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domingo, 16 de junio de 2013

LA GALLINA DEGOLLADA

Todo  el  día,  sentados  en  el  patio  en  un  banco,  estaban  los  cuatro  hijos idiotas del matrimonio Mazzini–Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos y volvían la cabeza con la boca abierta.
El  patio  era  de  tierra,  cerrado  al  oeste  por  un  cerco  de  ladrillos.  El  banco quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta.  La  luz  enceguecedora  llamaba  su  atención  al  principio,  poco  a  poco  sus ojos se animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida.
Otras  veces,  alineados  en  el  banco,  zumbaban  horas  enteras,  imitando  al tranvía  eléctrico.  Los  ruidos  fuertes  sacudían  asimismo  su  inercia,  y  corrían entonces,  mordiéndose  la  lengua  y  mugiendo,  alrededor  del  patio.  Pero  casi siempre estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día  sentados  en  su  banco,  con  las  piernas  colgantes  y  quietas,  empapando  de glutinosa saliva el pantalón.
El  mayor  tenía  doce  años,  y  el  menor  ocho.  En  todo  su  aspecto  sucio  y desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal. Esos  cuatro  idiotas,  sin  embargo,  habían  sido  un  día  el  encanto  de  sus padres. A los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido y mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital: un hijo: ¿Qué  mayor  dicha  para  dos  enamorados  que  esa  honrada  consagración  de  su cariño, libertado ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación?
Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de matrimonio,  creyeron  cumplida  su  felicidad.  La  criatura  creció,  bella  y  radiante, hasta  que  tuvo  año  y  medio.  Pero  en  el  vigésimo  mes  sacudiéronlo  una  noche convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no conocía más a sus padres. El médico lo examinó con esa atención profesional que está visiblemente buscando la causa del mal en las enfermedades de los padres.
Después  de  algunos  días  los  miembros  paralizados  recobraron  el movimiento; pero la inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del todo; había  quedado  profundamente  idiota,  baboso,  colgante, muerto  para  siempre sobre las rodillas de su madre.
–¡Hijo, mi hijo querido! –sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su primogénito.
El padre, desolado, acompañó al médico afuera.
–A  usted  se  le  puede  decir;  creo  que  es  un  caso  perdido.  Podrá  mejorar, educarse en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más allá.
–¡Sí!... ¡sí!... –asentía Mazzini.– Pero dígame: ¿Usted cree que es herencia, que...?
–En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creí cuando vi a su hijo.
Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada más, pero hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar bien. Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo,
el  pequeño  idiota  que  pagaba  los  excesos  del  abuelo.  Tuvo  asimismo  que consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel fracaso de su joven maternidad.
Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo. Nació éste, y su salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir extinguido.
Pero a los dieciocho meses las convulsiones del primogénito se repetian, y al día siguiente amanecía idiota.
Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor estaban malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida normal. Ya no pedían más belleza e inteligencia como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo
como todos!
Del  nuevo  desastre  brotaron  nuevas  llamaradas  de  dolorido  amor,  un  loco anhelo  de  redimir  de  una  vez  para  siempre  la  santidad  de  su  ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitióse el proceso de los dos mayores. Mas, por encima de su inmensa amargura, quedaba a Mazzini y Berta gran
compasión por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la más honda animalidad, no ya sus almas,
sino  el  instinto  mismo  abolido.  No  sabían  deglutir,  cambiar  de  sitio,  ni  aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse cuenta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el  rostro.  Animábanse  sólo  al  comer,  o  cuando  veían  colores  brillantes  u  oían truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí  bestial.  Tenían,  en  cambio,  cierta  facultad  imitativa;  pero  no  se  pudo obtener nada más.
Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero pasados tres años desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad.
No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba, en razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual había tomado sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de sus hijos; pero la desesperanza  de  redención  ante  las  cuatro  bestias  que  habían  nacido  de  ellos,
echó  afuera  esa  imperiosa  necesidad  de  culpar  a  los  otros,  que  es  patrimonio específico de los corazones inferiores.
Iniciáronse con el cambio de pronombres:  tus  hijos. Y como a más del insulto había la insidia, la atmósfera se cargaba.
–Me parece –díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las manos– que podrías tener más limpios a los muchachos.
Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.
–Es la primera vez –repuso al rato– que te veo inquietarte por el estado de tus hijos. Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada:
–De nuestros hijos, ¿me parece?
–Bueno; de nuestros hijos. ¿Te gusta así? –alzó ella
Esta vez Mazzini se expresó claramente:
–¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?
–¡Ah, no! –se sonrió Berta, muy pálida– ¡pero yo tampoco, supongo!... ¡No faltaba más!... –murmuró.
–¿Qué, no faltaba más?
– ¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te quería decir.
Su  marido  la  miró  un  momento,  con  brutal  deseo  de  un  momento  con insultarla.
– ¡Dejemos! –articuló, secándose por fin las manos.
–Como quieras; pero si quieres decir...
–¡Berta!
–¡Como quieras!
Este  fue  el  primer  choque  y  le  sucedieron  otros.  Pero  en  las  inevitables reconciliaciones, sus almas se unían doble arrebato y locura por otro hijo.
Nació  así  una  niña.  Vivieron  dos  años  con  la  angustia  a  flor  de  alma, esperando  siempre  otro  desastre.  Nada  acaeció,  sin  embargo,  y  los  padres pusieron  en  ella  toda  su  complacencia,  que  la  pequeña  llevaba  a  los  más extremos límites del mimo y la mala crianza. Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo  atroz  que  la  hubieran  obligado  a  cometer.  A  Mazzini,  bien  que  en  menor
grado, pasábale lo mismo.
No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor indisposición de su hija  echaba  ahora  afuera,  con  el  de  terror  de  perderla,  los  rencores  de  su descendencia podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no quedara  distendido,  y  al  menor  contacto  el  veneno  se  vertía  afuera. Desde  el primer disgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que el hombre  se  siente  arrastrado  con  cruel  fruición,  es,  cuando  ya  se  comenzó,  a humillar del todo a una persona. Antes se contenían por la mutua falta de éxito; ahora que éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado a crear.
Con  estos  sentimientos,  no  hubo  ya  para  los  cuatro  hijos  mayores  afecto posible.  La  sirvienta  los  vestía,  les  daba  de  comer,  los  acostaba,  con  visible brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban casi todo el día sentados frente al cerco, abandonados de toda remota caricia.
De  este  modo  Bertita  cumplió  cuatro  años,  y  esa  noche,  resultado  de  las golosinas que era a los padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir o quedar idiota, tornó a reabrir la eterna llaga.
Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes pasos de Mazzini.
–¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces?...
–Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.
Ella se sonrió, desdeñosa:
–¡No, no te creo tanto!
–Ni yo, jamás, te hubiera creído tanto a ti... ¡tisiquilla!
–¡Qué! ¿qué dijiste?...
–¡Nada!
–¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier cosa a tener un padre como el que has tenido tú!
Mazzini se puso pálido.
–¡Al fin! –murmuró con los dientes apretados.– ¡Al fin, víbora, has dicho lo que querías!
–¡Sí, víbora, sí! ¡Pero yo he tenido padres sanos! ¿Oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre
no ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos!
Mazzini explotó a su vez.
–¡Víbora  tísica!  ¡eso  es  lo  que  te  dije,  lo  que  te  quiero  decir!  ¡Pregúntale, pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi padre o tu pulmón picado, víbora!
Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita selló  instantáneamente  sus  bocas.  A  la  una  de  la  mañana  la  ligera  indigestión había desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes que  se  han  amado  intensamente  una  vez  siquiera,  la  reconciliación  Regó,  tanto más efusiva cuanto hirientes fueran los agravios.
Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre.
Las  emociones  y  mala  noche  pasada  tenían,  sin  duda,  gran  culpa.  Mazzini  la retuvo abrazada largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin que ninguno se atreviera a decir una palabra.
A  las  diez  decidieron  salir,  después  de  almorzar.  Como  apenas  tenían tiempo, ordenaron a la sirvienta que matara una gallina. El  día  radiante  había  arrancado  a  los  idiotas  de  su  banco.  De  modo  que
mientras  la  sirvienta  degollaba  en  la  cocina  al  animal,  desangrándolo  con parsimonia  (Berta  había  aprendido  de  su  madre  este  buen  modo  de  conservar frescura a la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación. Rojo... rojo...
–¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.
Berta  llegó;  no  quería  que  jamás  pisaran  allí.  ¡Y  ni  aún  en  esas  horas  de pleno perdón, olvido y felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible visión!
Porque, naturalmente, cuanto más intensos eran los raptos de amor a su marido e hija, más irritado era su humor más irritable era su humor con los monstruos.
–¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo! Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco. Después de almorzar, salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires, y el matrimonio  a  pasear  por  las  quintas.  Al  bajar  el  sol  volvieron,  pero  Berta  quiso saludar  un  momento  a  sus  vecinas  de  enfrente.  Su  hija  escapóse  enseguida  a casa. Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol había traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los ladrillos, más inertes que nunca.
De  pronto,  algo  se  interpuso  entre  su  mirada  y  el  cerco.  Su  hermana, cansada de cinco horas paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al pie del  cerco,  miraba  pensativa  la  cresta.  Quería  trepar,  eso  no  ofrecía  duda.  Al  fin decidióse por una silla desfondada, pero faltaba aún. Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar vertical el mueble, con lo cual
triunfó.
Los  cuatro  idiotas,  la  mirada  indiferente,  vieron  cómo  su  hermana  lograba pacientemente dominar el equilibrio, y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre la cresta del cerro, entre sus manos tirantes.
Viéronla mirar a todos lados, y buscar apoyo con el pie para alzarse más. Pero  la  mirada  de  los  idiotas  se  había  animado;  una  misma  luz  insistente estaba  fija  en  sus  pupilas.  No  apartaban  los  ojos  de  su  hermana,  mientras
creciente  sensación  de  gula  bestial  iba  cambiando  cada  línea  de  sus  rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que habiendo logrado calzar el pie, iba ya a montar a horcajadas y a caerse del otro lado, seguramente, sintióse cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo.
–¡Soltáme! ¡dejáme! –gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída.
–¡Mamá!  ¡Ay,  mamá!  ¡Mamá,  papá!  –lloró  imperiosamente.  Trató  aún  de sujetarse del borde, pero sintióse arrancada y cayó.
–Mamá,  ¡ay!  Ma...  –No  pudo  gritar  más.  Uno  de  ellos  le  apretó  el  cuello, apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado a la gallina, bien
sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo.
Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija.
–Me parece que te llama –le dijo a Berta.
Prestaron  oído,  inquietos,  pero  no  oyeron  más.  Con  todo,  un  momento después se despidieron, y mientras Berta iba a dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el patio:
–¡Bertita!
Nadie respondió.
–¡Bertita! –alzó más la voz, ya alterada.
Y  el  silencio  fue  tan  fúnebre  para  su  corazón  siempre  aterrado,  que  la espalda se le heló de horrible presentimiento.
–¡Mi hija, mi hija! –corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a  la  cocina  vio  en  el  piso  un  mar  de  sangre.  Empujó  violentamente  la  puerta entornada, y lanzó un grito de horror.
Berta,  que  ya  se  había  lanzado  corriendo  a  su  vez  al  oír  el  angustioso llamado  del  padre,  oyó  el  grito  y  respondió  con  otro.  Pero  al  precipitarse  en  la cocina, Mazzini, lívido como la muerte, se interpuso, conteniéndola:
–¡No entres! ¡No entres!
Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.
Horacio Quiroga

