En Sevilla, en el mismo atrio
de Santa Inés, y mientras esperaba que comenzase la Misa del Gallo, oí esta
tradición a una demandadera del convento.
Como era natural, después de
oírla, aguardé impaciente que comenzara la ceremonia, ansioso de asistir a un
prodigio.
Nada menos prodigioso, sin
embargo, que el órgano de Santa Inés, ni nada más vulgar que los insulsos
motetes que nos regaló su organista aquella noche.
Al salir de la Misa, no pude
por menos de decirle a la demandadera con aire de burla:
-¿En qué consiste que el
órgano de maese Pérez suena ahora tan mal?
-¡Toma! -me contestó la vieja-,
en que ese no es el suyo.
-¿No es el suyo? ¿Pues qué ha
sido de él?
-Se cayó a pedazos de puro
viejo, hace una porción de años.
-¿Y el alma del organista?
-No ha vuelto a parecer desde
que colocaron el que ahora les sustituye.
Si a alguno de mis lectores
se les ocurriese hacerme la misma pregunta, después de leer esta historia, ya
sabe el por qué no se ha continuado el milagroso portento hasta nuestros días.
I
-¿Veis ese de la capa roja y
la pluma blanca en el fieltro, que parece que trae sobre su justillo todo el
oro de los galeones de Indias; aquél que baja en este momento de su litera para
dar la mano a esa otra señora que, después de dejar la suya, se adelanta hacia
aquí, precedida de cuatro pajes con hachas? Pues ese es el Marqués de Moscoso,
galán de la condesa viuda de Villapineda. Se dice que antes de poner sus ojos
sobre esta dama, había pedido en matrimonio a la hija de un opulento señor; mas
el padre de la doncella, de quien se murmura que es un poco avaro... Pero,
¡calle!, en hablando del ruin de Roma, cátale aquí que asoma. ¿Veis aquél que
viene por debajo del arco de San Felipe, a pie, embozado en una capa oscura, y
precedido de un solo criado con una linterna? Ahora llega frente al retablo.
¿Reparasteis, al desembozarse
para saludar a la imagen, la encomienda que brilla en su pecho?
A no ser por ese noble
distintivo, cualquiera le creería un lonjista de la calle de Culebras... Pues
ese es el padre en cuestión; mirad cómo la gente del pueblo le abre paso y le
saluda.
Toda Sevilla le conoce por su
colosal fortuna. El sólo tiene más ducados de oro en sus arcas que soldados
mantiene nuestro señor el rey Don Felipe; y con sus galeones podría formar una
escuadra suficiente a resistir a la del Gran Turco...
Mirad, mirad ese grupo de
señores graves: esos son los caballeros veinticuatros. ¡Hola, hola! También
está el flamencote, a quien se dice que no han echado ya el guante los señores
de la cruz verde, merced a su influjo con los magnates de Madrid... Éste, no
viene a la iglesia más que a oír música... No, pues si maese Pérez no le
arranca con su órgano lágrimas como puños, bien se puede asegurar que no tiene
su alma en su almario, sino friéndose en las calderas de Pero Botero...
¡Ay vecina! Malo... malo... presumo que vamos a tener
jarana; yo me refugio en la iglesia; pues por lo que veo, aquí van a andar más
de sobra los cintarazos que los Paternóster. -Mirad, Mirad; las gentes
del duque de Alcalá doblan. la esquina de la Plaza de San Pedro, y por el
callejón de las Dueñas se me figura que he columbrado a las del de
Medinasidonia. ¿No os lo dije?
Ya se han visto, ya se
detienen unos y otros, sin pasar de sus puestos... los grupos se disuelven...
los ministriles, a quienes en- estas ocasiones apalean amigos y enemigos, se
retiran... hasta el señor asistente, con su vara y todo, se refugia en el
atrio... y luego dicen que hay justicia.
Para los pobres...
Vamos, vamos, ya brillan los
broqueles en la oscuridad... ¡Nuestro Señor del Gran Poder nos asista! Ya
comienzan los golpes...; ¡vecina! ¡vecina!, aquí... antes que cierren las
puertas. Pero ¡calle! ¿Qué es eso? Aún no han comenzado cuando lo dejan. ¿Qué
resplandor es aquél?... ¡Hachas encendidas! ¡Literas! Es el señor obispo.
La Virgen Santísima del
Amparo, a quien invocaba ahora mismo con el pensamiento, lo trae en mi ayuda...
¡Ay! ¡Si nadie sabe lo que yo debo a esta Señora!... ¡Con cuánta usura me paga
las candelillas que le enciendo los sábados!... Vedlo, qué hermosote está con
sus hábitos morados y su birrete rojo... Dios le conserve en su silla tantos
siglos como yo deseo de vida para mí. Si no fuera por él, media Sevilla hubiera
ya ardido con estas disensiones de los duques. Vedlos, vedlos, los hipocritones,
cómo se acercan ambos a la litera del prelado para besarle el anillo... Cómo le
siguen y le acompañan, confundiéndose con sus familiares. Quién diría que esos
dos que parecen tan amigos, si dentro de media hora se encuentran en una calle
oscura... es decir, ¡ellos... ellos!... Líbreme Dios de creerlos cobardes;
buena muestra han dado de sí, peleando en algunas ocasiones contra los enemigos
de Nuestro Señor... Pero es la verdad, que si se buscaran... y si se buscaran
con ganas de encontrarse, se encontrarían, poniendo fin de una vez a estas
continuas reyertas, en las cuales los que verdaderamente baten el cobre de
firme son sus deudos, sus allegados y su servidumbre.
Pero vamos, vecina, vamos a
la iglesia, antes que se ponga de bote en bote... que algunas noches como ésta
suele llenarse de modo que no cabe ni un grano de trigo... Buena ganga tienen
las monjas con su organista... ¿Cuándo se ha visto el convento tan favorecido
como ahora?... De las otras comunidades, puedo decir que le han hecho a Maese
Pérez proposiciones magníficas; verdad que nada tiene de extraño, pues hasta el
señor arzobispo le ha ofrecido montes de oro por llevarle a la catedral... Pero
él, nada... Primero dejaría la vida que abandonar su órgano favorito... ¿No
conocéis a maese Pérez? Verdad es que sois nueva en el barrio... Pues es un
santo varón; pobre, sí, pero limosnero cual no otro... Sin más parientes que su
hija ni más amigo que su órgano, pasa su vida entera en velar por la inocencia
de la una: y componer los registros del otro... ¡Cuidado que el órgano es
viejo!... Pues nada, él se da tal maña en arreglarlo y cuidarlo, que suena que
es una maravilla... Como le conoce de tal modo, que a tientas... porque no sé
si os lo he dicho, pero el pobre señor es ciego de nacimiento... Y ¡con qué
paciencia lleva su desgracia!... Cuando le preguntan que cuánto daría por ver,
responde: Mucho, pero no tanto como creéis, porque tengo esperanzas.
-¿Esperanzas de ver? -Sí, y muy pronto -añade sonriéndose como un ángel-; ya
cuento setenta y seis años; por muy larga que sea mi vida, pronto veré a
Dios...
¡Pobrecito! Y sí lo verá...
porque es humilde como las piedras de la calle, que se dejan pisar de todo el
mundo... Siempre dice que no es más que un pobre organista de convento, y puede
dar lecciones de solfa al mismo maestro de capilla de la Primada; como que echó
los dientes en el oficio... Su padre tenía la misma profesión que él; yo no le
conocí, pero mi señora madre, que santa gloria haya, dice que le llevaba
siempre al órgano consigo para darle a los fuelles. Luego, el muchacho mostró
tales disposiciones que, como era natural, a la muerte de su padre heredó el
cargo... ¡Y qué manos tiene! Dios se las bendiga. Merecía que se las llevaran a
la calle de Chicarreros y se las engarzasen en oro... Siempre toca bien,
siempre, pero en semejante noche como ésta es un prodigio... Él tiene una gran
devoción por esta ceremonia de la Misa del Gallo, y cuando levantan la Sagrada
Forma al punto y hora de las doce, que es cuando vino al mundo Nuestro Señor
Jesucristo... las voces de su órgano son voces de ángeles...
