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sábado, 20 de octubre de 2012

LA CUCHARADA ESTRECHA

Un  fama  descubrió  que  la  virtud  era  un  microbio  redondo  y  lleno  de  patas. Instantáneamente dio a beber una gran cucharada de virtud a su suegra. El resultado fue horrible: esta señora renunció a sus comentarios mordaces, fundó un club para la protección de alpinistas extraviados, y en menos de dos meses se condujo de manera tan ejemplar que los defectos de su hija, hasta entonces inadvertidos, pasaron a primer plano con gran sobresalto y estupefacción del fama. No le quedó más remedio que dar una  cucharada  de  virtud  a  su  mujer,  la  cual  lo  abandonó  esa  misma  noche  por encontrarlo grosero, insignificante, y en un todo diferente de los arquetipos morales que flotaban rutilando ante sus ojos.
El fama lo pensó largamente, y al final se tomó un frasco de virtud. Pero lo mismo sigue viviendo solo y triste. Cuando se cruza en la calle con su suegra o su mujer, ambos se saludan respetuosamente y desde lejos. No se atreven ni siquiera a hablarse, tanta es su respectiva perfección y el miedo que tienen de contaminarse.
JULIO CORTÁZAR

EL PODER DE LAS PALABRAS



Oinos.—Perdona, Agathos, la flaqueza de un espíritu al que acaban de brotarle las alas de la inmortalidad.
Agathos.—Nada has dicho, Oinos mío, que requiera ser perdonado. Ni siquiera aquí el conocimiento es cosa de intuición. En cuanto a la sabiduría, pide sin reserva a los ángeles que te sea concedida.
Oinos.  —Pero  yo  imaginé  que  en  esta  existencia  todo  me  sería  dado  a  conocer  al mismo tiempo, y que alcanzaría así la felicidad por conocerlo todo.
Agathos.—¡Ah,  la  felicidad  no  está  en  el  conocimiento,  sino  en  su  adquisición!  La beatitud  eterna  consiste  en  saber  más  y  más;  pero  saberlo  todo  sería  la  maldición  de  un demonio.
Oinos.—El Altísimo, ¿no lo sabe todo?
Agathos.—Eso  (puesto  que  es  el  Muy  Bienaventurado)  debe  ser  aún  la  única  cosa desconocida hasta para Él.
Oinos. —Sin embargo, puesto que nuestro saber aumenta de hora en hora, ¿no llegarán por fin a ser conocidas todas las cosas?
Agathos.—¡Contempla  las  distancias  abismales!  Trata  de  hacer  llegar  tu  mirada  a  la múltiple perspectiva de las estrellas, mientras erramos lentamente entre ellas... ¡Más allá, siempre más allá! Aun la visión espiritual, ¿no se ve detenida por las continuas paredes de oro del universo, las paredes constituidas por las miríadas de esos resplandecientes cuerpos que el mero número parece amalgamar en una unidad?
Oinos.—Claramente percibo que la infinitud de la materia no es un sueño.
Agathos.—No hay sueños en el Aidenn 3 , pero se susurra aquí que la única finalidad de esta infinitud de materia es la de proporcionar infinitas fuentes donde el alma pueda calmar la sed de saber que jamás se agotará en ella, ya que agotarla sería extinguir el alma misma.
Interrógame, pues, Oinos mío, libremente y sin temor. ¡Ven!, dejaremos a nuestra izquierda la intensa armonía de las Pléyades, lanzándonos más allá del trono a las estrelladas praderas allende Orión, donde, en lugar de violetas, pensamientos y trinitarias, hallaremos macizos de soles triples y tricolores.
Oinos.—Y ahora, Agathos, mientras avanzamos, instrúyeme. ¡Háblame con los acentos familiares de la tierra! No he comprendido lo que acabas de insinuar sobre los modos o los procedimientos de aquello que, mientras éramos mortales, estábamos habituados a llamar Creación. ¿Quieres decir que el Creador no es Dios?
Agathos. —Quiero decir que la Deidad no crea.
Oinos.—¡Explícate!
Agathos.—Solamente creó en el comienzo. Las aparentes criaturas que en el universo
surgen ahora perpetuamente a la existencia sólo pueden ser consideradas como el resultado
mediato o indirecto, no como el resultado directo o inmediato del poder creador divino.
Oinos.  —Entre  los  hombres,  Agathos  mío,  esta  idea  sería  considerada  altamente
herética.
Agathos. —Entre los ángeles, Oinos mío, se sabe que es sencillamente la verdad.
Oinos.—Alcanzo a comprenderte hasta este punto: que ciertas operaciones de lo que denominamos Naturaleza o leyes naturales darán lugar, bajo ciertas condiciones, a aquello que tiene todas las apariencias de creación. Muy poco antes de la destrucción final de la tierra  recuerdo  que  se  habían  efectuado  afortunados  experimentos,  que  algunos  filósofos denominaron torpemente creación de animálculos.
Agathos.—Los casos de que hablas fueron ejemplos de creación secundaria, de la única especie  de  creación  que  hubo  jamás  desde  que  la  primera  palabra  dio  existencia  a  la primera ley.
Oinos.—Los mundos estrellados que surgen hora a hora en los cielos, procedentes de los abismos del no ser, ¿no son, Agathos, la obra inmediata de la mano del Rey?
Agathos—Permíteme, Oinos, que trate de llevarte paso a paso a la concepción a que aludo. Bien sabes que, así como ningún pensamiento perece, todo acto determina infinitos resultados. Movíamos las manos, por ejemplo, cuando éramos moradores de la tierra, y al hacerlo  hacíamos  vibrar  la  atmósfera  que  las  rodeaba.  La  vibración  se  extendía indefinidamente hasta impulsar cada partícula del aire de la tierra, que desde entonces y para siempre era animado por aquel único movimiento de la mano. Los matemáticos de nuestro  globo  conocían  bien  este  hecho.  Sometieron  a  cálculos  exactos  los  efectos producidos por el fluido por impulsos especiales, hasta que les fue fácil determinar en qué preciso período un impulso de determinada extensión rodearía el globo, influyendo (para siempre) en cada átomo de la atmósfera circundante. Retrogradando, no tuvieron dificultad en determinar el valor del impulso original partiendo de un efecto dado bajo condiciones determinadas.  Ahora  bien,  los  matemáticos  que  vieron  que  los  resultados  de  cualquier impulso  dado  eran  interminables,  y  que  una  parte  de  dichos  resultados  podía  medirse gracias al análisis algebraico, así como que la retrogradación no ofrecía dificultad, vieron al mismo tiempo que este análisis poseía en sí mismo la capacidad de un avance indefinido; que  no  existían  límites  concebibles  a  su  avance  y  aplicabilidad,  salvo  en  el  intelecto  de aquel  que  lo  hacía  avanzar  o  lo  aplicaba.  Pero  en  este  punto  nuestros  matemáticos  se detuvieron.
Oinos.—¿Y por qué, Agathos, hubieran debido continuar? 
Agathos.  —Porque  había,  más  allá,  consideraciones  del  más  profundo  interés.  De  lo que  sabían  era  posible  deducir  que  un  ser  de  una  inteligencia  infinita,  para  quien  la perfección  del  análisis  algebraico  no  guardara  secretos,  podría  seguir  sin  dificultad  cada impulso  dado  al  aire,  y  al  éter  a  través  del  aire,  hasta  sus  remotas  consecuencias  en  las épocas más infinitamente remotas. Puede, ciertamente, demostrarse que cada uno de estos impulsos dados al aire influyen sobre cada cosa individual existente en el universo, y ese ser de infinita inteligencia que hemos imaginado, podría seguir las remotas ondulaciones del impulso, seguirlo hacia arriba y adelante en sus influencias sobre todas las partículas de toda la materia, hacia arriba y adelante, para siempre en sus modificaciones de las formas antiguas;  o,  en  otras  palabras,  en  sus  nuevas  creaciones...  hasta  que  lo  encontrara, regresando como un reflejo, después de haber chocado —pero esta vez sin influir— en el trono de la Divinidad. Y no sólo podría hacer eso un ser semejante, sino que en cualquier época,  dado  un  cierto  resultado  (supongamos  que  se  ofreciera  a  su  análisis  uno  de  esos innumerables cometas), no tendría dificultad en determinar, por retrogradación analítica, a qué  impulso  original  se  debía.  Este  poder  de  retrogradación  en  su  plenitud  y  perfección absolutas,  esta  facultad  de  relacionar  en  cualquier  época,  cualquier  efecto  a  cualquier causa, es por supuesto prerrogativa única de la Divinidad; pero en sus restantes y múltiples grados,  inferiores  a  la  perfección  absoluta,  ese  mismo  poder  es  ejercido  por  todas  las huestes de las inteligencias angélicas.
Oinos.—Pero tú hablas tan sólo de impulsos en el aire.
Agathos.—Al  hablar  del  aire  me  refería  meramente  a  la  tierra,  pero  mi  afirmación general se refiere a los impulsos en el éter, que, al penetrar, y ser el único que penetra todo el espacio, es así el gran medio de la creación.
Oinos.—Entonces, ¿todo movimiento, de cualquier naturaleza, crea?
Agathos.—Así debe ser; pero una filosofía verdadera ha enseñado hace mucho que la fuente de todo movimiento es el pensamiento, y que la fuente de todo pensamiento es...
Oinos. —Dios.
Agathos.—Te he hablado, Oinos, como a una criatura de la hermosa tierra que pereció hace poco, de impulsos sobre la atmósfera de esa tierra.
Oinos. —Sí.
Agathos.—Y mientras así hablaba, ¿no cruzó por tu mente algún pensamiento sobre el poder físico de las palabras? Cada palabra, ¿no es un impulso en el aire?
Oinos.  —¿Pero  por  qué  lloras,  Agathos...  y  por  qué,  por  qué  tus  alas  se  pliegan mientras  nos  cernimos  sobre  esa  hermosa  estrella,  la  más  verde  y,  sin  embargo,  la  más terrible que hemos encontrado en nuestro vuelo? Sus brillantes flores parecen un sueño de hadas... pero sus fieros volcanes semejan las pasiones de un turbulento corazón.
Agathos.—¡Y así es... así es! Esta estrella tan extraña... hace tres siglos que, juntas las manos  y  arrasados  los  ojos,  a  los  pies  de  mi  amada,  la  hice  nacer  con  mis  frases apasionadas.  ¡Sus  brillantes  flores  son  mis  más  queridos  sueños  no  realizados,  y  sus furiosos volcanes son las pasiones del más turbulento e impío corazón!
EDGAR ALLAN POE

EL RETRATO OVAL



El castillo al cual mi criado se había atrevido a entrar por la fuerza antes de permitir que,  gravemente  herido  como  estaba,  pasara  yo  la  noche  al  aire  libre,  era  una  de  esas construcciones  en  las  que  se  mezclan  la  lobreguez  y  la  grandeza,  y  que  durante  largo tiempo  se  han  alzado  cejijuntas  en  los  Apeninos,  tan  ciertas  en  la  realidad  como  en  la imaginación  de  Mrs.  Radcliffe.  Según  toda  apariencia,  el  castillo  había  sido  recién abandonado,  aunque  temporariamente.  Nos  instalamos  en  uno  de  los  aposentos  más pequeños y menos suntuosos. Hallábase en una apartada torre del edificio; sus decoraciones eran ricas, pero ajadas y viejas. Colgaban tapices de las paredes, que engalanaban cantidad y  variedad  de  trofeos  heráldicos,  así  como  un  número  insólitamente  grande  de  vivaces pinturas  modernas  en  marcos  con  arabescos  de  oro.  Aquellas  pinturas,  no  solamente emplazadas a lo largo de las paredes sino en diversos nichos que la extraña arquitectura del castillo  exigía,  despertaron  profundamente  mi  interés,  quizá  a  causa  de  mi  incipiente delirio; ordené, por tanto, a Pedro que cerrara las pesadas persianas del aposento —pues era ya de noche—, que encendiera las bujías de un alto candelabro situado a la cabecera de mi lecho y descorriera de par en par las orladas cortinas de terciopelo negro que envolvían la cama.  Al  hacerlo  así  deseaba  entregarme,  si  no  al  sueño,  por  lo  menos  a  la  alternada contemplación  de  las  pinturas  y  al  examen  de  un  pequeño  volumen  que  habíamos encontrado sobre la almohada y que contenía la descripción y la crítica de aquéllas.
