Un
viajero teniendo que atravesar el desierto, colmó su saco de sabrosas frutas y
otros víveres, para que no le escasearan durante la jornada.
Los primeros días iba gozoso y alegre, en
vez de detenerse a recoger los frutos que la naturaleza ofrece en todas partes
para alivio del viajero, seguía su camino, alimentándose de lo que llevaba en
la alforja.
Al cabo de pocos días, llegó al desierto;
ya no habían más árboles que diesen frutas, ni manantiales que botasen agua;
sólo se veía una extensísima llanura cubierta de arenas recalentadas por un sol
abrasador, que producía una sed insaciable. Nada de esto aterraba a nuestro
caminante, mientras requiriendo su alforja la veía henchida de comestibles y
comía y bebía siempre que sentía el menor estímulo de sed o hambre.
Pasaron días y vinieron noches, y él veía
disminuir el peso de la alforja, sin que por eso, redujese su ración diaria.
Al fin, consumiéronse las provisiones
cuando estaba a la mitad del viaje y allí fueron los lamentos y llantos, sin
que nadie los oyese. Después de muchas horas de sufrimiento, no pudiendo
satisfacer el hambre ni la sed, expiró el pobre caminante, y las arenas del
desierto, movidas por un viento impetuoso, cubrieron su cadáver.
Joven:
Tú eres también un caminante en la jornada de la vida, en el camino a la
eternidad. Ahora es el tiempo de recoger frutos y atesorar sabiduría, pero si
el trabajo te aterra y malgastas la primavera de tus años, llegarás al término
de tu destino pobre de sabiduría y virtud, y más infeliz aún que el pobre
caminante que pereció de hambre y sed en el desierto.
Marcos
Arróniz
(mexicano)
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