En fin, ¿para qué tengo de
ponderarle lo que esta noche oirá? Baste el ver cómo todo lo demás florido de
Sevilla, hasta el mismo señor arzobispo, vienen a un humilde convento para
escucharle: y no se crea que sólo la gente sabida y a la que se le alcanza esto
de la solfa conocen su mérito, sino que hasta el populacho. Todas esas bandadas
que veis llegar con teas encendidas entonando villancicos con gritos
desaforados al compás de los panderos, las sonajas y las zambombas, contra su
costumbre, que es la de alborotar las iglesias, callan como muertos cuando pone
maese Pérez las manos en el órgano... y cuando alzan... cuando alzan no se
siente una mosca... de todos los ojos caen lagrimones tamaños, y al concluir se
oye como un suspiro inmenso, que no es otra cosa que la respiración de los
circunstantes, contenida mientras dura la música... Pero vamos, vamos, ya han
dejado de tocar las campanas, y va a comenzar la Misa, vamos adentro...
Para todo el mundo es esta
noche Noche-Buena, pero para nadie mejor que para nosotros.
Esto diciendo, la buena mujer
que había servido de cicerone a su vecina, atravesó el atrio del convento de
Santa Inés, y codazo en éste, empujón en aquél, se internó en el templo,
perdiéndose entre la muchedumbre que se agolpaba en la puerta.
II
La iglesia estaba iluminada con una profusión
asombrosa. El torrente de luz que se desprendía de los altares para llenar sus
ámbitos, chispeaba en los ricos joyeles de las damas que, arrodillándose sobre
los cojines de terciopelo que tendían los pajes y tomando el libro de oraciones
de manos de las dueñas, vinieron a formar un brillante círculo alrededor de la
verja del presbiterio. Junto a aquella verja, de pie, envueltos en sus capas de
color galoneadas de oro, dejando entrever con estudiado descuido las
encomiendas rojas y verdes, en la una mano el fieltro, cuyas plumas besaban los
tapices, la otra sobre los bruñidos gavilanes del estoque o acariciando el pomo
del cincelado puñal, los caballeros veinticuatros, con gran parte de lo mejor
de la nobleza sevillana, parecían formar un muro, destinado a defender a sus
hijas y a sus esposas del contacto de la plebe. Ésta, que se agitaba en el
fondo de las naves, con un rumor parecido al del mar cuando se alborota,
prorrumpió en una aclamación de júbilo, acompañada del discordante sonido de
las sonajas y los panderos, al mirar aparecer al arzobispo, el cual, después de
sentarse junto al altar mayor bajo un solio de grana que rodearon sus
familiares, echó por tres veces la bendición al pueblo.
Era la hora de que comenzase
la Misa.
Transcurrieron, sin embargo,
algunos minutos sin que el celebrante apareciese. La multitud comenzaba a
rebullirse, demostrando su impaciencia; los caballeros cambiaban entre sí
algunas palabras a media voz, y el arzobispo mandó a la sacristía a uno de sus
familiares a inquirir el por qué no comenzaba la ceremonia.
-Maese Pérez se ha puesto
malo, muy malo, y será imposible que asista esta noche a la Misa de media
noche.
Ésta fue la respuesta del
familiar.
La noticia cundió
instantáneamente entre la muchedumbre. Pintar el efecto desagradable que causó
en todo el mundo, sería cosa imposible; baste decir que comenzó a notarse tal
bullicio en el templo, que el asistente se puso de pie y los alguaciles
entraron a imponer silencio, confundiéndose entre las apiñadas olas de la
multitud.
En aquel momento, un hombre
mal trazado, seco huesudo y bisojo por añadidura, se adelantó hasta el sitio
que ocupaba el prelado.
-Maese Pérez está enfermo
-dijo-; la ceremonia no puede empezar. Si queréis, yo tocaré el órgano en su
ausencia; que ni maese Pérez, es el primer organista del mundo, ni a su muerte
dejará de usarse este instrumento por falta de inteligente.
El arzobispo hizo una señal
de asentimiento con la cabeza, y ya algunos de los fieles que conocían a aquel
personaje extraño por un organista envidioso, enemigo del de Santa Inés,
comenzaban a prorrumpir en exclamaciones de disgusto, cuando de improviso se
oyó en el atrio un ruido espantoso.
-¡Maese Pérez está aquí!...
¡Maese Pérez está aquí!...
A estas voces de los que
estaban apiñados en la puerta, todo el mundo volvió la cara.
Maese Pérez, pálido y desencajado,
entraba en efecto en la iglesia, conducido en un sillón, que todos se
disputaban el honor de llevar en sus hombros.
Los preceptos de los
doctores, las lágrimas de su hija, nada había sido bastante a detenerle en el
lecho.
-No -había dicho-; ésta es la
última, lo conozco, lo conozco, y no quiero morir sin visitar mi órgano, y esta
noche sobre todo, la Noche-Buena. Vamos, lo quiero, lo mando; vamos a la
iglesia.
Sus deseos se habían
cumplido; los concurrentes le subieron en brazos a la tribuna, y comenzó la
Misa.
En aquel punto sonaban las
doce en el reloj de la catedral.
Pasó el introito y el
Evangelio y el ofertorio, y llegó el instante solemne en que el sacerdote,
después de haberla consagrado, toma con la extremidad de sus dedos la Sagrada
Forma y comienza a elevarla.
Una nube de incienso que se
desenvolvía en ondas azuladas llenó el ámbito de la iglesia; las campanillas
repicaron con un sonido vibrante, y maese Pérez puso sus crispadas manos sobre
las teclas del órgano.
Las cien voces de sus tubos
de metal resonaron en un acorde majestuoso y prolongado, que se perdió poco a
poco, como si una ráfaga de aire hubiese arrebatado sus últimos ecos.
A este primer acorde, que
parecía una voz que se elevaba desde la tierra al cielo, respondió otro lejano
y suave que fue creciendo, creciendo, hasta convertirse en un torrente de
atronadora armonía.
Era la voz de los ángeles que
atravesando los espacios, llegaba al mundo.
Después comenzaron a oírse
como unos himnos distantes que entonaban las jerarquías de serafines; mil
himnos a la vez, que al confundirse formaban uno solo, que, no obstante, era no
más el acompañamiento de una extraña melodía, que parecía flotar sobre aquel
océano de misteriosos ecos, como un jirón de niebla sobre las olas del mar.
Luego fueron perdiéndose unos
cantos, después otros; la combinación se simplificaba. Ya no eran más que dos
voces, cuyos ecos se confundían entre sí; luego quedó una aislada, sosteniendo
una nota brillante como un hilo de luz... El sacerdote inclinó la frente, y por
encima de su cabeza cana y como a través de una gasa azul que fingía el humo
del incienso, apareció la Hostia a los ojos de los fieles. En aquel instante la
nota que maese Pérez sostenía trinando, se abrió, se abrió, y una explosión de
armonía gigante estremeció la iglesia, en cuyos ángulos zumbaba el aire
comprimido, y cuyos vidrios de colores se estremecían en sus angostos ajimeces.
De cada una de las notas que formaban aquel magnífico
acorde, se desarrolló un tema; y unos cerca, otros lejos, éstos brillantes,
aquéllos sordos, diríase que las aguas y los pájaros, las brisas y las frondas,
los hombres y los ángeles, la tierra y los cielos, cantaban cada cual en su
idioma un himno al nacimiento del Salvador.
La multitud escuchaba atónica
y suspendida. En todos los ojos había una lágrima, en todos los espíritus un
profundo recogimiento.
El sacerdote que oficiaba
sentía temblar sus manos, porque Aquél que levantaba en ellas, Aquél a quien
saludaban hombres y arcángeles era su Dios, era su Dios, y le parecía haber
visto abrirse los cielos y transfigurarse la Hostia.