Mucho,  mucho  leí...  e  intensa,  intensamente  miré.  Rápidas  y  brillantes  volaron  las horas, hasta llegar la profunda medianoche. La posición del candelabro me molestaba, pero, para no incomodar a mi amodorrado sirviente, alargué con dificultad la mano y lo coloqué de manera que su luz cayera directamente sobre el libro.
El  cambio,  empero,  produjo  un  efecto  por  completo  inesperado.  Los  rayos  de  las numerosas  bujías  (pues  eran  muchas)  cayeron  en  un  nicho  del  aposento  que  una  de  las columnas del lecho había mantenido hasta ese momento en la más profunda sombra. Pude ver así, vívidamente, una pintura que me había pasado inadvertida. Era el retrato de una joven que empezaba ya a ser mujer. Miré presurosamente su retrato, y cerré los ojos. Al principio  no  alcancé  a  comprender  por  qué  lo  había  hecho.  Pero  mientras  mis  párpados continuaban  cerrados,  cruzó  por  mi  mente  la  razón  de  mi  conducta.  Era  un  movimiento impulsivo a fin de ganar tiempo para pensar, para asegurarme de que mi visión no me había engañado, para calmar y someter mi fantasía antes de otra contemplación más serena y más segura. Instantes después volví a mirar fijamente la pintura. Ya no podía ni quería dudar de que estaba viendo bien, puesto que el primer destello de las  bujías  sobre  aquella  tela  había  disipado  la  soñolienta  modorra  que  pesaba  sobre  mis sentidos, devolviéndome al punto a la vigilia.
Como ya he dicho, el retrato representaba a una mujer joven. Sólo abarcaba la cabeza y los hombros, pintados de la manera que técnicamente se denomina vignette, y que se parece mucho al estilo de las cabezas favoritas de Sully. Los brazos, el seno y hasta los extremos del radiante cabello se mezclaban imperceptiblemente en la vaga pero profunda sombra que formaba el fondo del retrato. El marco era oval, ricamente dorado y afiligranado en estilo morisco. Como objeto de arte, nada podía ser más admirable que aquella pintura. Pero lo que me había emocionado de manera tan súbita y vehemente no era la ejecución de la obra, ni la inmortal belleza del retrato. Menos aún cabía pensar que mi fantasía, arrancada de su semisueño,  hubiera  confundido  aquella  cabeza  con  la  de  una  persona  viviente.
Inmediatamente vi que las peculiaridades del diseño, de la vignette y del marco tenían que haber  repelido  semejante  idea,  impidiendo  incluso  que  persistiera  un  solo  instante.
