RICARDO PALMA
Siempre es grato elevar nuestro pensamiento a los
días de la infancia, esa edad de ilusiones color de rosa, en que libres de toda
zozobra sobre el mañana, creemos que el mundo no se extiende más allá de
nuestros juguetes y del espacio que abarcan nuestros ojos. ¡Bienaventuradas
horas en las que nos imaginamos orégano todo el monte, y en las que nadie ha
murmurado aún a nuestros oídos que la amistad es una explotación y el amor un
artículo de comercio!
Recorría ayer el álbum de mi memoria, y me detuve
de pronto ante el recuerdo de una niña, compañera de mi infancia, enredadora y
traviesa si las hubo. Cuando escondía las gafas de la abuela, prendía un
petardo a la cola del gato o hacía alguna otra picardihuela, solía la buena
anciana aplicarla un par de azoticos, exclamando:
-Esta niña es el mismo pie de Judas. Es más mala
que la señora de***.
De mí sé decir que tanto recalcaba la vieja sobre
esto de la maldad de la señora de***, que tomé por la susodicha un miedo más cerval
que por el coco. Andando, andando, descifré errante viejo manuscrito cayó por
mi cuenta, no dejé bruja a vida de las que penitenció en Lima la Santa
Inquisición cuyas marrullerías no me fuesen conocidas, y cuando menos lo
esperaba, cata que me encontré con que en uno de los libros del Cabildo y en la
Estadística de Fuentes existen datos auténticos sobre mi señora la de***. ¡No
que
nones! Pues yo tengo de escribir esta leyenda,
aunque no sea más que para probar que por pícara y taimada y bellaca que llegase
a ser, con el tiempo y las aguas, la pobre niña a quien tan desastroso fin
auguraba la abuela, y por mucho que más tarde se afanase en dar al diablo la
carne para ofrecer a Dios los huesos, nunca, en los siglos de los siglos, se
presentará mujer que exceda en crímenes a la dama de mi historia.
Basta de introito, ¡Al avío y picar puntos!
I
La señorita de*** era por los años de 1601 un
fresco y codiciable pimpollo de diez y seis primaveras, tal como lo sueña un
libertino para curarse de la dispepsia. El señor de***, su padre y la primera
fortuna acaso de la tres veces coronada ciudad, cometió la tontuna de morirse
dejando a su heredera doña Sebastiana bajo la tutela de D. Blas Medina,
asturiano severo y con más penacho que el mismo D. Pelayo. Imagínese el lector
si sería codiciable y capaz de despertar el apetito del hombre menos goloso una
chica que amén de su juventud, buen coramvobis y riqueza, tenía la rara fortuna
de no llevar suegro ni suegra al matrimonio.
Por aquel siglo la cuestión casorio no se llevaba
tan al vapor como en los tiempos que alcanzamos. ¡Ya se ve! Aquél era un siglo
de obscurantismo y no de progreso, como el actual, en que hoy mañana toma
marido la mozuela que ayer noche jugaba a las muñecas.
No faltan malditos de cocer que afirman que los
matrimonios del día no son para la mujer más que un cambio de juguete, y por
eso anda ello enredado como costura de beata o conciencia de escribano. Repito,
pues, que en 1601 el matrimonio era un punto que calzaba muchos puntos; y el
bueno del tutor, que barruntaba en doña Sebastiana comezones de responder
quiero al primer ganapán que la dijese envido, resolvió no permitir tertulia de
mozos en casita y guardar a la niña como tesoro en arca de avaro.
La educación de la mujer de calidad, por entonces,
se reducía a leer lo bastante para imponerse de la vida del santo del día,
escribir no muy de corrido lo suficiente para hacer el apunte del lavado, y
tocar el arpa, con más o menos primor, lo preciso para lucir su habilidad en
una misa de aguinaldo. Esto, un mucho de repetir de coro trisagios y novenas,
un poco de condimentar dulces y ensaladas y un nada de trato de gentes, y pare
usted de contar, fue la educación de la millonaria y bella damisela. ¡Téngame
Dios de su mano y líbreme de culpar de ella al tutor! Culpemos al siglo, que
buenos lomos tuvo su merced para soportar esa y todas las cargas que me venga
en antojo echarle a cuestas.