El órgano proseguía sonando;
pero sus voces se apagaban gradualmente, como una voz que se pierde de eco en
eco y se aleja y se debilita al alejarse, cuando de pronto sonó un grito en la
tribuna, un grito desgarrador, agudo, un grito de mujer.
El órgano exhaló un sonido
discorde y extraño, semejante a un sollozo, y quedó mudo.
La multitud se agolpó a la
escalera de la tribuna, hacia la que, arrancados de su éxtasis religioso,
volvieron la mirada con ansiedad todos los fieles.
-¿Qué ha sucedido? ¿Qué pasa?
-se decían unos a otros, y nadie sabía responder, y todos se empeñaban en
adivinarlo, y crecía la confusión, y el alboroto comenzaba a subir de punto,
amenazando turbar el orden y el recogimiento propios de la iglesia.
-¿Qué ha sido eso?
-preguntaban las damas al asistente, que precedido de los ministriles, fue uno
de los primeros a subir a la tribuna, y que, pálido y con muestras de profundo
pesar, se dirigía al puesto en donde le esperaba el arzobispo, ansioso, como
todos, por saber la causa de aquel desorden.
-¿Qué hay?
-Que maese Pérez acaba de
morir.
En efecto, cuando los
primeros fieles, después de atropellarse por la escalera, llegaron a la
tribuna, vieron al pobre organista caído de boca sobre las teclas de su viejo
instrumento, que aún vibraba sordamente, mientras su hija, arrodillada a sus
pies, le llamaba en vano entre suspiros y sollozos.
III
-Buenas noches, mi señora
doña Baltasara, ¿también usarced viene esta noche a la Misa del Gallo? Por mi
parte tenía hecha intención de irla a oír a la parroquia; pero lo que sucede...
¿Dónde va Vicente? Donde va la gente. Y eso que, si he de decir la verdad,
desde que murió maese Pérez parece que me echan una losa sobre el corazón
cuando entro en Santa Inés... ¡Pobrecito! ¡Era un Santo!... Yo de mí sé decir
que conservo un pedazo de su jubón como una reliquia, y lo merece..., pues, en
Dios y en mi ánima, que si el señor arzobispo tomara mano en ello, es seguro
que nuestros nietos le verían en los altares... Mas ¡cómo ha de ser!... A
muertos y a idos, no hay amigos... Ahora lo que priva es la novedad... ya me
entiende usarced. ¡Qué! ¿No sabe nada de lo que pasa? Verdad que nosotras nos
parecemos en eso: de nuestra casita a la iglesia, y de la iglesia a nuestra
casita, sin cuidarnos de lo que se dice o déjase de decir...; sólo que yo,
así... al vuelo... una palabra de acá, otra de acullá... sin ganas de enterarme
siquiera, suelo estar al corriente de algunas novedades.... Pues, sí, señor;
parece cosa hecha que el organista de San Román, aquel bisojo, que siempre está
echando pestes de los otros organistas; perdulariote, que más parece jifero de
la puerta de la Carne que maestro de solfa, va a tocar esta Noche-Buena en
lugar de Maese Pérez. Ya sabrá usarced, porque esto lo ha sabido todo el mundo
y es cosa pública en Sevilla, que nadie quería comprometerse a hacerlo. Ni aun
su hija, que es profesora, y después de la muerte de su padre entró en el
convento de novicia. Y era natural: acostumbrados a oír aquellas maravillas,
cualquiera otra cosa había de parecernos mala, por más que quisieran evitarse
las comparaciones. Pues cuando ya la comunidad había decidido que, en honor del
difunto y como muestra de respeto a su memoria, permanecería callado el órgano
en esta noche, hete aquí que se presenta nuestro hombre, diciendo que él se
atreve a tocarlo... No hay nada más atrevido que la ignorancia... Cierto que la
culpa no es suya, sino de los que le consienten esta profanación...; pero así
va el mundo... y digo... no es cosa la gente que acude... cualquiera diría que nada
ha cambiado desde un año a otro. Los mismos personajes, el mismo lujo, los
mismos empellones en la puerta, la misma animación en el atrio, la misma
multitud en el templo... ¡Ay si levantara la cabeza el muerto! Se volvía a
morir por no oír su órgano tocado por manos semejantes. Lo que tiene que, si es
verdad lo que me han dicho las gentes del barrio, le preparan una buena al
intruso. Cuando llegue el momento de poner la mano sobre las teclas, va a
comenzar una algarabía de sonajas, panderos y zambombas que no hay más que
oír... Pero, ¡calle!, ya entra en la iglesia el héroe de la función. ¡Jesús,
qué ropilla de colorines, qué gorguera de cañutos, qué aire de personaje!
