Translate

domingo, 16 de junio de 2013

CONTINUIDAD DE LOS PARQUES



Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad  del  estudio  que miraba hacia el parque  de  los robles.  Arrellanado  en su sillón  favorito  de  espaldas  a  la  puerta  que  lo  hubiera  molestado  como  una  irritante posibilidad  de  intrusiones,  dejó  que  su  mano  izquierda  acariciara  una  y  otra  vez  el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por  la  sórdida  disyuntiva  de  los  héroes,  dejándose  ir  hacia  las  imágenes  que  se concertaban  y  adquirían  color  y  movimiento,  fue  testigo  del  último  encuentro  en  la cabaña  del  monte.  Primero  entraba  la  mujer,  recelosa;  ahora  llegaba  el  amante, lastimada  la  cara  por  el  chicotazo  de  una  rama.  Admirablemente  restallaba  ella  la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de  otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido.  El  doble  repaso  despiadado  se  interrumpía  apenas  para  que  una  mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin  mirarse  ya,  atados  rígidamente  a  la  tarea  que  los  esperaba,  se  separaron  en  la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda  opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose  en  los  árboles  y  los  setos,  hasta  distinguir  en  la  bruma  malva  del crepúsculo  la  alameda  que  llevaba  a  la  casa.  Los  perros  no  debían  ladrar,  y  no  ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.
JULIO CORTÁZAR

No hay comentarios: