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domingo, 16 de junio de 2013

LA GALLINA DEGOLLADA

Todo  el  día,  sentados  en  el  patio  en  un  banco,  estaban  los  cuatro  hijos idiotas del matrimonio Mazzini–Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos y volvían la cabeza con la boca abierta.
El  patio  era  de  tierra,  cerrado  al  oeste  por  un  cerco  de  ladrillos.  El  banco quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta.  La  luz  enceguecedora  llamaba  su  atención  al  principio,  poco  a  poco  sus ojos se animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida.
Otras  veces,  alineados  en  el  banco,  zumbaban  horas  enteras,  imitando  al tranvía  eléctrico.  Los  ruidos  fuertes  sacudían  asimismo  su  inercia,  y  corrían entonces,  mordiéndose  la  lengua  y  mugiendo,  alrededor  del  patio.  Pero  casi siempre estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día  sentados  en  su  banco,  con  las  piernas  colgantes  y  quietas,  empapando  de glutinosa saliva el pantalón.
El  mayor  tenía  doce  años,  y  el  menor  ocho.  En  todo  su  aspecto  sucio  y desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal. Esos  cuatro  idiotas,  sin  embargo,  habían  sido  un  día  el  encanto  de  sus padres. A los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido y mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital: un hijo: ¿Qué  mayor  dicha  para  dos  enamorados  que  esa  honrada  consagración  de  su cariño, libertado ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación?
Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de matrimonio,  creyeron  cumplida  su  felicidad.  La  criatura  creció,  bella  y  radiante, hasta  que  tuvo  año  y  medio.  Pero  en  el  vigésimo  mes  sacudiéronlo  una  noche convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no conocía más a sus padres. El médico lo examinó con esa atención profesional que está visiblemente buscando la causa del mal en las enfermedades de los padres.
Después  de  algunos  días  los  miembros  paralizados  recobraron  el movimiento; pero la inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del todo; había  quedado  profundamente  idiota,  baboso,  colgante, muerto  para  siempre sobre las rodillas de su madre.
–¡Hijo, mi hijo querido! –sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su primogénito.
El padre, desolado, acompañó al médico afuera.
–A  usted  se  le  puede  decir;  creo  que  es  un  caso  perdido.  Podrá  mejorar, educarse en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más allá.
–¡Sí!... ¡sí!... –asentía Mazzini.– Pero dígame: ¿Usted cree que es herencia, que...?
–En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creí cuando vi a su hijo.
Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada más, pero hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar bien. Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo,
el  pequeño  idiota  que  pagaba  los  excesos  del  abuelo.  Tuvo  asimismo  que consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel fracaso de su joven maternidad.
Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo. Nació éste, y su salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir extinguido.
Pero a los dieciocho meses las convulsiones del primogénito se repetian, y al día siguiente amanecía idiota.
Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor estaban malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida normal. Ya no pedían más belleza e inteligencia como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo
como todos!
Del  nuevo  desastre  brotaron  nuevas  llamaradas  de  dolorido  amor,  un  loco anhelo  de  redimir  de  una  vez  para  siempre  la  santidad  de  su  ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitióse el proceso de los dos mayores. Mas, por encima de su inmensa amargura, quedaba a Mazzini y Berta gran
compasión por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la más honda animalidad, no ya sus almas,
sino  el  instinto  mismo  abolido.  No  sabían  deglutir,  cambiar  de  sitio,  ni  aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse cuenta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el  rostro.  Animábanse  sólo  al  comer,  o  cuando  veían  colores  brillantes  u  oían truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí  bestial.  Tenían,  en  cambio,  cierta  facultad  imitativa;  pero  no  se  pudo obtener nada más.
Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero pasados tres años desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad.
No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba, en razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual había tomado sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de sus hijos; pero la desesperanza  de  redención  ante  las  cuatro  bestias  que  habían  nacido  de  ellos,
echó  afuera  esa  imperiosa  necesidad  de  culpar  a  los  otros,  que  es  patrimonio específico de los corazones inferiores.
Iniciáronse con el cambio de pronombres:  tus  hijos. Y como a más del insulto había la insidia, la atmósfera se cargaba.
–Me parece –díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las manos– que podrías tener más limpios a los muchachos.
Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.
–Es la primera vez –repuso al rato– que te veo inquietarte por el estado de tus hijos. Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada:
–De nuestros hijos, ¿me parece?
–Bueno; de nuestros hijos. ¿Te gusta así? –alzó ella
Esta vez Mazzini se expresó claramente:
–¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?
–¡Ah, no! –se sonrió Berta, muy pálida– ¡pero yo tampoco, supongo!... ¡No faltaba más!... –murmuró.
–¿Qué, no faltaba más?
– ¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te quería decir.
Su  marido  la  miró  un  momento,  con  brutal  deseo  de  un  momento  con insultarla.
– ¡Dejemos! –articuló, secándose por fin las manos.
–Como quieras; pero si quieres decir...
–¡Berta!
–¡Como quieras!
Este  fue  el  primer  choque  y  le  sucedieron  otros.  Pero  en  las  inevitables reconciliaciones, sus almas se unían doble arrebato y locura por otro hijo.
Nació  así  una  niña.  Vivieron  dos  años  con  la  angustia  a  flor  de  alma, esperando  siempre  otro  desastre.  Nada  acaeció,  sin  embargo,  y  los  padres pusieron  en  ella  toda  su  complacencia,  que  la  pequeña  llevaba  a  los  más extremos límites del mimo y la mala crianza. Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo  atroz  que  la  hubieran  obligado  a  cometer.  A  Mazzini,  bien  que  en  menor
grado, pasábale lo mismo.
No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor indisposición de su hija  echaba  ahora  afuera,  con  el  de  terror  de  perderla,  los  rencores  de  su descendencia podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no quedara  distendido,  y  al  menor  contacto  el  veneno  se  vertía  afuera. Desde  el primer disgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que el hombre  se  siente  arrastrado  con  cruel  fruición,  es,  cuando  ya  se  comenzó,  a humillar del todo a una persona. Antes se contenían por la mutua falta de éxito; ahora que éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado a crear.
Con  estos  sentimientos,  no  hubo  ya  para  los  cuatro  hijos  mayores  afecto posible.  La  sirvienta  los  vestía,  les  daba  de  comer,  los  acostaba,  con  visible brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban casi todo el día sentados frente al cerco, abandonados de toda remota caricia.
De  este  modo  Bertita  cumplió  cuatro  años,  y  esa  noche,  resultado  de  las golosinas que era a los padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir o quedar idiota, tornó a reabrir la eterna llaga.
Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes pasos de Mazzini.
–¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces?...
–Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.
Ella se sonrió, desdeñosa:
–¡No, no te creo tanto!
–Ni yo, jamás, te hubiera creído tanto a ti... ¡tisiquilla!
–¡Qué! ¿qué dijiste?...
–¡Nada!
–¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier cosa a tener un padre como el que has tenido tú!
Mazzini se puso pálido.
–¡Al fin! –murmuró con los dientes apretados.– ¡Al fin, víbora, has dicho lo que querías!
–¡Sí, víbora, sí! ¡Pero yo he tenido padres sanos! ¿Oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre
no ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos!
Mazzini explotó a su vez.
–¡Víbora  tísica!  ¡eso  es  lo  que  te  dije,  lo  que  te  quiero  decir!  ¡Pregúntale, pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi padre o tu pulmón picado, víbora!
Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita selló  instantáneamente  sus  bocas.  A  la  una  de  la  mañana  la  ligera  indigestión había desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes que  se  han  amado  intensamente  una  vez  siquiera,  la  reconciliación  Regó,  tanto más efusiva cuanto hirientes fueran los agravios.
Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre.
