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miércoles, 22 de agosto de 2012

EL ALMOHADÓN DE PLUMAS


(Del libro Cuentos de amor, locura y muerte de Horacio Quiroga)
 
Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, ange­lical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin em­bargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando vol­viendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacia una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.
Se habían casado en abril durante tres meses vivieron una dicha especial.
Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternu­ra; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.
La casa en que vivían influía no poco en sus estremecimientos. La blancura del  patio silencioso - frisos, columnas y estatuas de mármol— producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cru­zar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el oto­ño. No obstante había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hos­til, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su ma­rido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de gripe que se arrastró insidiosamente días y días:
Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo sa­lir al jardín apoyada en el brazo de su marido. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó muy lento la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los bra­zos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó lar­go rato escondida en su cuello, sin moverse ni pronunciar una palabra.

Fue ese el último día en que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole cama y descaso absolutos.
—No sé —lo dijo a Jordán en la puerta de calle con la voz todavía baja—. Tiene una gran debilidad que no me explico. Y sin vómitos, si mañana se des­pierta como hoy, llámeme en seguida.
Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta  se cons­tató una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio es­taba con las luces prendidas y en pleno silencio. Se pasaba­ horas sin que se oyera el menor ruido. Alicia dormi­taba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Se paseaba sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, deteniéndose un ins­tante en cada extremo a mirar a su mujer.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confu­sas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacia sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche quedó de re­pente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gri­tar, y sus narices y labios se pelaron de sudor.
— ¡Jordán! ¡Jordán! —clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Ali­cia lanzó un alarido de horror.
— ¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo miró con extravía, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta con­frontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola por media hora, tem­blando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide apoyado en la alfombra sobre los dados que tenía fijos en ella sus ojos.
Los médicos volvieron inútilmente Había allí delante de elles una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor, mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio, y siguieron al co­medor.
—Pst... —se encogió de hombros desalentado su mé­dico. Es un caso serio... Poco hay que hacer.
— ¡Sólo eso me faltaba! —resopló Jordán. Y tambo­rileó bruscamente sobre la mesa.
Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en sincope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas oleadas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensa­ción de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aun que le arreglaran el al­mohadón. Sus terrores crepusculares avanzaban ahora en forma de monstruos que se arrastraban hasta la ca­ma, y trepaban dificultosamente por la colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales de­liró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúne­bremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el si­lencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el sordo retumbo de los eternos pasos de Jordán.
Alicia murió, por fin. La sirvienta, cuando entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato ex­trañada el almohadón.
— ¡Señor! — llamó a Jordán en voz baja—. En el al­mohadón hay manchas que parecen de sangre.
—Parecen picaduras —murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.
Levántelo a la luz —le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó; pero en seguida lo dejó caer y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin sa­ber por qué, Jordán sintió que los cabelles se le eriza­ban. — ¿Qué hay? —murmuró con la voz ronca.
—Pesa mucho —articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Sa­lieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores vo­laron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los ban­dos. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lenta­mente las patas velludas, había un animal monstruoso una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.
Noche a noche desde que Alicia había caído en ca­ma, había aplicado sigilosamente su boca —su trom­pa, mejor dicho— a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remo­ción diaria del almohadón sin duda había impedido al principio su desarrollo; pero desde que la joven no pu­do moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves diminutos en el medio ha­bitual, llegan a adquirir  propor­ciones enormes. La sangre humana parece serles parti­cularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almo­hadones de plumas.
Jordán se acercó rápidamente y se dobló sobre aquel. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.

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