Ella querría que fuera como
cualquier otra vez, nada especial. Pero es diferente. Los dos han escapado (eso
ella no lo sabe todavía; solo está segura
de su parte) de sus vidas para encontrarse en una esquina y creer que pueden
construir un espacio común. Que todo lo que no sea esa esquina y ese espacio
común no existe. Pero la incertidumbre alarga el tiempo: ella no sabe si él va
a llegar, ni cuándo. Piensa que pudo haberse quedado dormido y, que si lo hizo
(si duerme), llegará con más de media hora de retraso. Y que ella no va a
esperarlo más de media hora, por orgullo y por amor propio. Más por orgullo que
por amor propio. […]
Está un poco en eso y un poco
recordando cosas que todavía no suceden, cuando lo ve bajar de la micro en la
vereda del frente. Lo ve bajar y de pronto le gustaría estar a mil kilómetros
de ahí, en alguna parte del desierto donde no haya esquinas. Pero no porque no
quiera estar ahí, sino porque lo desea demasiado. Porque en un descuido se ha dado
cuenta de que él es hermoso y teme no gustarle. Él la ve antes de bajarse y
piensa en esconder la cabeza y seguir de largo hasta el terminal. Pero no
porque no quiera estar con ella, sino porque la ha visto de lejos y la supo tan
hermosa que de pronto temió no gustarle.
Sin embargo, caminan el uno hacia
el otro, eso sí, sin mirarse demasiado, y se encuentran en un beso largo
queriendo que todo lo demás no exista y presintiendo que es más bien al revés.
Que son ellos los que dejan de existir, que no hay coordenadas geográficas o
temporales que los sostengan, que solo están ahí por la fuerza de su deseo. […]
Caminan lentamente hacia el auto
y, al subirse, por todas las ganas que tienen de estar juntos esa primera vez,
toman conciencia de la cantidad de riesgos que corren en cada viaje. Que el
auto puede no partir. O partir y luego dejar de andar de pronto, en medio de la
calle. O que pueden chocar contra un poste. O arrollar un perro. […]
Y es aún peor. Pueden llegar.
Pueden llegar ilesos, incluso luego de salvar todos los obstáculos, y
encontrarse solos frente a frente, sin excusas, y no gustarse. O ir más allá, y
estar encantados el uno del otro, pero tanto, que en la ansiedad del encuentro
él sea torpe y enrede su reloj en el pelo de ella, y ella, al intentar sacarlo,
le rompa la manilla de la cuerda. O él tratar de desvestirla con tanto apuro
que no se detenga en los botones de la blusa y los arranque todos de un tirón.
O ella besarlo tan fuerte que le hiera los labios.
Pero si eso no sucediera. Si todo
fuera bien, como han imaginado, si se besaran el uno al otro como siempre
soñaron, si encontraran esa manera de acariciarse que ya creían inexistente, si
se produjera un encuentro absoluto y enorme… solo si eso ocurriera las cosas
serían realmente graves. Solo entonces comenzarían a amarse y saben que amarse
es un camino vertiginoso del cual no se escapa nadie por voluntad propia, que
es necesario reventarse en él para lograr olvidarlo, y destruirlo completamente
para salir.
No han hablado, pero no ha sido
necesario, porque con mirarse se entienden. Después se dicen algunas cosas;
ella le cuenta temores que ha inventado en ese momento. Dice temer que ese
espacio que creen estar construyendo no sea real (sabe que es más real que todo
lo demás; que el resto de las cosas no existen) y que la situación sea desigual
(sabe que es más pareja que cualquier otra, que se desean en la misma medida,
que se extrañan con la misma fuerza). Al decirlo ladea la mirada, pero aun así
él no nota que miente porque no quiere notarlo. Simplemente descansa en sus temores
y asiente con la cabeza. Y luego confiesa sentirse culpable de haber elegido
una vida y estarla traicionando al desearla a ella. Se lo dice sin ninguna convicción
y ella lo cree porque quiere creerlo, porque es más fácil.
Se miran en silencio, sintiendo
un pequeño dolor entre el pecho y la garganta. Ya no temen los riesgos del
viaje porque saben que no pasará nada. No temen no gustarse porque se saben
construidos a medida para el gusto del otro. No temen torpezas porque, así como
se desean con furia, se desean también con la calma necesaria para olerse y
aprenderse lentamente de memoria. Pero han creado entre los dos el único y gran
real temor. Y se despiden apoyados en
pequeñas cosas, en otras cosas. Pero lo que los separa es saber que, luego de
ese encuentro (aunque la historia no les alcance para terminar de vivirlo) no
van a poder sino amarse.
Que bastará con tocarse una vez
la piel para no poder salir. Bastará con verse desnudos y juntos frente a un
espejo. Se besan lento y largo sin decirse nada. Él cruza la calle sin volver la
cabeza y ella hace partir su auto, sin poder recordar ya aquello que todavía no
sucede.
Maturana, Andrea.
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