La sociedad obligada de doña Sebastiana, aparte
del maestro rascador de arpa, que era un viejo capaz por lo feo de dar un
espanto al mismo miedo, se reducía a un rechoncho fraile seráfico, al tutor y a
su hijo, muchacho seminarista de diez y ocho años y a quien su padre soñaba
convertir en todo un canónigo de merced. El D. Carlitos, en presencia de su
padre y comensales, adoptaba un airecito de unción y bobería que lo asimilaba a
un ángel de retablo. Pero fíate de bobalicones, lector mío, y a puto el postre
si no te dan un día cualquiera sarna que rascar.
Seis meses contaba ya doña Sebastiana en poder de
su tutor. El mocito abandonaba el claustro del colegio todos los domingos para
pasar el día en casa de su señor padre, y a punto de oraciones un negro lo
acompañaba hasta entregarlo a los bedeles del seminario.
Pero estaba escrito, D. Carlos tenía más afición
que a los infolios teológicos a estudiar en ese libro misterioso que se llama
la mujer. El jesuita Sánchez, con su churrigueresco tratado De Matrimonio,
exalta la curiosidad de los muchachos más que la serpiente que tentó a Eva.
Quizá alguno de sus capítulos cayó en manos del seminarista, y he aquí cómo un
mal librajo llevó a carrera de perdición a un joven, casto como el cándido
José, y privó acaso a la iglesia de Lima de una de sus más espléndidas
luminarias o lumbreras. Este
preámbulo debe darte, lector, por informado de
que magüer las precauciones de D. Blas para conservar ilesa la prenda que se le
dio en depósito, al primer arrumaco que a quemarropa lanzó el fogoso muchacho
sobre la inflamable doncella, no se hizo ella de pencas, y cada domingo la
enamorada pareja aprovechaba de la hora en que el tutor, como buen hijo de la
perezosa España, acostumbraba dormir la siesta, para darse un hartazgo de
palabras almibaradas y demás cosas que sospecho deben darse entre amantes.
El hombre es fuego, la mujer estopa, y como una chispa
basta para producir un incendio mayor que el cantado por Homero, viene el
demonio de repente y... ¡sopla!
II
Así transcurrieron cinco años en los que,
habiendo fallecido D. Blas Medina, entró la joven en el libre goce de su pingüe
mayorazgo; y don Carlos colgó la sotana del seminarista, convencido de que Dios
no lo llamaba camino de la Iglesia. D. Blas, que en sus mocedades había
desempeñado un valioso corregimiento en el Cuzco y acrecido después su fortuna
en el comercio, legó a su heredero un caudal nada despreciable.
Echose el mocito a campar por sus respetos, a
frecuentar el mundo, del que la austeridad de su difunto padre lo había
mantenido a distancia, y a triunfar en toda regla.
El amor que había sentido por Sebastianita se
desvaneció. Era amor gastado, y el mozo necesitaba andar a caza de novedades.
Olvidó la palabra empeñada de casarse y legitimar a los dos niños habidos de
sus secretos amores, y cuando menos lo esperaba la pobre enamorada, recibió una
carta en que D. Carlos la noticiaba que había contraído matrimonio in facie
ecclesiæ con una hija del capitán de arcabuceros D. Santiago Pedrosa, llamada
doña Dolores. Imagínese el lector el efecto que produciría la esquela en el
ánimo de la apasionada mujer. Durante algún tiempo anduvo su honra en lenguas
de las comadres de Lima, que
hacían de ella mangas y capirotes. Rugíase
también que doña Sebastiana no tenía el juicio muy en sus cabales. A la postre,
como toda mujer que ha amado frenéticamente a la criatura, se volvió al
Creador, lo que en buen romance quiere decir que se tornó beata, y beata de
correa, que es otro ítem más; beata de las que leían el librito publicado por
un jesuita con el título de Alfalfa espiritual para los borregos de Jesucristo,
en el cual se llamaba a la Hostia consagrada pan de perro (pan de pecador).
No obstante, siempre que en el templo o en la
calle encontraba al perjuro amante tenían lugar escenas escandalosísimas. Doña
Sebastiana no retrocedía en su empeño de volver a cautivar al rebelde, y éste
se había empestillado en el tonto capricho de dar al mundo un ejemplo de
fidelidad conyugal.
Y así pasaron tres años, hasta que la infeliz se
convenció de que nada tenía que esperar del amor de D. Carlos, y entonces
resolvió cambiar de táctica y consagrarse a la venganza.