EL GATO CON BOTAS



Un molinero dejó como única herencia a sus tres hijos, su molino, su burro y su gato. El reparto fue bien simple: no se necesitó llamar ni al abogado ni al notario. Habrían consumido todo el pobre patrimonio.
El mayor recibió el molino, el segundo se quedó con el burro, y al menor le tocó sólo el gato. Este se lamentaba de su mísera herencia:
—Mis hermanos, decía, podrán ganarse la vida convenientemente trabajando juntos; lo que es yo, después de comerme a mi gato y de hacerme un manguito con su piel, me moriré de hambre.
El gato, que escuchaba estas palabras, pero se hacía el desentendido, le dijo en tono serio y pausado:
—No debéis afligiros, mi señor, no tenéis más que proporcionarme una bolsa y un par de botas para andar por entre los matorrales, y veréis que vuestra herencia no es tan pobre como pensáis.
Aunque el amo del gato no abrigara sobre esto grandes ilusiones, le había visto dar tantas muestras de agilidad para cazar ratas y ratones, como colgarse de los pies o esconderse en la harina para hacerse el muerto, que no desesperó de verse socorrido por él en su miseria.
Cuando el gato tuvo lo que había pedido, se colocó las botas y echándose la bolsa al cuello, sujetó los cordones de ésta con las dos patas delanteras, y se dirigió a un campo donde había muchos conejos. Puso afrecho y hierbas en su saco y tendiéndose en el suelo como si estuviese muerto, aguardó a que algún conejillo, poco conocedor aún de las astucias de este mundo, viniera a meter su hocico en la bolsa para comer lo que había dentro. No bien se hubo recostado, cuando se vio satisfecho. Un atolondrado conejillo se metió en el saco y el maestro gato, tirando los cordones, lo encerró y lo mató sin misericordia.
Muy ufano con su presa, fuese donde el rey y pidió hablar con él. Lo hicieron subir a los aposentos de Su Majestad donde, al entrar, hizo una gran reverencia ante el rey, y le dijo:
—He aquí, Majestad, un conejo de campo que el señor marqués de Carabás (era el nombre que inventó para su amo) me ha encargado obsequiaros de su parte.
—Dile a tu amo, respondió el rey, que le doy las gracias y que me agrada mucho.
En otra ocasión, se ocultó en un trigal, dejando siempre su saco abierto; y cuando en él entraron dos perdices, tiró los cordones y las cazó a ambas. Fue en seguida a ofrendarlas al rey, tal como había hecho con el conejo de campo. El rey recibió también con agrado las dos perdices, y ordenó que le diesen de beber. El gato continuó así durante dos o tres meses llevándole de vez en cuando al rey productos de caza de su amo. Un día supo que el rey iría a pasear a orillas del río con su hija, la más hermosa princesa del mundo, y le dijo a su amo:
—Sí queréis seguir mi consejo, vuestra fortuna está hecha: no tenéis más que bañaros en el río, en el sitio que os mostraré, y en seguida yo haré lo demás. El marqués de Carabás hizo lo que su gato le aconsejó, sin saber de qué serviría. Mientras se estaba bañando, el rey pasó por ahí, y el gato se puso a gritar con todas sus fuerzas: —¡Socorro, socorro! ¡El señor marqués de Carabás se está ahogando! Al oír el grito, el rey asomó la cabeza por la portezuela y reconociendo al gato que tantas veces le había llevado caza, ordenó a sus guardias que acudieran rápidamente a socorrer al marqués de Carabás. En tanto que sacaban del río al pobre marqués, el gato se acercó a la carroza y le dijo al rey que mientras su amo se estaba bañando, unos ladrones se habían llevado sus ropas pese a haber gritado ¡al ladrón! con todas sus fuerzas; el pícaro del gato las había escondido debajo de una enorme piedra. El rey ordenó de inmediato a los encargados de su guardarropa que fuesen en busca de sus más bellas vestiduras para el señor marqués de Carabás. El rey le hizo mil atenciones, y como el hermoso traje que le acababan de dar realzaba su figura, ya que era apuesto y bien formado, la hija del rey lo encontró muy de su agrado; bastó que el marqués de Carabás le dirigiera dos o tres miradas sumamente respetuosas y algo tiernas, y ella quedó locamente enamorada.
