La vergüenza del mestizo
Una de las razones que dicta la
repugnancia criolla a confesar el indio en nuestra sangre, uno de los orígenes
de nuestro miedo de decirnos lealmente mestizos, es la llamada “fealdad del
indio”. Se la tiene como verdad sin vuelta, se la ha aceptado como tres y dos
son cinco. Corre a parejas con las otras frases en plomada: “El indio es
perezoso” y “el indio es malo”.
Cuando los profesores de ciencias
naturales enseñan los órdenes o las familias, y cuando los de dibujo hacen
copiar las bestiecitas a los niños, parten del concepto racional de las diferencias,
que viene a ser el mismo aplicable a las razas humanas: el molusco no tiene la manera
de belleza del pez; el pez luce una, sacada de otros elementos que el reptil y
el reptil señorea una hermosura radicalmente opuesta a la del ave, etc.
Debía haberse enseñado a los
niños nuestros la belleza diferenciada y también opuesta de las razas. El ojo
largo y estrecho consigue ser bello en el mongol, en tanto que en el caucásico
envilece un poco el rostro; el color amarillento, que va de la paja a la
badana, acentúala delicadeza de la cara china, mientras que en la europea dice
no más que cierta miseria sanguínea; el cabello crespo, que en el caucásico es
una especie de corona gloriosa de la cabeza, en el mestizo se hace sospechoso
de mulataje y le preferimos la mecha aplastada del indio. En vez de educarle de
esta manera al niño nuestro el mirar y el interpretar, nuestros maestros
renegados les han enseñado un tipo único de belleza, el caucásico, fuera del
cual no hay apelación, una belleza fijada para los siglos por la raza griega a
través de Fidias.
En cada atributo de la hermosura
que nos enseñan, nos dan exactamente el repudio de un rasgo nuestro; en cada
sumando de la gracia que nos hacen alabar nos sugieren la vergüenza de una
condición de nuestros huesos o de nuestra piel. Así se forman hombres y mujeres
con asco de su propia envoltura corporal; así se suministra la sensación de
inferioridad de la cual se envenena invisiblemente nuestra raza, y así se vuelve
viles a nuestras gentes sugiriéndoles que la huida hacia el otro tipo es su
única salvación.
El indio es feo dentro de su tipo
en la misma relación en que lo es el europeo común dentro del suyo.
Imaginémonos una Venus maya, o
mejor imaginemos el tipo del caballero Águila del Museo de México como el de un
Apolo tolteca, que eso es. Pongamos ahora mejilla contra mejilla con él a los
hombres de la meseta de Anahuac. Cumplamos prueba idéntica con el Apolo del Belvedere
del Louvre y alleguémosles a los franceses actuales que se creen sus herederos
legítimos. Las cifras de los sub-Apolos y las de los sub-caballeros águilas
serán iguales; tan poco frecuente es la belleza cabal en cualquier raza.
Alguno alegará que la comparación
está viciada porque el punto de arranque son dos rostros sin paridad: uno
redondamente perfecto y otro de discutible perfección. No hay tal; ambos enseñorean
en el mismo filo absoluto de la belleza viril. Se dirá que a pesar de esta
prueba un poco estadística las dos razas producen una impresión de conjunto
bastante diversa: la francesa regala el ojo y la azteca lo disgusta. La ilusión
de ventaja la pone solamente el color; oscurézcase un poco en la imaginación
ese blanco sonrosado y entonces se verá la verdad de las dos cabezas, que aquí,
como en muchas cosas, la línea domina la coloración.
Me leía yo sonriendo una
geografía francesa en el capítulo sobre las razas. La descripción de la blanca
correspondía a una especie de dictado que hubiese hecho el mismo Fidias sobre
su Júpiter: nariz que baja recta de la frente a su remate, ojos noblemente
espaciosos, boca mediana y de labios delicados, cabello en rizos grandes:
Júpiter, padre de los dioses. Yo me acordaba de la naricilla remangada, tantas
veces japonesa, que me encuentro todos los días; de las bocas grandes y
vulgares, de los cabellos flojos que hacen gastar tanta electricidad para su
ondulación y de la talla mediocre del francés común.
