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sábado, 20 de octubre de 2012

EL RETRATO OVAL



El castillo al cual mi criado se había atrevido a entrar por la fuerza antes de permitir que,  gravemente  herido  como  estaba,  pasara  yo  la  noche  al  aire  libre,  era  una  de  esas construcciones  en  las  que  se  mezclan  la  lobreguez  y  la  grandeza,  y  que  durante  largo tiempo  se  han  alzado  cejijuntas  en  los  Apeninos,  tan  ciertas  en  la  realidad  como  en  la imaginación  de  Mrs.  Radcliffe.  Según  toda  apariencia,  el  castillo  había  sido  recién abandonado,  aunque  temporariamente.  Nos  instalamos  en  uno  de  los  aposentos  más pequeños y menos suntuosos. Hallábase en una apartada torre del edificio; sus decoraciones eran ricas, pero ajadas y viejas. Colgaban tapices de las paredes, que engalanaban cantidad y  variedad  de  trofeos  heráldicos,  así  como  un  número  insólitamente  grande  de  vivaces pinturas  modernas  en  marcos  con  arabescos  de  oro.  Aquellas  pinturas,  no  solamente emplazadas a lo largo de las paredes sino en diversos nichos que la extraña arquitectura del castillo  exigía,  despertaron  profundamente  mi  interés,  quizá  a  causa  de  mi  incipiente delirio; ordené, por tanto, a Pedro que cerrara las pesadas persianas del aposento —pues era ya de noche—, que encendiera las bujías de un alto candelabro situado a la cabecera de mi lecho y descorriera de par en par las orladas cortinas de terciopelo negro que envolvían la cama.  Al  hacerlo  así  deseaba  entregarme,  si  no  al  sueño,  por  lo  menos  a  la  alternada contemplación  de  las  pinturas  y  al  examen  de  un  pequeño  volumen  que  habíamos encontrado sobre la almohada y que contenía la descripción y la crítica de aquéllas.
Mucho,  mucho  leí...  e  intensa,  intensamente  miré.  Rápidas  y  brillantes  volaron  las horas, hasta llegar la profunda medianoche. La posición del candelabro me molestaba, pero, para no incomodar a mi amodorrado sirviente, alargué con dificultad la mano y lo coloqué de manera que su luz cayera directamente sobre el libro.
El  cambio,  empero,  produjo  un  efecto  por  completo  inesperado.  Los  rayos  de  las numerosas  bujías  (pues  eran  muchas)  cayeron  en  un  nicho  del  aposento  que  una  de  las columnas del lecho había mantenido hasta ese momento en la más profunda sombra. Pude ver así, vívidamente, una pintura que me había pasado inadvertida. Era el retrato de una joven que empezaba ya a ser mujer. Miré presurosamente su retrato, y cerré los ojos. Al principio  no  alcancé  a  comprender  por  qué  lo  había  hecho.  Pero  mientras  mis  párpados continuaban  cerrados,  cruzó  por  mi  mente  la  razón  de  mi  conducta.  Era  un  movimiento impulsivo a fin de ganar tiempo para pensar, para asegurarme de que mi visión no me había engañado, para calmar y someter mi fantasía antes de otra contemplación más serena y más segura. Instantes después volví a mirar fijamente la pintura. Ya no podía ni quería dudar de que estaba viendo bien, puesto que el primer destello de las  bujías  sobre  aquella  tela  había  disipado  la  soñolienta  modorra  que  pesaba  sobre  mis sentidos, devolviéndome al punto a la vigilia.
Como ya he dicho, el retrato representaba a una mujer joven. Sólo abarcaba la cabeza y los hombros, pintados de la manera que técnicamente se denomina vignette, y que se parece mucho al estilo de las cabezas favoritas de Sully. Los brazos, el seno y hasta los extremos del radiante cabello se mezclaban imperceptiblemente en la vaga pero profunda sombra que formaba el fondo del retrato. El marco era oval, ricamente dorado y afiligranado en estilo morisco. Como objeto de arte, nada podía ser más admirable que aquella pintura. Pero lo que me había emocionado de manera tan súbita y vehemente no era la ejecución de la obra, ni la inmortal belleza del retrato. Menos aún cabía pensar que mi fantasía, arrancada de su semisueño,  hubiera  confundido  aquella  cabeza  con  la  de  una  persona  viviente.