El rey quiso que subiera a su carroza y lo acompañara en el paseo. El gato, encantado al ver que su proyecto empezaba a resultar, se adelantó, y habiendo encontrado a unos campesinos que segaban un prado, les dijo:
—Buenos segadores, si no decís al rey que el prado que estáis segando es del marqués de Carabás, os haré picadillo como carne de budín. Por cierto que el rey preguntó a los segadores de quién era ese prado que estaban segando.
—Es del señor marqués de Carabás, dijeron a una sola voz, puesto que la amenaza del gato los había asustado.
—Tenéis aquí una hermosa heredad, dijo el rey al marqués de Carabás.
—Veréis, Majestad, es una tierra que no deja de producir con abundancia cada año.
El maestro gato, que iba siempre delante, encontró a unos campesinos que cosechaban y les dijo:
—Buena gente que estáis cosechando, si no decís que todos estos campos pertenecen al marqués de Carabás, os haré picadillo como carné de budín. El rey, que pasó momentos después, quiso saber a quién pertenecían los campos que veía.
—Son del señor marqués de Carabás, contestaron los campesinos, y el rey nuevamente se alegró con el marqués.
El gato, que iba delante de la carroza, decía siempre lo mismo a todos cuantos encontraba; y el rey estaba muy asombrado con las riquezas del señor marqués de Carabás.
El maestro gato llegó finalmente ante un hermoso castillo cuyo dueño era un ogro, el más rico que jamás se hubiera visto, pues todas las tierras por donde habían pasado eran dependientes de este castillo. El gato, que tuvo la precaución de informarse acerca de quién era éste ogro y de lo que sabía hacer, pidió hablar con él, diciendo que no había querido pasar tan cerca de su castillo sin tener el honor de hacerle la reverencia. El ogro lo recibió en la forma más cortés que puede hacerlo un ogro y lo invitó a descansar.
—Me han asegurado, dijo el gato, que vos tenías el don de convertiros en cualquier clase de animal, que podíais, por ejemplo, transformaros en león, en elefante.
—Es cierto, respondió el ogro con brusquedad, y para demostrarlo, veréis cómo me convierto en león.
El gato se asustó tanto al ver a un león delante de él que en un santiamén se trepó a las canaletas, no sin pena ni riesgo a causa de las botas que nada servían para andar por las tejas.
Algún rato después, viendo que el ogro había recuperado su forma primitiva, el gato bajó y confesó que había tenido mucho miedo.
—Además me han asegurado, dijo el gato, pero no puedo creerlo, que vos también tenéis el poder de adquirir la forma del más pequeño animalillo; por ejemplo, que podéis convertiros en un ratón, en una rata; os confieso que eso me parece imposible.
—¿Imposible?, repuso el ogro, ya veréis; y al mismo tiempo se transformó en una rata que se puso a correr por el piso.Apenas la vio, el gato se echó encima de ella y se la comió.
Entretanto, el rey que al pasar vio el hermoso castillo del ogro, quiso entrar. El gato, al oír el ruido del carruaje que atravesaba el puente levadizo, corrió adelante y le dijo al rey:
—Vuestra Majestad sea bienvenida al castillo del señor marqués de Carabás.
—¡Cómo, señor marqués, exclamó el rey, este castillo también os pertenece!
Nada hay más bello que este patio y todos estos edificios que lo rodean; veamos el interior, por favor.
El marqués ofreció la mano a la joven princesa y, siguiendo al rey que iba primero, entraron a una gran sala donde encontraron una magnífica colación que el ogro había mandado preparar para sus amigos que vendrían a verlo ese mismo día, los cuales no se habían atrevido a entrar, sabiendo que el rey estaba allí.
El rey, encantado con las buenas cualidades del señor marqués de Carabás, al igual que su hija, que ya estaba loca de amor, viendo los valiosos bienes que poseía, le dijo, después de haber bebido cinco o seis copas:
—Sólo dependerá de vos, señor marqués, que seáis mi yerno. El marqués, haciendo grandes reverencias, aceptó el honor que le hacia el rey; y ese mismo día se casó con la princesa. El gato se convirtió en gran señor, y ya no corrió tras las ratas sino para divertirse.   


CHARLES PERRAULT
 

TERAPIAS

Un cronopio se recibe de médico y abre un consultorio en la calle Santiago del Estero. En seguida viene un enfermo y le cuenta cómo hay cosas que le duelen y cómo de noche no duerme y de día no come.
- Compre un gran ramo de rosas - dice el cronopio.
El  enfermo  se  retira  sorprendido,  pero  compra  el  ramo  y  se  cura  instantáneamente. Lleno de gratitud acude al cronopio, y además de pagarle le obsequia, fino testimonio, un hermoso ramo de rosas. Apenas se ha ido el cronopio cae enfermo, le duele por todos lados, de noche no duerme y de día no come.
J. CORTÁZAR

CONTINUIDAD DE LOS PARQUES



Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad  del  estudio  que miraba hacia el parque  de  los robles.  Arrellanado  en su sillón  favorito  de  espaldas  a  la  puerta  que  lo  hubiera  molestado  como  una  irritante posibilidad  de  intrusiones,  dejó  que  su  mano  izquierda  acariciara  una  y  otra  vez  el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por  la  sórdida  disyuntiva  de  los  héroes,  dejándose  ir  hacia  las  imágenes  que  se concertaban  y  adquirían  color  y  movimiento,  fue  testigo  del  último  encuentro  en  la cabaña  del  monte.  Primero  entraba  la  mujer,  recelosa;  ahora  llegaba  el  amante, lastimada  la  cara  por  el  chicotazo  de  una  rama.  Admirablemente  restallaba  ella  la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de  otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido.  El  doble  repaso  despiadado  se  interrumpía  apenas  para  que  una  mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin  mirarse  ya,  atados  rígidamente  a  la  tarea  que  los  esperaba,  se  separaron  en  la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda  opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose  en  los  árboles  y  los  setos,  hasta  distinguir  en  la  bruma  malva  del crepúsculo  la  alameda  que  llevaba  a  la  casa.  Los  perros  no  debían  ladrar,  y  no  ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.
JULIO CORTÁZAR

martes, 11 de junio de 2013

PEDRITO Y LA ARDILLA



Cierta mañana en que la mamá estaba plantando pensamientos, salió Pedrito y le dijo:
–Voy a ir al bosque a darles maní a las ardillas.
–Muy bien – repuso la mamá y siguió plantando.
Pedrito se fue con el maní en el bolsillo; bajó la colina, pasó por la laguna y llegó al bosque, pero no encontró ninguna ardilla.
–Ardillitas, tengo tres maníes para ustedes.. Pero ninguna se acercó.
Siguió andando hasta que llegó a la mitad del bosque. Todo estaba muy tranquilo; fuera de Pedrito, no había nadie. Parecía que todos los animalitos estaban dormidos. De repente oyó un ruido. Era el viento que jugaba con los árboles; el agua del arroyo que jugaba con las piedras..¡nada más!.
De repente frente a él... «plop», miró y vio a una ardillita de color gris que había bajado de un árbol. Se colocó delante de Pedrito y, sentada sobre sus patitas traseras, lo miraba con sus brillantes ojos negros.
–¡Por fin llegaste, ardillita! Te he traído tres maníes.
Sacó de su bolsillo un maní y se lo pasó a la ardilla que lo cogió con sus patas delanteras, lo abrió y se lo comió. Pedrito le lanzó el segundo, y se lo comió de la misma manera. Después de un rato le ofreció un tercero, que la ardilla tragó con mucha rapidez.
–Este es mi último maní- dijo Pedrito, no tengo más.
Pedrito puso su mano en el bolsillo para indicarle que ya no le quedaba más, pero la ardillita no podía comprender lo que Pedrito quería decirle, pensó que Pedrito ponía las manos en el bolsillo para sacar más maní y por eso esperó. Cuando se cansó de esperar saltó hacia Pedrito para decirle que quería más.
¿Y qué creen ustedes? Pedrito tampoco comprendió lo que el animal quería. Asustado, corrió a la casa, seguido de cerca por la asustada ardilla, que creía que se arrancaba con el maní.
–¡Mamá! ¡mamá! – grito Pedrito – ¡La ardilla me alcanza!
La mamá apareció entre los pensamientos y vio a Pedrito corriendo muy ligero, seguido de la ardilla.
–¡Es una ardilla muy grande, mamá!- gritó Pedrito- ¡Oh , me alcanza!- añadió, muy asustado.
La mamá corrió hacía él y lo tomó en sus brazos, diciéndole:
–No te asustes Pedrito; date vuelta y mira.
Pedrito se calmó y , mirando hacia atrás, vio a la ardillita que, parada en sus patitas, pedía más maní.
La mamá riéndose le preguntó:
-¿Es una ardilla grande?
Y Pedrito miró y miró, muy extrañado, le contestó:
 –Si es sólo una ardilla chiquitita–