Vamos, vamos, que ya hace rato que llegó el arzobispo, y va a comenzar la
Misa...; vamos, que me parece que esta noche va a darnos que contar para muchos
días.
Esto diciendo la buena mujer,
que ya conocen nuestros lectores por sus ex abruptos de locuacidad, penetró en
Santa Inés, abriéndose, según costumbre un camino entre la multitud a fuerza de
empellones y codazos.
Ya se había dado principio a
la ceremonia.
El templo estaba tan
brillante como el año anterior.
El nuevo organista, después
de atravesar por en medio de los fieles que ocupaban las naves para ir a besar
el anillo del prelado, había subido a la tribuna, donde tocaba unos tras otros
los registros del órgano, con una gravedad tan afectada como ridícula.
Entre la gente menuda que se
apiñaba
a los pies de la iglesia se oía un rumor sordo y
confuso, cierto presagio de que la tempestad comenzaba a fraguarse y no
tardaría mucho en dejarse sentir.
-Es un truhán, que por no
hacer nada bien, ni aun mira a derechas -decían los unos.
-Es un ignorantón que,
después de haber puesto el órgano de su parroquia peor que una carraca, viene a
profanar el de maese Pérez -decían los otros.
Y mientras éste se
desembarazaba del capote para prepararse a darle de firme a su pandero, y aquél
apercibía sus sonajas, y todos se disponían a hacer bulla a más y mejor, sólo
alguno que otro se aventuraba a defender tibiamente al extraño personaje, cuyo
porte orgulloso y pendantesco hacía tan notable contraposición con la modesta
apariencia y la afable bondad del difunto maese Pérez.
Al fin llegó el esperado
momento, el momento solemne en que el sacerdote, después de inclinarse y
murmurar algunas palabras santas, tomó la Hostia en sus manos... Las
campanillas repicaron, semejando su repique una lluvia de notas de cristal; se
elevaron las diáfanas ondas de incienso, y sonó el órgano.
Una estruendoso algarabía
llegó los ámbitos de la iglesia en aquel instante y ahogó su primer acorde.
Zampoñas, gaitas, sonajas,
panderos, todos los instrumentos del populacho, alzaron sus discordantes voces
a la vez; pero la confusión y el estrépito sólo duró algunos segundos. Todos a
la vez, como habían comenzado, enmudecieron de pronto.
El segundo acorde, amplio,
valiente, magnífico, se sostenía aún brotando de los tubos de metal del órgano,
como una cascada de armonía inagotable y sonora.
Cantos celestes como los que
acarician los oídos en los momentos de éxtasis; cantos que percibe el espíritu
y no los puede repetir el labio; notas sueltas de una melodía lejana, que
suenan a intervalos traídas en las ráfagas del viento; rumor de hojas que se
besan en los árboles con un murmullo semejante al de la lluvia; trinos de
alondras que se levantan gorjeando de entre las flores como una saeta despedida
a las nubes; estruendos sin nombre, imponentes como los rugidos de una
tempestad; coros de serafines sin ritmo ni cadencia, ignota música del cielo
que sólo la imaginación comprende; himnos alados, que parecían remontarse al
trono del Señor como una tromba de luz y de sonidos... todo lo expresaban las
cien voces del órgano, con más pujanza, con más misteriosa poesía, con más
fantástico color que lo habían expresado nunca.
Cuando el organista bajó de
la tribuna, la muchedumbre que se agolpó a la escalera fue tanta y tanto su
afán por verle y admirarle, que el asistente, temiendo, no sin razón, que le
ahogaran entre todos, mandó a algunos de sus ministriles para que, vara en
mano, le fueran abriendo camino hasta llegar al altar mayor, donde el prelado
le esperaba.
-Ya veis -le dijo este último
cuando le trajeron a su presencia; vengo desde mi palacio aquí sólo por
escucharos. ¿Seréis tan cruel como maese Pérez, que nunca quiso excusarme el
viaje, tocando la Noche-Buena en la Misa de la catedral?
-El año que viene -respondió
el organista-, prometo daros gusto, pues por todo el oro de la tierra no
volvería a tocar este órgano.
-¿Y por qué? -interrumpió el
prelado.
-Porque... -añadió el
organista, procurando dominar la emoción que se revelaba en la palidez de su
rostro- porque es viejo y malo, y no puede expresar todo lo que se quiere.
El arzobispo se retiró,
seguido de sus familiares. Unas tras otras, las literas de los señores fueron
desfilando y perdiéndose en las revueltas de las calles vecinas; los grupos del
atrio se disolvieron, dispersándose los fieles en distintas direcciones; y ya
la demandadera se disponía a cerrar las puertas de la entrada del atrio, cuando
se divisaban aún dos mujeres que, después de persignarse y murmurar una oración
ante el retablo del arco de San Felipe, prosiguieron su camino, internándose en
el callejón de las Dueñas.
-¿Qué quiere usarced, mi
señora doña Baltasara? -decía la una-, yo soy de este genial. Cada loco con su
tema... Me lo habían de asegurar capuchinos descalzos y no lo creería del
todo... Ese hombre no puede haber tocado lo que acabamos de escuchar... Si yo
lo he oído mil veces en San Bartolomé, que era su parroquia, y de donde tuvo
que echarle el señor cura por malo, y era cosa de taparse los oídos con
algodones... Y luego, si no hay más que mirarle al rostro, que según dicen, es
el espejo del alma... Yo me acuerdo, pobrecito, como si lo estuviera viendo, me
acuerdo de la cara de maese Pérez, cuando en semejante noche como ésta bajaba
de la tribuna, después de haber suspendido al auditorio con sus primores...
¡Qué sonrisa tan bondadosa, qué color tan animado!... Era viejo y parecía un
ángel... no que éste ha bajado las escaleras a trompicones, como sí le ladrase
un perro en la meseta, y con un color de difunto y unas... Vamos mi señora doña
Baltasara, creame usarced, y creame con todas veras... yo sospecho que aquí hay
busilis...
Comentando las últimas
palabras, las dos mujeres doblaban la esquina del callejón y desaparecían.
Creemos inútil decir a
nuestros lectores quién era una de ellas.
IV
Había transcurrido un año
más. La abadesa del convento de Santa Inés y la hija de maese Pérez hablaban en
voz baja, medio ocultas entre las sombras del coro de la iglesia. El esquilón
llamaba a voz herida a los fieles desde la torre, y alguna que otra rara
persona atravesaba el atrio, silencioso y desierto esta vez, y después de tomar
el agua bendita en la puerta, escogía
un puesto en un rincón de las naves, donde unos
cuantos vecinos del barrio esperaban tranquilamente que comenzara la Misa del
Gallo.
-Ya lo veis -decía la
superiora-, vuestro temor es sobremanera pueril; nadie hay en el templo; toda
Sevilla acude en tropel a la catedral esta noche. Tocad vos el órgano y tocadle
sin desconfianza de ninguna clase; estaremos en comunidad... Pero... proseguís
callando, sin que cesen vuestros suspiros. ¿Qué os pasa? ¿Qué tenéis?
-Tengo... miedo -exclamó la
joven con un acento profundamente conmovido.
-¡Miedo! ¿De qué?