Inmediatamente vi que las peculiaridades del diseño, de la vignette y del marco tenían que haber  repelido  semejante  idea,  impidiendo  incluso  que  persistiera  un  solo  instante.
Pensando intensamente en todo eso, quédeme tal vez una hora, a medias sentado, a medias reclinado, con los ojos fijos en el retrato. Por fin, satisfecho del verdadero secreto de su efecto, me dejé caer hacia atrás en el lecho. Había descubierto que el hechizo del cuadro residía  en  una  absoluta  posibilidad  de  vida  en  su  expresión  que,  sobresaltándome  al comienzo,  terminó  por  confundirme,  someterme  y  aterrarme.  Con  profundo  y  reverendo respeto, volví a colocar el candelabro en su posición anterior. Alejada así de mi vista la causa de mi honda agitación, busqué vivamente el volumen que se ocupaba de las pinturas y su historia. Abriéndolo en el número que designaba al retrato oval, leí en él las vagas y extrañas palabras que siguen:
«Era una virgen de singular hermosura, y tan encantadora como alegre. Aciaga la hora en  que  vio  y  amó  y  desposó  al  pintor.  Él,  apasionado,  estudioso,  austero,  tenía  ya  una prometida  en  el  Arte;  ella,  una  virgen  de  sin  igual  hermosura  y  tan  encantadora  como alegre,  toda  luz  y  sonrisas,  y  traviesa  como  un  cervatillo;  amándolo  y  mimándolo,  y odiando tan sólo al Arte, que era su rival; temiendo tan sólo la paleta, los pinceles y los restantes  enojosos  instrumentos  que  la  privaban  de  la  contemplación  de  su  amante.  Así, para  la  dama,  cosa  terrible  fue  oír  hablar  al  pintor  de  su  deseo  de  retratarla.  Pero  era humilde y obediente, y durante muchas semanas posó dócilmente en el oscuro y elevado aposento de la torre, donde sólo desde lo alto caía la luz sobre la pálida tela. Mas él, el pintor, gloriábase de su trabajo, que avanzaba hora a hora y día a día. Y era un hombre apasionado, violento y taciturno, que se perdía en sus ensueños; tanto, que no quería ver cómo esa luz que entraba lívida, en la torre solitaria, marchitaba la salud y la vivacidad de su esposa, que se consumía a la vista de todos, salvo de la suya. Mas ella seguía sonriendo,  sin exhalar queja alguna, pues veía que el pintor, cuya nombradía era alta, trabajaba con un placer fervoroso y ardiente, bregando noche y día para pintar a aquella que tanto le amaba y que,  sin  embargo,  seguía  cada  vez  más  desanimada  y  débil.  Y,  en  verdad,  algunos  que contemplaban  el  retrato  hablaban  en  voz  baja  de  su  parecido  como  de  una  asombrosa maravilla, y una prueba tanto de la excelencia del artista como de su profundo amor por aquella a quien representaba de manera tan insuperable. Pero, a la larga, a medida que el trabajo se acercaba a su conclusión, nadie fue admitido ya en la torre, pues el pintor habíase exaltado en el ardor de su trabajo y apenas si apartaba los ojos de la tela, incluso para mirar el rostro de su esposa. Y no quería ver que los tintes que esparcía en la tela eran extraídos de las mejillas de aquella mujer sentada a su lado. Y cuando pasaron muchas semanas y poco quedaba por hacer, salvo una pincelada en la boca y un matiz en los ojos, el espíritu de  la  dama  osciló,  vacilante  como  la  llama  en  el  tubo  de  la  lámpara.  Y  entonces  la pincelada fue puesta y aplicado el matiz, y durante un momento el pintor quedó en trance frente a la obra cumplida. Pero, cuando estaba mirándola, púsose pálido y tembló mientras gritaba: “¡Ciertamente, ésta es la Vida misma!”, y volvióse de improviso para mirar a su amada... ¡Estaba muerta!»
EDGAR ALLAN POE

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