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martes, 25 de septiembre de 2012

EL AVIÓN DE LA BELLA DURMIENTE



Era bella, elástica, con una piel tierna del color del pan y los ojos de almendras verdes, y tenía el cabello liso y negro y largo hasta la espalda, y una aura de antigüedad que lo  mismo  podía  ser  de  Indonesia  que  de  los  Andes.  Estaba  vestida  con  un  gusto  sutil: chaqueta de lince, blusa de seda natural con flores muy tenues, pantalones de lino crudo,  y unos zapatos lineales del color de las bugambilias. «Esta es la mujer más bella que he  visto en mi vida», pensé, cuando la vi pasar con sus sigilosos trancos de leona, mientras yo hacía la cola para abordar el avión de Nueva York en el aeropuerto Charles de Gaulle de París. Fue una aparición sobrenatural que existió sólo un instante y desapareció en la muchedumbre del vestíbulo.
Eran las nueve de la mañana. Estaba nevando desde la noche anterior, y el tránsito era más denso que de costumbre en las calles de la ciudad, y más lento aún en la autopista, y había camiones de carga alineados a la orilla, y automóviles humeantes en la nieve. En el vestíbulo del aeropuerto, en cambio, la vida seguía en primavera.
Yo  estaba en  la  fila  de  registro  detrás  de  una  anciana  holandesa  que  demoró casi  una hora  discutiendo  el  peso  de  sus  once  maletas.  Empezaba  a  aburrirme  cuando  vi  la aparición  instantánea  que  me  dejó  sin  aliento,  así  que  no  supe  cómo  terminó  el altercado,  hasta  que  la  empleada  me  bajó  de  las  nubes  con  un  reproche  por  mi distracción. A modo de disculpa le pregunté si creía en los amores a primera vista. «Claro que sí», me dijo. «Los imposibles son los otros». Siguió con la vista fija en la pantalla de la computadora, y me preguntó qué asiento prefería: fumar o no fumar.
— Me da lo mismo — le dije con toda intención—, siempre que no sea al lado de las once maletas.
Ella  lo  agradeció  con  una  sonrisa  comercial  sin  apartar  la  vista  de  la  pantalla fosforescente.
— Escoja un número — me dijo,—: tres, cuatro o siete.
— Cuatro.
Su sonrisa tuvo un destello triunfal.
— En quince años que llevo aquí — dije primero que no escoge el siete.
Marcó en la tarjeta de embarque el número del asiento y me la entregó con el resto de mis papeles, mirándome por primera vez con unos ojos color de uva que me sirvieron de consuelo  mientras  volvía  a  ver  la  bella.  Sólo  entonces  me  advirtió  que  el  aeropuerto acababa de cerrarse y todos los vuelos estaban diferidos.
— ¿Hasta cuándo?
—Hasta que Dios quiera — dijo con su sonrisa—. La radio anunció esta mañana que será la nevada más grande del año.
Se equivocó: fue la más grande del siglo. Pero en la sala de espera de la primera clase la primavera era tan real que había rosas vivas en los floreros y hasta la música enlatada parecía  tan  sublime  y  sedante  como  lo  pretendían  sus  creadores.  De  pronto  se  me ocurrió que aquel era un refugio adecuado para la bella, y la busqué en los otros salones, estremecido  por  mi  propia  audacia.  Pero  la  mayoría  eran  hombres  de  la  vida  real  que leían  periódicos  en  inglés  mientras  sus  mujeres  pensaban  en  otros,  contemplando  los aviones muertos en la nieve a través de las vidrieras panorámicas, contemplando las fábricas glaciales, los vastos sementeros de Roissy devastados por los leones. Después del mediodía no había un espacio disponible, y el calor se había vuelto tan insoportable que escapé para respirar.
Afuera encontré un espectáculo sobrecogedor. Gentes de toda ley habían desbordado las salas  de  espera,  y  estaban  acampadas  en  los  corredores  sofocantes,  y  aun  en  las escaleras, tendidas por los suelos con sus animales y sus niños, y sus enseres de viaje. Pues también la comunicación con la ciudad estaba interrumpida, y el palacio de plástico  transparente  parecía  una  inmensa  cápsula  espacial  varada  en  la  tormenta.  No  pude evitar la idea de que también la bella debía estar en algún lugar en medio de aquellas hordas mansas, y esa fantasía me infundió nuevos ánimos para esperar.
A la hora del almuerzo habíamos asumido nuestra conciencia de náufragos. Las colas se hicieron interminables frente a los siete restaurantes, las cafeterías, los bares atestados, y  en  menos  de  tres  horas  tuvieron  que  cerrarlos  porque  no  había  nada  qué  comer  ni beber. Los niños, que por un momento parecían ser todos los del mundo, se pusieron a llorar al mismo tiempo, y empezó a levantarse de la muchedumbre un olor de rebaño.
Era  el  tiempo  de  los  instintos.  Lo  único  que  alcancé  a  comer  en  medio  de  la  rebatiña fueron los dos últimos vasos de helado de crema en una tienda infantil. Me los tomé poco a  poco  en  el  mostrador,  mientras  los  camareros  ponían  las  sillas  sobre  las  mesas  a medida  que  se  desocupaban,  y  viéndome  a    mismo  en  el  espejo  del  fondo,  con  el último vasito de cartón y la última cucharita de cartón, y pensando en la bella.
El  vuelo  de  Nueva  York,  previsto  para  las  once  de  la  mañana,  salió  a  las  ocho  de  la noche. Cuando por fin logré embarcar, los pasajeros de la primera clase estaban ya en su sitio, y una azafata me condujo al mío. Me quedé sin aliento. En la poltrona vecina, junto a  la  ventanilla,  la  bella  estaba  tomando  posesión  de  su  espacio  con  el  dominio  de  los viajeros expertos. «Si alguna vez escribiera esto, nadie me lo creería», pensé. Y apenas si intenté en mi media lengua un saludo indeciso que ella no percibió. Se instaló como para vivir muchos años, poniendo cada cosa en su sitio y en su orden, hasta que el lugar quedó tan bien dispuesto como la casa ideal donde todo estaba al alcance de la mano.
Mientras  lo  hacía,  el  sobrecargo  nos  llevó  la  champaña  de  bienvenida.  Cogí  una  copa para ofrecérsela a ella, pero me arrepentí a tiempo. Pues sólo quiso un vaso de agua, y le pidió al sobrecargo, primero en un francés inaccesible y luego en un inglés apenas más fácil,  que  no  la  despertara  por  ningún  motivo  durante  el  vuelo.  Su  voz  grave  y  tibia arrastraba una tristeza oriental.
Cuando le llevaron el agua, abrió sobre las rodillas un cofre de tocador con esquinas de cobre, como los baúles de las abuelas, y sacó dos pastillas doradas de un estuche donde llevaba otras de colores diversos. Hacía todo de un modo metódico y parsimonioso, como si no hubiera nada que no estuviera previsto para ella desde su nacimiento. Por último bajó  la  cortina  de  la  ventana,  extendió  la  poltrona  al  máximo,  se  cubrió  con  la  manta hasta la cintura sin quitarse los zapatos, se puso el antifaz de dormir, se acostó de medio lado en la poltrona, de espaldas a mí, y durmió sin una sola pausa, sin un suspiro, sin un cambio mínimo de posición, durante las ocho horas eternas y los doce minutos de sobra que duró el vuelo a Nueva York.
Fue un viaje intenso. Siempre he creído que no hay nada más hermoso en la naturaleza que una mujer hermosa, de modo que me fue imposible escapar ni un instante al hechizo de aquella criatura de fábula que dormía a mi lado. El sobrecargo había desaparecido tan pronto  como  despegamos,  y  fue  reemplazado  por  una  azafata  cartesiana  que  trató  de despertar a la bella para darle el estuche de tocador y los auriculares para la música. Le repetí la advertencia que ella le había hecho al sobrecargo, pero la azafata insistió para oír de ella misma que tampoco quería cenar. Tuvo que confirmárselo el sobrecargo, y aun así me reprendió porque la bella no se hubiera colgado en el cuello el cartoncito con la orden de no despertarla.
Hice  una  cena  solitaria,  diciéndome  en  silencio  todo  lo  que  le  hubiera  dicho  a  ella  si hubiera  estado  despierta.  Su  sueño  era  tan  estable,  que  en  cierto  momento  tuve  la inquietud  de  que  las  pastillas  que  se  había  tomado  no  fueran  para  dormir  sino  para morir. Antes de cada trago, levantaba la copa y brindaba.
— A tu salud, bella.
Terminada la cena apagaron las luces, dieron la película para nadie, y los dos quedamos solos en la penumbra del mundo. La tormenta más grande del siglo había pasado, y la noche del Atlántico era inmensa y límpida, y el avión parecía inmóvil entre las estrellas.
Entonces la contemplé palmo a palmo durante varias horas, y la única señal de vida que pude  percibir  fueron  las  sombras  de  los  sueños  que  pasaban  por  su  frente  como  las nubes en el agua. Tenía en el cuello una cadena tan fina que era casi invisible sobre su piel  de  oro,  las  orejas  perfectas  sin  puntadas  para  los  aretes,  las  uñas  rosadas  de  la buena salud, y un anillo liso en la mano izquierda. Como no parecía tener más de veinte años, me consolé con la idea de que no fuera un anillo de bodas sino el de un noviazgo efímero. «Saber que duermes tú, cierta, segura, cauce fiel de abandono, línea pura, tan cerca  de  mis  brazos  maniatados»,  pensé,  repitiendo  en  la  cresta  de  espumas  de champaña el soneto magistral de Gerardo Diego. Luego extendí la poltrona a la altura de la suya, y quedamos acostados más cerca que en una cama matrimonial. El clima de su respiración era el mismo de la voz, y su niel exhalaba un hálito tenue que sólo podía ser el olor propio de su belleza. Me parecía increíble: en la primavera anterior había leído una hermosa  novela  de  Yasunari  Kawabata  sobre  los  ancianos  burgueses  de  Kyoto  que pagaban sumas enormes para pasar la noche contemplando a las muchachas más bellas de la ciudad, desnudas y narcotizadas, mientras ellos agonizaban de amor en la misma cama. No podían despertarlas, ni tocarlas, y ni siquiera lo intentaban, porque la esencia del placer era verlas dormir. Aquella noche, velando el sueño de la bella, no sólo entendí aquel refinamiento senil, sino que lo viví a plenitud.
— Quién iba a creerlo — me dije, con el amor propio exacerbado por la champaña—  Yo, anciano japonés a estas alturas.
Creo  que  dormí  varias  horas,  vencido  por  la  champaña  y  los  fogonazos  mudos  de  la película,  y  desperté  con  la  cabeza  agrietada.  Fui  al  baño.  Dos  lugares  detrás  del  mío yacía  la  anciana  de  las  once  maletas  despatarrada  de  mala  manera  en  la  poltrona.
Parecía  un  muerto  olvidado  en  el  campo  de  batalla.  En  el  suelo,  a  mitad  del  pasillo, estaban sus lentes de leer con el collar de cuentas de colores, y por un instante disfruté de la dicha mezquina de no recogerlos.
Después de desahogarme de los excesos de champaña me sorprendí a mí mismo en el espejo, indigno y feo, y me asombré de que fueran tan terribles los estragos  del  amor.  De  pronto  el  avión  se  fue  a  pique,  se  enderezó  como  pudo,  y prosiguió  volando  al  galope.  La  orden  de  volver  al  asiento  se  encendió.  Salí  en estampida, con la ilusión de que sólo las turbulencias de Dios despertaran a la bella, y que tuviera que refugiarse en mis brazos huyendo del terror. En la prisa estuve a punto de pisar los lentes de la holandesa, y me hubiera alegrado. Pero volví sobre mis pasos, los recogí, y se los puse en el regazo, agradecido de pronto de que no hubiera escogido antes que yo el asiento número cuatro.
El  sueño  de  la  bella  era  invencible.  Cuando  el  avión  se  estabilizó,  tuve  que  resistir  la tentación  de  sacudirla  con  cualquier  pretexto,  porque  lo  único  que  deseaba  en  aquella última hora de vuelo era verla despierta, aunque fuera enfurecida, para que yo pudiera recobrar mi libertad, y tal vez mi juventud. Pero no fui capaz. «Carajo», me dije, con un gran desprecio. «¡Por qué no nací Tauro!». Despertó sin ayuda en el instante en que se encendieron  los  anuncios  del  aterrizaje,  y  estaba  tan  bella  y  lozana  como  si  hubiera dormido en un rosal. Sólo entonces caí en la cuenta de que los vecinos de asiento en los aviones,  igual  que  los  matrimonios  viejos,  no  se  dan  los  buenos  días  al  despertar.
Tampoco ella. Se quitó el antifaz, abrió los ojos radiantes, enderezó la poltrona, tiró a un lado la manta, se sacudió las crines que se peinaban solas con su propio peso, volvió a ponerse el cofre en las rodillas, y se hizo un maquillaje rápido y superfluo, que le alcanzó justo  para  no  mirarme  hasta  que  la  puerta  se  abrió.  Entonces  se  puso  la  chaqueta  de lince, pasó casi por encima de mí con una disculpa convencional en castellano puro de las Américas, y se fue sin despedirse siquiera, sin agradecerme al menos lo mucho que hice por nuestra noche feliz, y desapareció hasta el sol de hoy en la amazonia de Nueva York.
 Gabriel García Márquez
  Doce cuentos peregrinos
Junio  1982.

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