En una choza amazónica, a orillas del
sonoro Ucayali, rodeado de espesa vegetación, Jenaro Valdivián vio con sorpresa
que las provisiones y las balas se acababan. ¿Cómo dejar solo a
su hijo de siete años? Pensó en Yacu - Mama. Junto al río silbo
largo rato. Un remolino pareció responderle, pero la querida boa no quiso
moverse. Para consuelo y paz dióle al partir una vela y un cartucho
de hormigas tostadas que son golosinas de los niños salvajes a su
pequeño hijodiciéndole que no salga y que ya regresaba.
Ya lejos y al zanjar un
árbol de caucho le pareció advertir que el tigre le estaba espiando
en la espesura.
En canoa, río abajo,
Jenaro pensó que era preferible no alejarse mucho.
El niño devoró
las hormigas tostadas y la sed comenzaba atormentarle y sacudió
la puertaenérgicamente. Quería salir al río a bañarse en el
remanso de la orilla como los niños del país; pero Jenaro Valdivián
había asegurado la cancela de cañas con la caparazón de una inmensa
tortuga muerta.
El Hércules de siete
años gritó en lenguaje conivo:
- “¡Yacu-Mama, Yacu
- Mama!”
Poco a poco el cuerpo de
la boa fue surgiendo en la orilla con un suave remolino de hojas.
El niño batió palmas y
gritó alborozado cuando la espléndida bestia vino a su llamado
retozando como un perro doméstico pues es en realidad el can y la
criada de los niños salvajes.
De un coletazo la bestia
ramponte disparó la concha de la puerta y entró meneándose con garbo
de bailarina campa.
Jenarito gritó riendo: -
“¡Upa!” Era preciso tener oídos de boa para percibir el tal estruendo el leve
rasguño de unas garras.
El tigre de la selva
entró de un salto, se agazapó batiéndose rabiosamente los ijares con la cola
nerviosa. Como una madre bárbara, la boa preservó primero al niño
derribándole delicadamente en un rincón polvoriento de la cabaña. Cuando, seis
horas más tarde, volvió Jenaro Valdivián y comprendió de una mirada lo pasado,
abrazó al chiquillo al- borozadamente; pero en seguida, acariciando con la mano
las fauces muertas de su boa familiar, de su riada bárbara murmuraba y gemía
con la extraña ternura: “¡Yacu Mama, pobre Yacu - Mama!” Fin
Autor: Ventura García
Calderón.
Fuente: Cuentos
Peruanos.
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