Cuenta la leyenda (o sea de repente es mentira, pero
de repente es verdad) que había un gordito bigotudo. Se llamaba Juan y tenía
cara de pan. De pan francés.
Juan
tenía tanto dinero que a veces los bancos le pedían prestado. Cuando eso pasaba, él les decía no, no y no,
porque, como buen rico, era muy tacaño.
Además,
Juan era ciego. Sus ojos estaban de puro adorno, porque no le servían para ver.
–¡Qué ser
ciego como yo! ¡Nadie se compadece de mí! –decía a cada rato.
La única
persona del pueblo a la que Juan quería un poquito era Isidro. Este Isidro no
era rico, no. Por el contrario, con las justas tenía para comer y vestirse,
pero casi siempre se le veía contento.
“¿Y por
qué este gordito tacaño quería a Isidro?”, te estarás preguntando. Bueno,
resulta que ambos habían jugado mucho juntos, cuando eran niños.
Pero
sobre todo, Isidro nunca le había pedido prestado dinero. “Eso es lo bueno de
él”, pensaba Juan mientras se limpiaba el sudor con un billete de veinte
dólares.
Pero un
día sucedió lo inevitable: Isidro fue a la mansión de Juan. Su esposa estaba
enferma. Necesitaba dinero para comprar medicinas. Y no le quedó más que pedirle un préstamo a
Juan.
–Hazlo en
nombre de nuestra amistad –suplicó Isidro, asegurando que devolvería el dinero
en dos días.
–¡Maldita
sea mi suerte! –empezó a llorar Juan–. ¿Por qué no te compadeces de un pobre
ciego como yo?
Tranquilizándose,
Isidro dijo que no importaba. Iría a rezarle al Señor de Esquipulas para que su
esposa sanara.
No es
broma: Isidro rezó con tanta devoción que al día siguiente su esposa amaneció
curada por completo. La noticia del milagro estuvo en los oídos de todo el
pueblo... Como imaginarás, Juan mandó a llamar a
Isidro y le pidió que lo llevara allí. Quería que el
Señor de Esquipulas le devolviera la vista.
Y
mientras rezaban, gracias a la gigantesca fe de Isidro, el ciego Juan empezó a
ver. Fue como prender el televisor: los colores, las figuras, todo el mundo
apareció ante sus ojos.
¡Qué
fantástico! Juan lanzó una cadena de oro hacia el lugar donde estaba la imagen
sagrada.
Todo el
pueblo quería saber más del milagro, así que Juan los reunió a todos en la
plaza.
–No me
habría curado, si no hubiera lanzado esa cadena de oro –dijo.
Y
repentinamente, se quedó ciego de nuevo.
Por
desagradecido, pues.
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