Zeus estaba sentado en un
taburete. Miraba fijo delante de sí. Una brisa le rozaba la barba, salpicada de
gris. Algo pasaba por su cabeza y le comunicaba una ebria postración. Cuando
Zeus engulló a su esposa Metis, por consejo de Gea y Urano, según los cuales
Metis pariría un día a un dios más fuerte que Zeus y capaz de suplantarlo, Metis
ya estaba preñada de Atenea. La niña había fluido al cuerpo de Zeus y allí, en
aquel escondite invisible incluso para los dioses, Zeus le transmitió su
antigua arma, la égida, la piel despellejada de Egis, el monstruo del aliento
ardiente. Ahora Zeus notaba su bóveda craneal arañada por la puntiaguda
jabalina de Atenea. Todo era puntiagudo en aquella niña: la mirada, la mente,
que ahora habitaba la mente del padre, el perfil del yelmo. Mantenía oculta
toda concavidad femenina, como el reverso de su escudo.
Zeus vio acercarse a dos mujeres:
las Ilitías, expertas en partos. Callaban, y acercaron una mano a su cabeza, con
delicadeza, sin atreverse a tocarla. Después apareció Hefesto con un hacha de bronce.
Antes de que Zeus dijera una palabra, Hefesto había dejado caer el hacha sobre
su cabeza y huía, seguido por las Ilitías. ¿Por qué huía? Zeus seguía callado y
sintió en su interior un grito agudísimo, semejante a la voz de una trompa
tirrénica.
Y de repente descubrió que ya no
estaba solo: con pasos quedos, de todas las direcciones, se habían acercado los
demás dioses.
Reconocía a Hera, Hebe; Deméter y
Perséfone sentadas en una cesta, Dioniso echado sobre una piel de pantera, con
el tirso en la mano. Al otro lado Poseidón, Afrodita, Eros, Apolo, Artemis,
Hermes y las tres Moiras, que parecían confabular entre sí. Todos tenían la
mirada dirigida hacia él, pero no a sus ojos, sino un poco más arriba: allí había
aparecido Atenea de la hendidura del cráneo, deslumbrante con sus armas,
mientras Nice revoloteaba a su alrededor con una corona en la mano.
También él la veía: había apoyado
sus pies en el suelo y se alejaba del padre. Era la única que le miraba a los
ojos, volviendo la cabeza en un gesto de silencioso saludo. ¿Veía a su hija o a
sí mismo que se miraba? Después Zeus volvió la mirada a los otros dioses.
Sabía, por sus expresiones graves y solemnes, que una nueva era comenzaba en el
Olimpo.
Atenea es el único ser que, en su
nacimiento, no ha realizado el gesto de tomar algo, sino de quitárselo de
encima. El carro de Helio se había detenido en el cielo cuando la diosa salió
de la cabeza de Zeus. Tenso y expectante estaba el aire en el Olimpo, mientras Atenea,
con lentitud, comenzó a despojarse de sus armas. Abandonó el escudo, el yelmo,
la jabalina, se quitó la égida y, antes de dejar caer la túnica que le llegaba
hasta los tobillos, fue rodeada por un grupo de Heroínas líbicas, cubiertas de
pieles de cabra teñidas de rojo y con abundantes franjas.
Ocultada por ellas, se dirigió al
lago Tritón, en Libia. Allí se sumergió como para renovar una virginidad que
jamás llegaría a perder. Pero tenía que alejarse de una intimidad mucho más profunda:
la mezcla con el cuerpo del padre. En el seco aire africano, Atenea apareció
con el cuerpo reluciente y fuerte. Las Heroínas le colocaron, una tras otra,
sus ropas y sus armas. Ahora Atenea comenzaba a vivir.
En su infancia africana, Atenea
jugaba a la guerra con Palas. Eran dos niñas casi iguales, algo más oscura la
piel de Palas. Atenea era una huésped llegada del cielo. Zeus la había confiado
a Tritón para que la educara. Y Tritón la dejaba todo el día con la hija Palas.
No veían a más gente, encerradas en un recinto de juegos. Violentas e imperiosas,
con frecuencia llegaban a las manos. Ya tenían sus armas, pequeñas pero
mortales.
Un día se encontraron frente a
frente con las vibrantes lanzas en la mano. No se entendía cuál de las dos era
espejo de la otra. Zeus vio el peligro: arrojó desde el cielo su égida, telón
entre dos niñas. Palas quedó deslumbrada, con la lanza en la mano. Y un instante
después era atravesada por la lanza de Atenea. Fue el primer dolor, y tal vez
el mayor, para Atenea. Vuelta al Olimpo, quiso moldear una estatuilla de madera
de la amiga muerta y llevarla al lado de Zeus. La imagen tenía un metro sesenta
y ocho centímetros de altura, más o menos la altura de Palas, y mostraba los
pies juntos.
Cuando la estatua estuvo
terminada, Atenea le cubrió el pecho con la égida, como a una niña. Después
contempló la estatua, y se reconoció a sí misma.
A partir de aquel día, mataría a
muchos hombres y monstruos. Pero siempre con absoluta conciencia. (...) Lo que
había sucedido aquella vez en África fue siempre un secreto de Atenea. Pocos
fueron los que llegaron a conocer esta historia de su infancia.
Roberto Calasso.
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