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martes, 25 de septiembre de 2012

EL ALFARERO (Sañu-Camayok)



Su frente ancha, su cabellera crecida, sus ojos hondos, su mirada   dulce.   Una   vincha   de   plata   ataba   sobre   las   sienes   la rebelde cabellera. Sencillo era su traje y apenas en la blanca umpi de lana un dibujo sencillo, orlaba los contornos. Nadie había oído de sus labios una frase. Sólo hablaba a los desdichados para regalarles su bolsa de cancha y sus hojas de coca. Vivía fuera de la   ciudad   en   una   cabaña.   Los   Camayoc   habían   acordado   no ocuparse de él y dejarle hacer su voluntad inofensiva para el orden del imperio. De vez en cuando encargábanle un trabajo o él mismo lo ofrecía de grado para el Inca o para el servicio del Sol.
Las gentes del pueblo lo tenían por loco, su familia no le veía y él huía de todo trato. Trabajaba febrilmente. Veíasele a veces largas horas   contemplando   el   cielo.   Muchos   de   los   pobladores encontrabánle solo, en la selva, cogiendo arcilla de colores u hojas para preparar su pintura, o cargando grandes masas de tierra para su labor. Pero nadie veía sus trabajos.
Nadie jamás había entrado a su cabaña. Una vez un Curaca le mandó a su hijo para que aprendiera a su lado el noble y difícil arte de la alfarería. El muchacho era despierto y alegre. Tenía afán creciente por aprender, y labró su primera obra. Pero cuando más   contento   estaba   el   Curaca,   recibió   un   día   a   su   hijo 217despavorido.   Temblaba   el   niño,   todo   lleno   de   barro,   y   sólo musitaba temeroso y con los ojos desmesurados.
– ¡Supay! ¡Supay! ¡Supay!
Y no quiso volver más a la casa del artista. Porque un día mientras él labraba afuera, mandó al muchacho a sacar un jarrón fresco. El niño, solícito, acudió y en la oscura habitación buscó el objeto   a   tientas.   Pero   he   aquí   que   cuando   menos   pensó, encontróse   con   una   enorme   sombra   y   quiso   salir precipitadamente; sintió sus manos detenidas por un monstruo enorme que luchaba con él. Era una estatua de Supay, que secaba en la habitación. Y el niño, al querer huir, había metido en la fresca arcilla sus manos y a medida que quería desprenderse, más se aprisionaba en el barro y gritaba despavorido y el Supay se derribó y cayó sobre él y llegó el artista y lo liberó.
Desde entonces cortó toda relación con los del pueblo. El mismo se procuraba su alimento. El iba en pos de las frutas del valle, canjeaba a los viajeros huacos por coca, y así vivía, libre como un pajarillo. Un día le envió al Inca una serpiente de barro que silbaba al recibir el agua, y causó tal espanto que el Inca hubo de mandarla al Templo del Sol.
Otro día hizo una danza de la muerte. Cada vez que trabajaba, decían oír gritos de dolor en la covacha, y llegaron a no pasar cerca de sus linderos los traficantes.
Una tarde en que Apumarcu había ido al río en pos de agua para deshacer el barro, sintió tocar una antara en la fronda. Y él nunca   había   oído   dulces   canciones.   Y   poco   a   poco   se   fue acercando y vio a un hombre que sobre una roca, solitario, a la orilla del río, tocaba. Y le habló.
–¿Y quién eres tú que así vienes a estos lugares donde sólo hay un recuerdo que es mío?...
– Yo soy Apumarcu el alfarero .
– Ah hermano, yo soy Yactan Nanay, el que toca el antara…
– ¿Y de qué ayllu eres tú, Yactan Nanay?...
– Yo no tengo Ayllu…Y tu Ayllu ¿cuál es?...
– Mi barro.
Y  desde   entonces   fueron   como   grandes   hermanos.   No   se separaban nunca. Juntos iban en pos de la fruta escondida entre el follaje   rumoroso.   Juntos   pasaban   largas   horas   y   conversaban largamente. Apumarcu le hablaba de las cosas que él nunca había escuchado a nadie. Y Yactan le decía cómo una tarde su amada habríase perdido…
Y le relataba algunos viajes hechos por países desconocidos y le hablaba de sus dudas respecto a la divinidad .Una vez hizo Apumarcu una cabeza del amigo. Ella llevaba consigo porque no era más grande que un puño. Y tanto hablábale de su amada y de tal manera le describía su cara que un día Apumarcu le hizo una cabeza de ella. Y él le explicaba, y el otro realizaba. Y cuando estuvo concluida, Yactan Nanay le dijo:
   Yo   no   tocaré   sino   para   ti,   hermano,   porque      la   has comprendido y me la has devuelto. Creo que el barro en que ella está aquí en tu obra vivirá eternamente. Eres más grande que el Sol porque él la hizo y la llevó, mientras que tú has hecho en dura arcilla y no morirá nunca. Pero yo he perdido a mi amada y ya no puedo ser alegre. Tú que no las has perdido, que no la tienes ¿Por qué eres tan triste?... Tú podías hacer que el Inca te diera por esposa a la más bella dama de la corte… ¿Por qué vives solitario hermano?…
   Yo   siento   que   algo   me   falta…  Yo   siento   una   ansia inexplicable en mi alma… Yo siento que hay algo que yo podría hacer y sé que podría ser feliz… Tengo un incendio en el alma, veo una serie de cosas pero no puedo expresarlas. Tú sufres y cantas en la antara tú dolor y haces llorar a los que te escuchan, pero yo siento, veo, imagino grandes cosas y soy incapaz de realizarlas. ¿Sabes? Yo quisiera pintar la vida tal como la vida es.
Yo quisiera representar en un pequeño trozo lo que ven mis ojos. Aprisionar la naturaleza. Hacer lo que hace el río con los árboles y   con   el   cielo.   Reproducirlos.   Pero   yo   no   puedo;   me   faltan colores, los colores no me dan la idea de lo que yo tengo en el
alma. He ensayado con todos los jugos de las hojas a reproducir un pedazo de la naturaleza, pero me sale muerto. No puedo hacer la 219alegría del bosque, ni la azul belleza del cielo, ni puedo hacer una sonrisa, sino en el tosco barro. ¿Tú no crees que se puede hacer otra naturaleza como la que se ve?... Los hombres del Imperio no comprenden esto. El barro es tosco; yo puedo hacer todo con el barro, pero ¿cómo haría yo a un hombre que pensara, cómo pondría   en   su   cara   la   palidez   del   insomnio?...   ¡Ah,   cuán desgraciado y pequeño soy hermano…!
Y lo llevó hasta su covacha y le mostró un muro en el cual veía, vago y lleno de durezas a trozos, un pedazo de campo. Pero allí faltaba un color… El color de un crepúsculo. El rojo era demasiado rojo. El quería un color como el sol cuando ya se ha ocultado, algo como los pétalos de las florecillas rosadas.
   Esto   no   es,   no   es,   hermano…   Esto   no   es   como   el crepúsculo…
– El crepúsculo sólo lo puede hacer el Sol, hermanito ¿Por qué te empeñas en igualarlo?...
– Yo quiero hacer lo que hace el Sol, lo que hace el día, lo que hace la naturaleza.
Un día Yactan se había alejado en busca de una semilla, que es rosada, para ofrecérsela a Apumarcu. Y cuando volvió por la tarde encontró solo el lugar donde solía estar el artista. Entro hasta su cuarto y no lo encontró.
Un   día  Apumarcu  se   empeñó   en   hacer   sobre   el   muro   los colores de una tarde, de aquella tarde en la cual había visto a Yactan Nanay. Cogió hojas y empezó a restregarlas contra los muros y con unas flores iba dando las notas de color.
– Tráeme hojas y florecillas de molle, le dijo.
A poco volvió.
– Esto no es, no es, hermano… Pero puede ser…
Entonces,   como   poseído   de   una   fuerza   extraña,   empezó   a restregar febrilmente contra el muro los diversos colores, y en su rostro iba creciendo una extraña fiebre, y trabajaba cálidamente y seguía copiando la luz y el paisaje que por la ventana veía. De pronto se detuvo. Faltaba algo, un algo sólo, un tono, un color que él no tenía; ¿cómo hallarlo? Sacó un cuchillo de chilliza y apasionadamente se cortó el puño y surgió la sangre con el agua  de un vaso y vio el color que le faltaba y siguió poniendo las notas hasta que cayó exámine sobre su lecho.
Cuando Yactan Nanay volvió, encontró a Apumarcu tendido sobre el lecho, la sangre coagulada y morada había hecho un pequeño lago en la tierra, y en el muro vio el paisaje de la última
tarde. Besó  su   frente   y   llorando,   tocó   a   sus   pies  la   canción   del crepúsculo. El oro del Sol caía por la ventana estrecha y se desleía en la ropa del artista, en cuyo rostro anguloso había un tono verde y en cuyos ojos señoreaba esa humedad trágica de los ojos que ya no tienen vida. A sus pies encontró Yactan Nanay una cabecita de barro con la imagen del amigo muerto. Y siguió tocando, tocando, hasta que la noche cayó, como una sola sombra inerte sobre el mundo silencioso.
ABRAHAM VALDELOMAR

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