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sábado, 20 de octubre de 2012

EL PODER DE LAS PALABRAS



Oinos.—Perdona, Agathos, la flaqueza de un espíritu al que acaban de brotarle las alas de la inmortalidad.
Agathos.—Nada has dicho, Oinos mío, que requiera ser perdonado. Ni siquiera aquí el conocimiento es cosa de intuición. En cuanto a la sabiduría, pide sin reserva a los ángeles que te sea concedida.
Oinos.  —Pero  yo  imaginé  que  en  esta  existencia  todo  me  sería  dado  a  conocer  al mismo tiempo, y que alcanzaría así la felicidad por conocerlo todo.
Agathos.—¡Ah,  la  felicidad  no  está  en  el  conocimiento,  sino  en  su  adquisición!  La beatitud  eterna  consiste  en  saber  más  y  más;  pero  saberlo  todo  sería  la  maldición  de  un demonio.
Oinos.—El Altísimo, ¿no lo sabe todo?
Agathos.—Eso  (puesto  que  es  el  Muy  Bienaventurado)  debe  ser  aún  la  única  cosa desconocida hasta para Él.
Oinos. —Sin embargo, puesto que nuestro saber aumenta de hora en hora, ¿no llegarán por fin a ser conocidas todas las cosas?
Agathos.—¡Contempla  las  distancias  abismales!  Trata  de  hacer  llegar  tu  mirada  a  la múltiple perspectiva de las estrellas, mientras erramos lentamente entre ellas... ¡Más allá, siempre más allá! Aun la visión espiritual, ¿no se ve detenida por las continuas paredes de oro del universo, las paredes constituidas por las miríadas de esos resplandecientes cuerpos que el mero número parece amalgamar en una unidad?
Oinos.—Claramente percibo que la infinitud de la materia no es un sueño.
Agathos.—No hay sueños en el Aidenn 3 , pero se susurra aquí que la única finalidad de esta infinitud de materia es la de proporcionar infinitas fuentes donde el alma pueda calmar la sed de saber que jamás se agotará en ella, ya que agotarla sería extinguir el alma misma.
Interrógame, pues, Oinos mío, libremente y sin temor. ¡Ven!, dejaremos a nuestra izquierda la intensa armonía de las Pléyades, lanzándonos más allá del trono a las estrelladas praderas allende Orión, donde, en lugar de violetas, pensamientos y trinitarias, hallaremos macizos de soles triples y tricolores.
Oinos.—Y ahora, Agathos, mientras avanzamos, instrúyeme. ¡Háblame con los acentos familiares de la tierra! No he comprendido lo que acabas de insinuar sobre los modos o los procedimientos de aquello que, mientras éramos mortales, estábamos habituados a llamar Creación. ¿Quieres decir que el Creador no es Dios?
Agathos. —Quiero decir que la Deidad no crea.
Oinos.—¡Explícate!
Agathos.—Solamente creó en el comienzo. Las aparentes criaturas que en el universo
surgen ahora perpetuamente a la existencia sólo pueden ser consideradas como el resultado
mediato o indirecto, no como el resultado directo o inmediato del poder creador divino.
Oinos.  —Entre  los  hombres,  Agathos  mío,  esta  idea  sería  considerada  altamente
herética.
Agathos. —Entre los ángeles, Oinos mío, se sabe que es sencillamente la verdad.
Oinos.—Alcanzo a comprenderte hasta este punto: que ciertas operaciones de lo que denominamos Naturaleza o leyes naturales darán lugar, bajo ciertas condiciones, a aquello que tiene todas las apariencias de creación. Muy poco antes de la destrucción final de la tierra  recuerdo  que  se  habían  efectuado  afortunados  experimentos,  que  algunos  filósofos denominaron torpemente creación de animálculos.
Agathos.—Los casos de que hablas fueron ejemplos de creación secundaria, de la única especie  de  creación  que  hubo  jamás  desde  que  la  primera  palabra  dio  existencia  a  la primera ley.
Oinos.—Los mundos estrellados que surgen hora a hora en los cielos, procedentes de los abismos del no ser, ¿no son, Agathos, la obra inmediata de la mano del Rey?
Agathos—Permíteme, Oinos, que trate de llevarte paso a paso a la concepción a que aludo. Bien sabes que, así como ningún pensamiento perece, todo acto determina infinitos resultados. Movíamos las manos, por ejemplo, cuando éramos moradores de la tierra, y al hacerlo  hacíamos  vibrar  la  atmósfera  que  las  rodeaba.  La  vibración  se  extendía indefinidamente hasta impulsar cada partícula del aire de la tierra, que desde entonces y para siempre era animado por aquel único movimiento de la mano. Los matemáticos de nuestro  globo  conocían  bien  este  hecho.  Sometieron  a  cálculos  exactos  los  efectos producidos por el fluido por impulsos especiales, hasta que les fue fácil determinar en qué preciso período un impulso de determinada extensión rodearía el globo, influyendo (para siempre) en cada átomo de la atmósfera circundante. Retrogradando, no tuvieron dificultad en determinar el valor del impulso original partiendo de un efecto dado bajo condiciones determinadas.  Ahora  bien,  los  matemáticos  que  vieron  que  los  resultados  de  cualquier impulso  dado  eran  interminables,  y  que  una  parte  de  dichos  resultados  podía  medirse gracias al análisis algebraico, así como que la retrogradación no ofrecía dificultad, vieron al mismo tiempo que este análisis poseía en sí mismo la capacidad de un avance indefinido; que  no  existían  límites  concebibles  a  su  avance  y  aplicabilidad,  salvo  en  el  intelecto  de aquel  que  lo  hacía  avanzar  o  lo  aplicaba.  Pero  en  este  punto  nuestros  matemáticos  se detuvieron.
Oinos.—¿Y por qué, Agathos, hubieran debido continuar? 
Agathos.  —Porque  había,  más  allá,  consideraciones  del  más  profundo  interés.  De  lo que  sabían  era  posible  deducir  que  un  ser  de  una  inteligencia  infinita,  para  quien  la perfección  del  análisis  algebraico  no  guardara  secretos,  podría  seguir  sin  dificultad  cada impulso  dado  al  aire,  y  al  éter  a  través  del  aire,  hasta  sus  remotas  consecuencias  en  las épocas más infinitamente remotas. Puede, ciertamente, demostrarse que cada uno de estos impulsos dados al aire influyen sobre cada cosa individual existente en el universo, y ese ser de infinita inteligencia que hemos imaginado, podría seguir las remotas ondulaciones del impulso, seguirlo hacia arriba y adelante en sus influencias sobre todas las partículas de toda la materia, hacia arriba y adelante, para siempre en sus modificaciones de las formas antiguas;  o,  en  otras  palabras,  en  sus  nuevas  creaciones...  hasta  que  lo  encontrara, regresando como un reflejo, después de haber chocado —pero esta vez sin influir— en el trono de la Divinidad. Y no sólo podría hacer eso un ser semejante, sino que en cualquier época,  dado  un  cierto  resultado  (supongamos  que  se  ofreciera  a  su  análisis  uno  de  esos innumerables cometas), no tendría dificultad en determinar, por retrogradación analítica, a qué  impulso  original  se  debía.  Este  poder  de  retrogradación  en  su  plenitud  y  perfección absolutas,  esta  facultad  de  relacionar  en  cualquier  época,  cualquier  efecto  a  cualquier causa, es por supuesto prerrogativa única de la Divinidad; pero en sus restantes y múltiples grados,  inferiores  a  la  perfección  absoluta,  ese  mismo  poder  es  ejercido  por  todas  las huestes de las inteligencias angélicas.
Oinos.—Pero tú hablas tan sólo de impulsos en el aire.
Agathos.—Al  hablar  del  aire  me  refería  meramente  a  la  tierra,  pero  mi  afirmación general se refiere a los impulsos en el éter, que, al penetrar, y ser el único que penetra todo el espacio, es así el gran medio de la creación.
Oinos.—Entonces, ¿todo movimiento, de cualquier naturaleza, crea?
Agathos.—Así debe ser; pero una filosofía verdadera ha enseñado hace mucho que la fuente de todo movimiento es el pensamiento, y que la fuente de todo pensamiento es...
Oinos. —Dios.
Agathos.—Te he hablado, Oinos, como a una criatura de la hermosa tierra que pereció hace poco, de impulsos sobre la atmósfera de esa tierra.
Oinos. —Sí.
Agathos.—Y mientras así hablaba, ¿no cruzó por tu mente algún pensamiento sobre el poder físico de las palabras? Cada palabra, ¿no es un impulso en el aire?
Oinos.  —¿Pero  por  qué  lloras,  Agathos...  y  por  qué,  por  qué  tus  alas  se  pliegan mientras  nos  cernimos  sobre  esa  hermosa  estrella,  la  más  verde  y,  sin  embargo,  la  más terrible que hemos encontrado en nuestro vuelo? Sus brillantes flores parecen un sueño de hadas... pero sus fieros volcanes semejan las pasiones de un turbulento corazón.
Agathos.—¡Y así es... así es! Esta estrella tan extraña... hace tres siglos que, juntas las manos  y  arrasados  los  ojos,  a  los  pies  de  mi  amada,  la  hice  nacer  con  mis  frases apasionadas.  ¡Sus  brillantes  flores  son  mis  más  queridos  sueños  no  realizados,  y  sus furiosos volcanes son las pasiones del más turbulento e impío corazón!
EDGAR ALLAN POE

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