Pensando intensamente en todo eso, quédeme tal vez una hora, a medias sentado, a medias reclinado, con los ojos fijos en el retrato. Por fin, satisfecho del verdadero secreto de su efecto, me dejé caer hacia atrás en el lecho. Había descubierto que el hechizo del cuadro residía  en  una  absoluta  posibilidad  de  vida  en  su  expresión  que,  sobresaltándome  al comienzo,  terminó  por  confundirme,  someterme  y  aterrarme.  Con  profundo  y  reverendo respeto, volví a colocar el candelabro en su posición anterior. Alejada así de mi vista la causa de mi honda agitación, busqué vivamente el volumen que se ocupaba de las pinturas y su historia. Abriéndolo en el número que designaba al retrato oval, leí en él las vagas y extrañas palabras que siguen:
«Era una virgen de singular hermosura, y tan encantadora como alegre. Aciaga la hora en  que  vio  y  amó  y  desposó  al  pintor.  Él,  apasionado,  estudioso,  austero,  tenía  ya  una prometida  en  el  Arte;  ella,  una  virgen  de  sin  igual  hermosura  y  tan  encantadora  como alegre,  toda  luz  y  sonrisas,  y  traviesa  como  un  cervatillo;  amándolo  y  mimándolo,  y odiando tan sólo al Arte, que era su rival; temiendo tan sólo la paleta, los pinceles y los restantes  enojosos  instrumentos  que  la  privaban  de  la  contemplación  de  su  amante.  Así, para  la  dama,  cosa  terrible  fue  oír  hablar  al  pintor  de  su  deseo  de  retratarla.  Pero  era humilde y obediente, y durante muchas semanas posó dócilmente en el oscuro y elevado aposento de la torre, donde sólo desde lo alto caía la luz sobre la pálida tela. Mas él, el pintor, gloriábase de su trabajo, que avanzaba hora a hora y día a día. Y era un hombre apasionado, violento y taciturno, que se perdía en sus ensueños; tanto, que no quería ver cómo esa luz que entraba lívida, en la torre solitaria, marchitaba la salud y la vivacidad de su esposa, que se consumía a la vista de todos, salvo de la suya. Mas ella seguía sonriendo,  sin exhalar queja alguna, pues veía que el pintor, cuya nombradía era alta, trabajaba con un placer fervoroso y ardiente, bregando noche y día para pintar a aquella que tanto le amaba y que,  sin  embargo,  seguía  cada  vez  más  desanimada  y  débil.  Y,  en  verdad,  algunos  que contemplaban  el  retrato  hablaban  en  voz  baja  de  su  parecido  como  de  una  asombrosa maravilla, y una prueba tanto de la excelencia del artista como de su profundo amor por aquella a quien representaba de manera tan insuperable. Pero, a la larga, a medida que el trabajo se acercaba a su conclusión, nadie fue admitido ya en la torre, pues el pintor habíase exaltado en el ardor de su trabajo y apenas si apartaba los ojos de la tela, incluso para mirar el rostro de su esposa. Y no quería ver que los tintes que esparcía en la tela eran extraídos de las mejillas de aquella mujer sentada a su lado. Y cuando pasaron muchas semanas y poco quedaba por hacer, salvo una pincelada en la boca y un matiz en los ojos, el espíritu de  la  dama  osciló,  vacilante  como  la  llama  en  el  tubo  de  la  lámpara.  Y  entonces  la pincelada fue puesta y aplicado el matiz, y durante un momento el pintor quedó en trance frente a la obra cumplida. Pero, cuando estaba mirándola, púsose pálido y tembló mientras gritaba: “¡Ciertamente, ésta es la Vida misma!”, y volvióse de improviso para mirar a su amada... ¡Estaba muerta!»
EDGAR ALLAN POE

INSTRUCCIONES PARA DAR CUERDA AL RELOJ



Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. No te dan solamente el reloj, que los cumplas muy felices y esperamos que te dure porque es de buena marca, suizo con áncora de rubíes; no te regalan solamente ese menudo picapedrero que te atarás a la muñeca y pasearás contigo. Te regalan -no lo saben, lo terrible es que no lo saben-, te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca.
Te regalan la necesidad de darle cuerda todos los días, la obligación de darle cuerda para que siga siendo un reloj; te regalan la obsesión de atender a la hora exacta en las vitrinas de las joyerías, en el anuncio por la radio, en el servicio telefónico. Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa. Te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia de comparar tu reloj con los demás relojes. No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj.
JULIO CORTÁZAR