-No sé... de una cosa
sobrenatural... Anoche, mirad, yo os había oído decir que teníais empeño en que
tocase el órgano en la Misa, y ufana con esta distinción pensé arreglar sus
registros y templarle, al fin de que hoy os sorprendiese... Vine al coro...
sola... abrí la puerta que conduce a la tribuna... En el reloj de la catedral
sonaba en aquel momento una hora... no sé cuál... Pero las campanas eran
tristísimas y muchas... muchas... estuvieron sonando todo el tiempo que yo
permanecí como clavada en el dintel, y aquel tiempo me pareció un siglo.
La iglesia estaba desierta y
oscura... Allá lejos, en el fondo, brillaba como una estrella perdida en el
cielo de la noche una luz muribunda... la luz de la lámpara que arde en el
altar mayor... A sus reflejos debilísimos, que sólo contribuían a hacer más
visible todo el profundo horror de las sombras, vi... le vi, madre, no lo
dudéis, vi a un hombre que en silencio y vuelto de espaldas hacia el sitio en
que yo estaba recorría con una mano las teclas del órgano, mientras tocaba con
la otra sus registros... y el órgano sonaba; pero sonaba de una manera
indescriptible. Cada una de sus notas parecía un sollozo ahogado dentro del
tubo de metal, que vibraba con el aire comprimido en su hueco, y reproducía el tono
sordo, casi imperceptible, pero justo.
Y el reloj de la catedral
continuaba dando la hora, y el hombre aquel proseguía recorriendo las teclas.
Yo oía hasta su respiración.
El horror había helado la
sangre de mis venas; sentía en mi cuerpo como un frío glacial y en mis sienes
fuego... Entonces quise gritar, pero no pude. El hombre aquel había vuelto la
cara y me había mirado.., digo mal, no me había mirado, porque era ciego...
¡Era mi padre!
¡Bah!, hermana, desechad esas
fantasías con que el enemigo malo procura turbar las imaginaciones débiles...
Rezad un Paternóster y un Avemaría al arcángel San Miguel, jefe
de las milicias celestiales, para que os asista contra los malos espíritus.
Llevad al cuello un escapulario tocado en la reliquia de San Pacomio, abogado
contra las tentaciones, y marchad, marchad a ocupar la tribuna del órgano; la
Misa va a comenzar, y ya esperan con impaciencia los fieles... Vuestro padre
está en el cielo, y desde allí, antes que daros sustos, bajará a inspirar a su
hija en esta ceremonía solemne, para el objeto de tan especial devoción.
La priora fue a ocupar su
sillón en el coro en medio de la Comunidad. La hija de maese Pérez abrió con
mano temblorosa la puerta de la tribuna para sentarse en el banquillo del
órgano, y comenzó la Misa.
Comenzó la Misa y prosiguió
sin que ocurriese nada de notable hasta que llegó la consagración. En aquel
momento sonó el órgano, y al mismo tiempo que el órgano un grito de la hija de
maese Pérez.
La superiora, las monjas y
algunos de los fieles corrieron a la tribuna.
¡Miradle! ¡Miradle! -decía la
joven fijando sus desencajados ojos en el banquillo, de donde se había
levantado asombrada para agarrarse con sus manos convulsas al barandal de la tribuna.
Todo el mundo fijó sus
miradas en aquel punto. El órgano estaba solo, y no obstante, el órgano seguía
sonando... sonando como sólo los arcángeles podrían imitarlo en sus raptos de
místico alborozo.
-¡No os lo dije yo una y mil
veces, mi señora doña Baltasara, no os lo dije yo!... ¡Aquí hay busilis! Oídlo;
¡qué!, ¿no estuvisteis anoche en la Misa del Gallo? Pero, en fin, ya sabréis lo
que pasó. En toda Sevilla no se habla de otra cosa... El señor arzobispo está
hecho y con razón una furia... Haber dejado de asistir a Santa Inés; no haber
podido presenciar el portento... y ¿para qué?, para oír una cencerrada; porque
personas que lo oyeron dicen que lo que hizo el dichoso organista de San
Bartolomé en la catedral no fue otra cosa... -Si lo decía yo. Eso no puede
haberlo tocado el bisojo, mentira... aquí hay busilis, y el busilis era, en
efecto, el alma de maese Pérez.
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