El falso tipo de Fidias
Se sabe cómo trabajaba Fidias:
cogió unos cuantos rasgos, los mejores éxitos de la carne griega —aquí una
frente ejemplar, allá un mentón sólido y fino, más allá un aire noble, atribuible
al dios—, unió estas líneas realistas con líneas enteramente intelectuales, y
como lo inventado fue más que lo copiado de veras, el llamado tipo griego que
aceptamos fue en su origen una especie de modelo del género humano, de super Adán
posible dentro de la raza caucásica, pero en ningún caso realizado ni por
griego ni por romano.
El procedimiento puede llamarse
magistral. El hombre de Fidias, puro intento de escultura de los dioses y
proyecto de la configuración del rostro humano futuro, pasaría a ser, por la vanidad
de la raza blanca, el verídico hombre europeo.
Pienso en el resultado probable
del método si aplicásemos la magna receta a nuestras razas aborígenes. El
escultor de buena voluntad, reuniendo no más de cien ejemplares indios, podría
sacar las facciones y las cualidades que se van a enumerar “grosso modo”.
El indio piel roja nos prestaría
su gran talla, su cuerpo magníficamente lanzado de rey cazador o de rey soldado
sin ningún atolladero de grasa en vientre ni espaldas, musculado dentro de una
gran esbeltez del pie a la frente.
Los mayas proporcionarían su
cráneo extraño, no hallado en otra parte, que es ancho contenedor de una frente
desatada en una banda pálida y casi blanca que va de la sien a la sien; entregarían unos
maxilares fortísimos y sin brutalidad
que lo mismo
pudiesen ser los de
Mussolini —“quijadas de mascador de hierro”—. El indio quechua ofrecería para
templar la acometividad del cráneo sus ojos dulces por excelencia, salidos de una
raza cuya historia de mil años da más regusto de leche que de sangre. Esos ojos
miran a través de una especie de óleo negro, de espejo embetunado con siete
óleos de bondad y de paciencia humana, y muestran unas
timideces conmovidas y
conmovedoras de venado
criollo, advirtiendo que la
dulzura de este ojo negro no es banal como la del ojo azul del caucásico sino
profunda, como cavada del seno a la cuenca. Corre de la nariz a la sien este ojo
quechua, parecido a una gruesa gota vertida en lámina inclinada, y lo festonea
una ceja bella como la árabe, más larga aún y que engaña aumentando mañosamente
la longitud de la pupila.
Yo me sé muy bien que la nariz
cuesta hallarla en un orden de fineza, porque generalmente bolivianos y
colombianos la llevan de aletas gruesas y anchas; pero hay la otra, la del aguileño
maya, muy sensible, según la raza sensual que gusta de los perfumes. La boca
también anda demasiado espesa en algunos grupos inferiores de los bajíos donde
el cuerpo se aplasta con las atmósferas o se hincha en los barriales genésicos;
pero al igual de la nariz, prima de la árabe, se la encuentra de labios
delgados como la hoja de maíz, de una delgadez cortada y cortadora que es de
las más expresivas para la gracia maliciosa y los rictus del dolor.
Suele caer hacia los lados esta
boca india con el desdén que viven esas razas que se saben dignas como
cualquier otra por talentos y virtudes y que han sido “humilladas y ofendidas”
infinitamente; caen los extremos de esas bocas con más melancolía que amargura,
y se levantan bruscamente en la risa burlona; dando una sorpresa a los que
creen al indio tumbado en una animalidad triste.
Hemos querido
proporcionar a los
maestros de nuestros
niños estos detalles
rápidos para que intenten y para que logren arrancarles a estos la
vergüenza de su tipo mestizo, que consciente o inconscientemente les han dado.
Pero este alegato por el cuerpo indio va a continuar otro día, porque es cosa
larga de decir y asunto de más interés del que le damos.
Gabriela Mistral. Ensayos.
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