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martes, 26 de marzo de 2013

LAS BODAS DE CADMO Y HARMONÍA



Zeus estaba sentado en un taburete. Miraba fijo delante de sí. Una brisa le rozaba la barba, salpicada de gris. Algo pasaba por su cabeza y le comunicaba una ebria postración. Cuando Zeus engulló a su esposa Metis, por consejo de Gea y Urano, según los cuales Metis pariría un día a un dios más fuerte que Zeus y capaz de suplantarlo, Metis ya estaba preñada de Atenea. La niña había fluido al cuerpo de Zeus y allí, en aquel escondite invisible incluso para los dioses, Zeus le transmitió su antigua arma, la égida, la piel despellejada de Egis, el monstruo del aliento ardiente. Ahora Zeus notaba su bóveda craneal arañada por la puntiaguda jabalina de Atenea. Todo era puntiagudo en aquella niña: la mirada, la mente, que ahora habitaba la mente del padre, el perfil del yelmo. Mantenía oculta toda concavidad femenina, como el reverso de su escudo.
Zeus vio acercarse a dos mujeres: las Ilitías, expertas en partos. Callaban, y acercaron una mano a su cabeza, con delicadeza, sin atreverse a tocarla. Después apareció Hefesto con un hacha de bronce. Antes de que Zeus dijera una palabra, Hefesto había dejado caer el hacha sobre su cabeza y huía, seguido por las Ilitías. ¿Por qué huía? Zeus seguía callado y sintió en su interior un grito agudísimo, semejante a la voz de una trompa tirrénica.
Y de repente descubrió que ya no estaba solo: con pasos quedos, de todas las direcciones, se habían acercado los demás dioses.
Reconocía a Hera, Hebe; Deméter y Perséfone sentadas en una cesta, Dioniso echado sobre una piel de pantera, con el tirso en la mano. Al otro lado Poseidón, Afrodita, Eros, Apolo, Artemis, Hermes y las tres Moiras, que parecían confabular entre sí. Todos tenían la mirada dirigida hacia él, pero no a sus ojos, sino un poco más arriba: allí había aparecido Atenea de la hendidura del cráneo, deslumbrante con sus armas, mientras Nice revoloteaba a su alrededor con una corona en la mano.
También él la veía: había apoyado sus pies en el suelo y se alejaba del padre. Era la única que le miraba a los ojos, volviendo la cabeza en un gesto de silencioso saludo. ¿Veía a su hija o a sí mismo que se miraba? Después Zeus volvió la mirada a los otros dioses. Sabía, por sus expresiones graves y solemnes, que una nueva era comenzaba en el Olimpo.
Atenea es el único ser que, en su nacimiento, no ha realizado el gesto de tomar algo, sino de quitárselo de encima. El carro de Helio se había detenido en el cielo cuando la diosa salió de la cabeza de Zeus. Tenso y expectante estaba el aire en el Olimpo, mientras Atenea, con lentitud, comenzó a despojarse de sus armas. Abandonó el escudo, el yelmo, la jabalina, se quitó la égida y, antes de dejar caer la túnica que le llegaba hasta los tobillos, fue rodeada por un grupo de Heroínas líbicas, cubiertas de pieles de cabra teñidas de rojo y con abundantes franjas.
Ocultada por ellas, se dirigió al lago Tritón, en Libia. Allí se sumergió como para renovar una virginidad que jamás llegaría a perder. Pero tenía que alejarse de una intimidad mucho más profunda: la mezcla con el cuerpo del padre. En el seco aire africano, Atenea apareció con el cuerpo reluciente y fuerte. Las Heroínas le colocaron, una tras otra, sus ropas y sus armas. Ahora Atenea comenzaba a vivir.
En su infancia africana, Atenea jugaba a la guerra con Palas. Eran dos niñas casi iguales, algo más oscura la piel de Palas. Atenea era una huésped llegada del cielo. Zeus la había confiado a Tritón para que la educara. Y Tritón la dejaba todo el día con la hija Palas. No veían a más gente, encerradas en un recinto de juegos. Violentas e imperiosas, con frecuencia llegaban a las manos. Ya tenían sus armas, pequeñas pero mortales.
Un día se encontraron frente a frente con las vibrantes lanzas en la mano. No se entendía cuál de las dos era espejo de la otra. Zeus vio el peligro: arrojó desde el cielo su égida, telón entre dos niñas. Palas quedó deslumbrada, con la lanza en la mano. Y un instante después era atravesada por la lanza de Atenea. Fue el primer dolor, y tal vez el mayor, para Atenea. Vuelta al Olimpo, quiso moldear una estatuilla de madera de la amiga muerta y llevarla al lado de Zeus. La imagen tenía un metro sesenta y ocho centímetros de altura, más o menos la altura de Palas, y mostraba los pies juntos.
Cuando la estatua estuvo terminada, Atenea le cubrió el pecho con la égida, como a una niña. Después contempló la estatua, y se reconoció a sí misma.
A partir de aquel día, mataría a muchos hombres y monstruos. Pero siempre con absoluta conciencia. (...) Lo que había sucedido aquella vez en África fue siempre un secreto de Atenea. Pocos fueron los que llegaron a conocer esta historia de su infancia.
Roberto Calasso.

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