Las  emociones  y  mala  noche  pasada  tenían,  sin  duda,  gran  culpa.  Mazzini  la retuvo abrazada largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin que ninguno se atreviera a decir una palabra.
A  las  diez  decidieron  salir,  después  de  almorzar.  Como  apenas  tenían tiempo, ordenaron a la sirvienta que matara una gallina. El  día  radiante  había  arrancado  a  los  idiotas  de  su  banco.  De  modo  que
mientras  la  sirvienta  degollaba  en  la  cocina  al  animal,  desangrándolo  con parsimonia  (Berta  había  aprendido  de  su  madre  este  buen  modo  de  conservar frescura a la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación. Rojo... rojo...
–¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.
Berta  llegó;  no  quería  que  jamás  pisaran  allí.  ¡Y  ni  aún  en  esas  horas  de pleno perdón, olvido y felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible visión!
Porque, naturalmente, cuanto más intensos eran los raptos de amor a su marido e hija, más irritado era su humor más irritable era su humor con los monstruos.
–¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo! Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco. Después de almorzar, salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires, y el matrimonio  a  pasear  por  las  quintas.  Al  bajar  el  sol  volvieron,  pero  Berta  quiso saludar  un  momento  a  sus  vecinas  de  enfrente.  Su  hija  escapóse  enseguida  a casa. Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol había traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los ladrillos, más inertes que nunca.
De  pronto,  algo  se  interpuso  entre  su  mirada  y  el  cerco.  Su  hermana, cansada de cinco horas paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al pie del  cerco,  miraba  pensativa  la  cresta.  Quería  trepar,  eso  no  ofrecía  duda.  Al  fin decidióse por una silla desfondada, pero faltaba aún. Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar vertical el mueble, con lo cual
triunfó.
Los  cuatro  idiotas,  la  mirada  indiferente,  vieron  cómo  su  hermana  lograba pacientemente dominar el equilibrio, y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre la cresta del cerro, entre sus manos tirantes.
Viéronla mirar a todos lados, y buscar apoyo con el pie para alzarse más. Pero  la  mirada  de  los  idiotas  se  había  animado;  una  misma  luz  insistente estaba  fija  en  sus  pupilas.  No  apartaban  los  ojos  de  su  hermana,  mientras
creciente  sensación  de  gula  bestial  iba  cambiando  cada  línea  de  sus  rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que habiendo logrado calzar el pie, iba ya a montar a horcajadas y a caerse del otro lado, seguramente, sintióse cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo.
–¡Soltáme! ¡dejáme! –gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída.
–¡Mamá!  ¡Ay,  mamá!  ¡Mamá,  papá!  –lloró  imperiosamente.  Trató  aún  de sujetarse del borde, pero sintióse arrancada y cayó.
–Mamá,  ¡ay!  Ma...  –No  pudo  gritar  más.  Uno  de  ellos  le  apretó  el  cuello, apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado a la gallina, bien
sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo.
Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija.
–Me parece que te llama –le dijo a Berta.
Prestaron  oído,  inquietos,  pero  no  oyeron  más.  Con  todo,  un  momento después se despidieron, y mientras Berta iba a dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el patio:
–¡Bertita!
Nadie respondió.
–¡Bertita! –alzó más la voz, ya alterada.
Y  el  silencio  fue  tan  fúnebre  para  su  corazón  siempre  aterrado,  que  la espalda se le heló de horrible presentimiento.
–¡Mi hija, mi hija! –corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a  la  cocina  vio  en  el  piso  un  mar  de  sangre.  Empujó  violentamente  la  puerta entornada, y lanzó un grito de horror.
Berta,  que  ya  se  había  lanzado  corriendo  a  su  vez  al  oír  el  angustioso llamado  del  padre,  oyó  el  grito  y  respondió  con  otro.  Pero  al  precipitarse  en  la cocina, Mazzini, lívido como la muerte, se interpuso, conteniéndola:
–¡No entres! ¡No entres!
Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.
Horacio Quiroga

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