquipulas le devolviera la vista.
        Y mientras rezaban, gracias a la gigantesca fe de Isidro, el ciego Juan empezó a ver. Fue como prender el televisor: los colores, las figuras, todo el mundo apareció ante sus ojos.
        ¡Qué fantástico! Juan lanzó una cadena de oro hacia el lugar donde estaba la imagen sagrada.
        Todo el pueblo quería saber más del milagro, así que Juan los reunió a todos en la plaza.
        –No me habría curado, si no hubiera lanzado esa cadena de oro –dijo.
        Y repentinamente, se quedó ciego de nuevo.
        Por desagradecido, pues.

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