III
Era un día lunes, y al salir D. Carlos de la misa
de San Agustín se encontró con su sombra o pesadilla encarnada en Sebastiana.
-Hacedme la merced, Sr. D. Carlos, de escuchar
unas pocas palabras que por última vez os quiero decir.
-Estoy a vuestras órdenes, señora mía, siempre
que no insistáis en ponerme un afecto que hoy sería un crimen -la contestó el
joven.
-Pláceme veros tan leal esposo. Sabéis que
observo una vida religiosa y severa, y por ende desechad la aprensión de que os
diga nada que recuerde nuestros extravíos.
-Hablad, señora,
-Tengo un hijo bastante rico, como sabéis. En
Lima y bajo mi amparo no es posible que adquiera la educación que merece.
Mañana zarpa el galeón del Callao para España, y en él marchará el niño a
Madrid, donde será asistido por sus parientes. Os ruego que vos, su padre, le
echéis la bendición para que alcance próspero viaje.
-Vuestra demanda es justa, señora, y os ofrezco
que luego pasaré por vuestra casa.
Mediodía era por filo cuando D. Carlos abrazaba a
sus dos hijos en el salón de Sebastiana. Su corazón de padre rebosaba de amor
por ellos, y sus caricias y consejos al niño próximo a partir para Europa no
tenían límite. La hija, a una indicación de doña Sebastiana, ofreció a su
enternecido padre unos bizcochos y una copa de vino de Alicante.
D. Carlos comió y bebió con los niños, no sin que
la madre les hiciese también la razón, y de pronto su cuerpo se desplomó sobre
el canapé.
El infeliz había bebido un narcótico.
IV
Dos horas más tarde una calesa se detenía en el
patio de una hacienda próxima a la ciudad.
De ella salieron doña Sebastiana y sus dos niños.
El calesero, ayudado de otro esclavo, condujo a D. Carlos exánime al lecho que
en una de las habitaciones le tenía preparado la vengativa dama. Ésta, a solas
con su víctima, le ató fuertemente los brazos y los pies, y esperó a que
saliese de su fatal letargo. La impresión de D. Carlos, al volver en sí, no
alcanza a pintarla nuestra pluma.
Cedemos aquí la palabra al cronista:
«Sebastiana, después de llenar a D. Carlos de
improperios, le dijo se preparase para morir en satisfacción de sus perfidias.
Llamó en seguida a su hijo, y colocándolo a la vista de su padre, le dijo: «Te
quise cuando tu padre fue mi amante. Él me abandonó, burlando mi inocencia, y
es esposo de otra mujer, que por él no ha hecho como yo el sacrificio de su
honra. Tan vil proceder es el origen del odio que ahora te tengo, en fuerza del
que quiero que mueras a presencia de este infame, de quien rechazo conservar
prendas que le pertenezcan». Entonces hirió furiosamente al niño, le cortó la
cabeza y la arrojó sobre D.
Carlos. En seguida llamó a la hija, y con la
misma relación y de igual manera la dio muerte. Luego, prodigándole las
más atroces injurias, principió a cortar miembro por miembro del cuerpo de D.
Carlos, hasta que le vio expirar. Concluida tan horrible carnicería, enterró
por la noche, en unión del calesero, los tres cadáveres, y regresó
tranquilamente a Lima.
»El alboroto que originó en la ciudad la
desaparición de un sujeto tan bienquisto como lo estaba D. Carlos y las
diligencias de la familia de su esposa obligaron al virrey a ofrecer por bando
dos mil pesos al que diese noticia de Medina, y este aliciente impelió al
calesero a revelar el crimen. Grande fue la indignación pública. La delincuente
confesó sus delitos en el tormento, y fue sentenciada por la Real Audiencia, a
la pena de horca y que le cortasen después las manos, colocándolas en una pica
a extramuros de la ciudad, en
dirección a la hacienda donde cometió tan
horribles crímenes.
»En las cuarenta y ocho horas que permaneció en
capilla, no se le notó a tan feroz mujer la menor aflicción. Con gran serenidad
decía: «Después de satisfecha mi venganza, aguardo sin temor la muerte».
V
La señora de*** fue la primera mujer ahorcada en
la plaza mayor de Lima.
(1860)
1 comentario:
Muy buenooooo!!!!!!!!!
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