Translate

martes, 26 de marzo de 2013

ROCE II



Ella querría que fuera como cualquier otra vez, nada especial. Pero es diferente. Los dos han escapado (eso ella no lo sabe todavía; solo está segura de su parte) de sus vidas para encontrarse en una esquina y creer que pueden construir un espacio común. Que todo lo que no sea esa esquina y ese espacio común no existe. Pero la incertidumbre alarga el tiempo: ella no sabe si él va a llegar, ni cuándo. Piensa que pudo haberse quedado dormido y, que si lo hizo (si duerme), llegará con más de media hora de retraso. Y que ella no va a esperarlo más de media hora, por orgullo y por amor propio. Más por orgullo que por amor propio. […]
Está un poco en eso y un poco recordando cosas que todavía no suceden, cuando lo ve bajar de la micro en la vereda del frente. Lo ve bajar y de pronto le gustaría estar a mil kilómetros de ahí, en alguna parte del desierto donde no haya esquinas. Pero no porque no quiera estar ahí, sino porque lo desea demasiado. Porque en un descuido se ha dado cuenta de que él es hermoso y teme no gustarle. Él la ve antes de bajarse y piensa en esconder la cabeza y seguir de largo hasta el terminal. Pero no porque no quiera estar con ella, sino porque la ha visto de lejos y la supo tan hermosa que de pronto temió no gustarle.
Sin embargo, caminan el uno hacia el otro, eso sí, sin mirarse demasiado, y se encuentran en un beso largo queriendo que todo lo demás no exista y presintiendo que es más bien al revés. Que son ellos los que dejan de existir, que no hay coordenadas geográficas o temporales que los sostengan, que solo están ahí por la fuerza de su deseo. […]
Caminan lentamente hacia el auto y, al subirse, por todas las ganas que tienen de estar juntos esa primera vez, toman conciencia de la cantidad de riesgos que corren en cada viaje. Que el auto puede no partir. O partir y luego dejar de andar de pronto, en medio de la calle. O que pueden chocar contra un poste. O arrollar un perro. […]
Y es aún peor. Pueden llegar. Pueden llegar ilesos, incluso luego de salvar todos los obstáculos, y encontrarse solos frente a frente, sin excusas, y no gustarse. O ir más allá, y estar encantados el uno del otro, pero tanto, que en la ansiedad del encuentro él sea torpe y enrede su reloj en el pelo de ella, y ella, al intentar sacarlo, le rompa la manilla de la cuerda. O él tratar de desvestirla con tanto apuro que no se detenga en los botones de la blusa y los arranque todos de un tirón. O ella besarlo tan fuerte que le hiera los labios.
Pero si eso no sucediera. Si todo fuera bien, como han imaginado, si se besaran el uno al otro como siempre soñaron, si encontraran esa manera de acariciarse que ya creían inexistente, si se produjera un encuentro absoluto y enorme… solo si eso ocurriera las cosas serían realmente graves. Solo entonces comenzarían a amarse y saben que amarse es un camino vertiginoso del cual no se escapa nadie por voluntad propia, que es necesario reventarse en él para lograr olvidarlo, y destruirlo completamente para salir.
No han hablado, pero no ha sido necesario, porque con mirarse se entienden. Después se dicen algunas cosas; ella le cuenta temores que ha inventado en ese momento. Dice temer que ese espacio que creen estar construyendo no sea real (sabe que es más real que todo lo demás; que el resto de las cosas no existen) y que la situación sea desigual (sabe que es más pareja que cualquier otra, que se desean en la misma medida, que se extrañan con la misma fuerza). Al decirlo ladea la mirada, pero aun así él no nota que miente porque no quiere notarlo. Simplemente descansa en sus temores y asiente con la cabeza. Y luego confiesa sentirse culpable de haber elegido una vida y estarla traicionando al desearla a ella. Se lo dice sin ninguna convicción y ella lo cree porque quiere creerlo, porque es más fácil.  
Se miran en silencio, sintiendo un pequeño dolor entre el pecho y la garganta. Ya no temen los riesgos del viaje porque saben que no pasará nada. No temen no gustarse porque se saben construidos a medida para el gusto del otro. No temen torpezas porque, así como se desean con furia, se desean también con la calma necesaria para olerse y aprenderse lentamente de memoria. Pero han creado entre los dos el único y gran real temor.  Y se despiden apoyados en pequeñas cosas, en otras cosas. Pero lo que los separa es saber que, luego de ese encuentro (aunque la historia no les alcance para terminar de vivirlo) no van a poder sino amarse.
Que bastará con tocarse una vez la piel para no poder salir. Bastará con verse desnudos y juntos frente a un espejo. Se besan lento y largo sin decirse nada. Él cruza la calle sin volver la cabeza y ella hace partir su auto, sin poder recordar ya aquello que todavía no sucede.
Maturana, Andrea.

LAS BODAS DE CADMO Y HARMONÍA



Zeus estaba sentado en un taburete. Miraba fijo delante de sí. Una brisa le rozaba la barba, salpicada de gris. Algo pasaba por su cabeza y le comunicaba una ebria postración. Cuando Zeus engulló a su esposa Metis, por consejo de Gea y Urano, según los cuales Metis pariría un día a un dios más fuerte que Zeus y capaz de suplantarlo, Metis ya estaba preñada de Atenea. La niña había fluido al cuerpo de Zeus y allí, en aquel escondite invisible incluso para los dioses, Zeus le transmitió su antigua arma, la égida, la piel despellejada de Egis, el monstruo del aliento ardiente. Ahora Zeus notaba su bóveda craneal arañada por la puntiaguda jabalina de Atenea. Todo era puntiagudo en aquella niña: la mirada, la mente, que ahora habitaba la mente del padre, el perfil del yelmo. Mantenía oculta toda concavidad femenina, como el reverso de su escudo.
Zeus vio acercarse a dos mujeres: las Ilitías, expertas en partos. Callaban, y acercaron una mano a su cabeza, con delicadeza, sin atreverse a tocarla. Después apareció Hefesto con un hacha de bronce. Antes de que Zeus dijera una palabra, Hefesto había dejado caer el hacha sobre su cabeza y huía, seguido por las Ilitías. ¿Por qué huía? Zeus seguía callado y sintió en su interior un grito agudísimo, semejante a la voz de una trompa tirrénica.
Y de repente descubrió que ya no estaba solo: con pasos quedos, de todas las direcciones, se habían acercado los demás dioses.
Reconocía a Hera, Hebe; Deméter y Perséfone sentadas en una cesta, Dioniso echado sobre una piel de pantera, con el tirso en la mano. Al otro lado Poseidón, Afrodita, Eros, Apolo, Artemis, Hermes y las tres Moiras, que parecían confabular entre sí. Todos tenían la mirada dirigida hacia él, pero no a sus ojos, sino un poco más arriba: allí había aparecido Atenea de la hendidura del cráneo, deslumbrante con sus armas, mientras Nice revoloteaba a su alrededor con una corona en la mano.
También él la veía: había apoyado sus pies en el suelo y se alejaba del padre. Era la única que le miraba a los ojos, volviendo la cabeza en un gesto de silencioso saludo. ¿Veía a su hija o a sí mismo que se miraba? Después Zeus volvió la mirada a los otros dioses. Sabía, por sus expresiones graves y solemnes, que una nueva era comenzaba en el Olimpo.
Atenea es el único ser que, en su nacimiento, no ha realizado el gesto de tomar algo, sino de quitárselo de encima. El carro de Helio se había detenido en el cielo cuando la diosa salió de la cabeza de Zeus. Tenso y expectante estaba el aire en el Olimpo, mientras Atenea, con lentitud, comenzó a despojarse de sus armas. Abandonó el escudo, el yelmo, la jabalina, se quitó la égida y, antes de dejar caer la túnica que le llegaba hasta los tobillos, fue rodeada por un grupo de Heroínas líbicas, cubiertas de pieles de cabra teñidas de rojo y con abundantes franjas.
Ocultada por ellas, se dirigió al lago Tritón, en Libia. Allí se sumergió como para renovar una virginidad que jamás llegaría a perder. Pero tenía que alejarse de una intimidad mucho más profunda: la mezcla con el cuerpo del padre. En el seco aire africano, Atenea apareció con el cuerpo reluciente y fuerte. Las Heroínas le colocaron, una tras otra, sus ropas y sus armas. Ahora Atenea comenzaba a vivir.
En su infancia africana, Atenea jugaba a la guerra con Palas. Eran dos niñas casi iguales, algo más oscura la piel de Palas. Atenea era una huésped llegada del cielo. Zeus la había confiado a Tritón para que la educara. Y Tritón la dejaba todo el día con la hija Palas. No veían a más gente, encerradas en un recinto de juegos. Violentas e imperiosas, con frecuencia llegaban a las manos. Ya tenían sus armas, pequeñas pero mortales.
Un día se encontraron frente a frente con las vibrantes lanzas en la mano. No se entendía cuál de las dos era espejo de la otra. Zeus vio el peligro: arrojó desde el cielo su égida, telón entre dos niñas. Palas quedó deslumbrada, con la lanza en la mano. Y un instante después era atravesada por la lanza de Atenea. Fue el primer dolor, y tal vez el mayor, para Atenea. Vuelta al Olimpo, quiso moldear una estatuilla de madera de la amiga muerta y llevarla al lado de Zeus. La imagen tenía un metro sesenta y ocho centímetros de altura, más o menos la altura de Palas, y mostraba los pies juntos.
Cuando la estatua estuvo terminada, Atenea le cubrió el pecho con la égida, como a una niña. Después contempló la estatua, y se reconoció a sí misma.
A partir de aquel día, mataría a muchos hombres y monstruos. Pero siempre con absoluta conciencia. (...) Lo que había sucedido aquella vez en África fue siempre un secreto de Atenea. Pocos fueron los que llegaron a conocer esta historia de su infancia.
Roberto Calasso.