Translate

martes, 25 de septiembre de 2012

ESPANTOS DE AGOSTO



Llegamos a Arezzo un poco antes del mediodía, y perdimos más de dos horas buscando  el castillo renacentista que el escritor venezolano Miguel Otero Silva había comprado en aquel  recodo  idílico  de  la  campiña  toscana.  Era  un  domingo  de  principios  de  agosto, ardiente y bullicioso, y no era fácil encontrar a alguien que supiera algo en las calles abarrotadas  de  turistas.  Al  cabo  de  muchas  tentativas  inútiles  volvimos  al  automóvil, abandonamos  la ciudad por un sendero de cipreses sin  indicaciones  viales, y una vieja pastora de gansos nos indicó con precisión dónde estaba el castillo. Antes de despedirse nos  preguntó  si  pensábamos  dormir  allí,  y  le  contestamos,  como  lo  teníamos  previsto, que sólo íbamos a almorzar.
— Menos mal — dijo ella—  porque en esa casa espantan.
Mi  esposa  y  yo,  que  no  creemos  en  aparecidos  del  medio  día,  nos  burlamos  de  su credulidad.  Pero  nuestros  dos  hijos,  de  nueve  y  siete  años,  se  pusieron  dichosos  de conocer un fantasma de cuerpo presente.
Miguel  Otero  Silva,  que  además  de  buen  escritor  era  un  anfitrión  espléndido  y  un comedor refinado, nos esperaba con un almuerzo de nunca olvidar. Como se nos había hecho tarde no tuvimos tiempo de conocer el interior del castillo antes de sentarnos a la mesa, pero su aspecto desde fuera no tenía nada de pavoroso, y cualquier inquietud se disipaba  con  la  visión  completa  de  la  ciudad  desde  la  terraza  florida  donde  estábamos almorzando. Era difícil creer que en aquella colina de casas encaramadas, donde apenas cabían noventa mil personas, hubieran nacido tantos hombres de genio perdurable. Sin embargo, Miguel Otero Silva nos dijo con su humor caribe que ninguno de tantos era el más insigne de Arezzo.
  El más grande — sentenció —fue Ludovico.
Así,  sin  apellidos:  Ludovico,  el  gran  señor  de  las  artes  y  de  la  guerra,  que  había construido  aquel  castillo  de  su  desgracia,  y  de  quién  Miguel  nos  habló  durante  todo  el almuerzo.  Nos  habló  de  su  poder  inmenso,  de  su  amor  contrariado  y  de  su  muerte espantosa. Nos contó cómo fue que en un instante de locura del corazón había apuñalado a su dama en el lecho donde acababan de amarse, y luego azuzó contra sí mismo a sus feroces perros de guerra que lo despedazaron a dentelladas. Nos aseguró, muy en serio, que  a  partir  de  la  media  noche  el  espectro  de  Ludovico  deambulaba  por  la  casa  en tinieblas tratando de conseguir el sosiego en su purgatorio de amor.
El castillo, en realidad, era inmenso y sombrío. Pero a pleno día, con el estómago lleno y el  corazón  contento, el relato  de Miguel  no podía parecer sino una broma como  tantas otras suyas para entretener a sus invitados. Los ochenta y dos cuartos que recorrimos sin asombro después de la siesta, habían padecido toda clase de mudanza de sus dueños sucesivos.  Miguel  había  restaurado  por  completo  la  planta  baja  y  se  había  hecho construir  un  dormitorio  moderno  con  suelos  de  mármol  e  instalaciones  para  sauna  y cultura  física,  y  la  terraza  de  flores  intensas  donde  habíamos  almorzado.  La  segunda planta, que había sido la más usada en el curso de los siglos, era una sucesión de cuartos sin ningún carácter, con muebles de diferentes épocas abandonados a su suerte. Pero en la última se conservaba una habitación intacta por donde el tiempo se había olvidado de pasar. Era el dormitorio de Ludovico.
Fue un instante mágico. Allí estaba la cama de cortinas bordadas con hilos de oro, y el sobrecama  de  prodigios  de  pasamanería    todavía  acartonado  por  la  sangre  seca  de  la amante  sacrificada.  Estaba  la  chimenea  con  las  cenizas  heladas  y  el  ultimo  leño convertido  en  piedra,  el  armario  con  sus  armas  bien  cebadas,  y  el  retrato  de  óleo  del caballero pensativo en un marco de oro, pintado por alguno de los maestros florentinos que  no  tuvieron  la  fortuna  de  sobrevivir  a  su  tiempo.  Sin  embargo,  lo  que  más  me impresionó  fue  el  olor  de  fresas  recientes  que  permanecía  estancado  sin  explicación posible en el ámbito del dormitorio.
Los  días  del  verano  eran  largos  y  parsimoniosos    en  la  Toscana,  y  el  horizonte  se mantiene  en  su  sitio  hasta  las  nueve  de  la  noche.  Cuando  terminamos  de  conocer  el castillo eran más de las cinco, pero Miguel insistió en llevarnos a ver los frescos de Piero della  Francesca  en  la  Iglesia  de  San  Francisco,  luego  nos  tomamos  un  café  bien conversado  bajo  las  pérgolas  de  la  plaza,  y  cuando  regresamos  para  recoger! Las maletas encontramos la cena servida. De modo que nos quedamos a cenar.
Mientras  lo  hacíamos,  bajo  un  cielo  malva  con  una  sola  estrella,  los  niños  prendieron unas antorchas en la cocina, y se fueron a explorar las tinieblas en los pisos altos. Desde la mesa oíamos sus galopes de caballos cerreros por las escaleras, los lamentos de las puertas, los gritos felices llamando a Ludovico en los cuartos tenebrosos. Fue a ellos a quienes se les ocurrió la mala idea de quedarnos a dormir. Miguel Otero Silva los apoyó encantado, y nosotros no tuvimos el valor civil de decirles que no.
Al contrario de lo que yo temía, dormimos muy bien, mi esposa y yo en un dormitorio de la planta baja y mis hijos en el cuarto contiguo. Ambos habían sido modernizados y no tenían nada de tenebrosos. Mientras trataba de conseguir el sueño conté los doce toques insomnes del reloj de péndulo de la sala, y me acordé de la advertencia pavorosa de la pastora de gansos. Pero estábamos tan cansados que nos dormimos muy pronto, en un sueño denso y continuo, y desperté después de las siete con un sol espléndido entre las enredaderas  de  la  ventana.  A  mi  lado,  mi  esposa  navegaba  en  el  mar  apacible  de  los inocentes. «Qué tontería — me dije—, que alguien siga creyendo en fantasmas por estos tiempos».  Sólo  entonces  me  estremeció  el  olor  de  fresas  recién  cortadas,  y  vi  la chimenea  con  las  cenizas  frías  y  el  último  leño  convertido  en  piedra,  y  el  retrato  del caballero  triste  que  nos  miraba  desde  tres  siglos  antes  en  el  marco  de  oro.  Pues  no estábamos  en  la  alcoba  de  la  planta  baja  donde  nos  habíamos  acostado  la  noche anterior, sino en el dormitorio de Ludovico, bajo la cornisa y las cortinas polvorientas y las sábanas empapadas de sangre todavía caliente de su cama maldita.

Gabriel García Márquez
  Doce cuentos peregrinos
Octubre 1980.

No hay comentarios: