Era en tiempos
de los Incas.
Los quichuas
adoraban con las principales honras a Viracocha, señor supremo del reino.
También adoraban a Inti, a las estrellas, al trueno y a la tierra.
Conocían a
esta última con el nombre de Pachamama, que es como decir "Madre
Tierra" y a ella acudían para pedir abundantes cosechas, la feliz
realización de una empresa, caza numerosa, protección para las enfermedades,
para el granizo, para el viento helado, la niebla y para todo lo que podía ser
causa de desgracia o sinsabor.
Levantaban en
su honor altares o monumentos a lo largo de los caminos.
Los llamaban
apachetas y consistían en una cantidad de piedras amontonadas unas encima de
las otras, formando un pequeño montículo.
Allí se
detenía el indio a orar, a encomendarse a la Pachamama, cuando pasaba por el
camino al alejarse del lugar por tiempo indeterminado o simplemente cuando se
dirigía al valle llevando sus animales a pastar.
Para ponerse
bajo la protección de la Pachamama, depositaba en la apacheta, coca, o cualquier alimento que tuviera en gran
estima, seguro de conseguir el pedido hecho a la divinidad.
Respetuoso de
la tradición y de las costumbres, el pueblo quichua jamás había olvidado sus
obligaciones hacia los dioses que regían sus vidas.
Pero llegó un
tiempo de gran abundancia en que los campos sembrados de maíz eran vergeles
maravillosos que daban copiosa cosecha, la tierra se prodigaba con exuberancia
y la ociosidad fue apoderándose de ese pueblo laborioso que, olvidando sus
obligaciones, abandonó poco a poco el trabajo para dedicarse a la holganza, al
vicio y a la orgía. Se desperdiciaba el alimento que tan poco costaba
conseguir, y con las espigas de maíz, que las plantas entregaban sin tasa,
fabricaban chicha con la que llenaban vasijas en cantidades nunca vistas.
Fue una época
sin precedentes.
El vicio
dominaba a hombres y mujeres. Ellos, en su inconsciencia, sólo pensaban en
entregarse a los placeres bebiendo de continuo y con exceso, comiendo en la
misma forma y danzando durante todo el tiempo que no dedicaban al sueño o al
descanso.
Los depósitos
repletos proveían del alimento necesario y nadie pensó que esa fuente, que les
proporcionaba granos y frutos en abundancia, se agotaría alguna vez.
El desenfreno
continuaba y nada había que llamara a ese pueblo a la reflexión y a la vida
ordenada y normal.
Llegó la época
en que se hacía imprescindible sembrar si se pretendía cosechar, pero nadie
pensaba en ello.
Inti,
entonces, al comprobar que el pueblo desagradecido olvidaba los favores
brindados por la Pachamama, queriendo darles su merecido, resolvió castigarlos.
Con el calor
de sus rayos, que envió a la tierra como dardos de fuego, secó los ríos y
lagunas, los lagos y vertientes y, como consecuencia, la tierra se endureció,
las plantas perdieron sus hojas verdes y sus flores, los tallos se doblaron y
los troncos y las ramas de los árboles, resecos y polvorientos, parecían brazos
retorcidos y sin vida.
En los géneros
aún quedaban alimentos, y en los cántaros, chicha. ¿Qué importancia tenía,
entonces, para esas gentes, que las plantas se secaran y que el río hubiera
dejado de correr, y seco y sin vida, mostrara las paredes pedregosas de su
lecho?
Mientras
durara la chicha no podría desaparecer la felicidad ni la alegría.
Pero un día
llegó en que, con asombro, comprobaron que los graneros no eran inagotables y
que, para servirse de sus granos y de sus frutos, era necesario depositarlos
primero. El alimento comenzó a escasear, y con ello las penurias, la miseria y
el hambre hicieron su aparición.
Recapacitaron
entonces los quichuas, decidiendo volver a trabajar los campos y a sembrarlos.
Pero el
castigo de Inti no había terminado y la tierra, cada vez más reseca y dura, no
se dejaba clavar los útiles con que pretendían labrarla, y así era imposible
poner la semilla. La desolación y la miseria fueron soberanas de ese pueblo
que, en un instante, olvidó las leyes de sus dioses y sus obligaciones con la
vida.
Los animales,
flacos, sin fuerzas, morían en cantidad y parecía mentira que esos campos, que
al presente se asemejaban al más desolado de los páramos, hubieran podido ser,
alguna vez, praderas alegres cubiertas de hierbas y de árboles o de extensas
plantaciones de maíz, en las que los frutos se ofrecían generosos.
Inti al comprobar que el pueblo desagradecido
olvidaba los favores brindados por la Pachamama resolvió castigarlos.
Los niños, pobres víctimas inocentes de los pecados y de
la disipación de los mayores, débiles, flacos, con los rostros macilentos, los
ojos grandes y desorbitados, verdaderos exponentes de miseria y de dolor, sólo
abrían sus bocas resecas para pedir algo que comer. Los más débiles morían sin
que nadie pudiera hacer algo por ellos.
El sol caía a plomo. De una de las casas de piedra que se
hallaban en los alrededores de la población, una mujer salió, corriendo
desesperada.
Era Urpila que, enloquecida porque sus hijos morían de
hambre y de sed , arrepentida de las faltas cometidas en los últimos tiempos,
demostrando a todos su vergüenza, su pecado y su olvido de Inti y de la
Pachamama, corría a la primera apacheta del camino a pedir protección a la Madre
Tierra y a depositar su ofrenda de coca y de llicta, últimas porciones que
había podido conseguir.
Llegó a la apacheta y, casi sin fuerzas, comenzó a
implorar:
Pachamama,
Madre Tierra,
Kusiya...
Kusiya...
Lloró y se
desesperó ante el altar de la diosa, prometiendo enmienda y sacrificios.
Extenuada, sin
fuerzas para continuar, se sentó en el suelo, apoyando su cuerpo cansado en el
tronco de un árbol que crecía a pocos pasos y cuyas ramas secas parecían
retorcerse en el espacio.
Tan grande era
su fatiga, tanta su debilidad, que, vencida, bajó la cabeza y no tardó en
quedarse profundamente dormida.
Tuvo sueños
felices. La Pachamama, valorando su arrepentimiento, llenó su alma de visiones
de esperanza y acercándose a ella, con toda la grandeza que como diosa le
concernía, le habló generosa:
No te
desesperes, mujer. El castigo ha dado sus frutos y el pueblo, arrepentido como
tú misma de su ocio y desenfreno, retornará a su existencia anterior, que es la
justa, la verdadera. La vida renacerá sobre la tierra que volverá a brindar sus
frutos y su belleza.
Cuando
despiertes, y antes de irte, abre tus brazos y recibe las vainas que ha de
regalarte este "Árbol", desde hoy sabrás. Que las coman tus hijos y
los hijos de otras madres, que con ellas calmarán su hambre y apagarán su sed.
Tu humildad y tu arrepentimiento han hecho posible este milagro que Inti
realiza para ti.
Cuando Urpila
despertó, creyó morir, tal era su decepción. El aspecto de la tierra en nada
había variado y la visión había desaparecido.
Se convenció
de que su sueño había sido sólo eso: un sueño. Pero, recapacitando, volvieron a
su mente las palabras de la Pachamama y recordó al "Árbol".
Levantó
entonces sus ojos hacia las ramas que parecían secas, y tal como la diosa lo
anunciara, las vainas doradas se ofrecían a su desesperación como una esperanza
de vida.
Cambió en un
instante su estado de ánimo dándole fuerzas extraordinarias. Se levantó ansiosa
y cortó... cortó los frutos generosos hasta que entre sus brazos no cupieron
más.
Entonces
corrió al pueblo, hizo conocer la nueva y todos se lanzaron a buscar las
milagrosas vainas color castaño, mientras ella repartía entre sus hijos el
tesoro que encerraban sus brazos de madre y que le había concedido la
Pachamama.
El pueblo
volvió a la vida y veneró desde entonces al "Árbol Sagrado" que fue
su salvación y que a partir de ese día les brinda pan y bebida que ellos
reciben como un don.
Ese árbol
venerado es el algarrobo, que tiene la virtud, además de las nombradas, de ser,
en tiempos grandes sequías, el único alimento de los animales.
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