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viernes, 10 de febrero de 2012


EL BARRANCO
JOSÉ MARÍA ARGUEDAS

En el barranco de K'ello-k'ello se encontraron, la tropa de caballos de don Garayar y los becerros de la señora Grimalda. Nicacha y Pablucha gritaron desde la entrada del barranco:
—¡Sujetaychis! ¡Sujetaychis! (¡Sujetad!)
Pero la piara atropelló. En el camino que cruza el barranco, se revolvieron los becerros, llorando.
—¡Sujetaychis!—Los mak'tillos Nicacha y Pablucha subieron, camino arriba, arañando la tierra.
Las mulas se animaron en el camino, sacudiendo sus cabezas; resoplando las narices, entraron a carrera en la quebrada, las madrineras atropellaron por delante. Atorándose con el polvo, los becerritos se arrimaron al cerroé algunos pudieron volverse y corrieron entre la piara. La mula nazqueña de don Garayar levantó sus dos patas y clavó sus cascos en la frente del «Pringo». El «Pringo» cayó al barranco, rebotó varias veces entre los peñascos y llegó hasta el fondo del abismo. Boqueando sangre murió a la orilla del riachuelo.
La piara siguió, quebrada adentro, levantando polvo.
—¡Antes, uno nomás ha muerto! ¡Hubiera gritado, pues, más fuerte!—Hablando, el mulero de don Garayar se agachó en el canto del camino para mirar el barranco.
—¡Ay señorcito! ¡La señora nos latigueará; seguro nos colgará en el trojal!
—¡Pringuchallaya! ¡Pringucha!
Mirando el barranco, los mak'tillos llamaron a gritos al becerrito muerto.
La Ene, madre del «Pringo», era la vaca más lechera de la señora Grimalda. Un balde lleno le ordeñaban todos los días La llamaba Ene, porque sobre el lomo negro tenía dibujada una letra N, en piel blanca. La Ene era alta y robusta, ya había dado a la patrona varios novillos grandes y varias lecheras. La patrona la miraba todos los días, contenta:
—¡Es mi vaca! ¡Mi mamacha! (¡Mi madrecital).
Le hacían cariño, palmeándole en el cuello.
Esta vez, su cría era el «Pringo». La vaquera lo bautizó con ese nombre desde el primer día. «El Pringo», porque era blanco entero. El Mayordomo quería llamarlo «Misti», porque era el más fino y el más grande de todas las crías de su edad.
—Parece extranjero—decía.
Pero todos los concertados de la señora, los becerreros y la gente del pueblo lo llamaron «Pringo». Es un nombre más cariñoso, más de indios, por eso quedó.
Los becerreros entraron llorando a la casa de la señora. Doña Grimalda salió al corredor para saber. Entonces los becerreros subieron las gradas, atropellándose; se arrodillaron en el suelo del corredor; y sin decir nada todavía, besaron el traje de la patrona; se taparon la cara con la falda de su dueña, y gimieron, atorándose con su saliva y con sus lágrimas.
—¡Mamitay!
—¡No pues! ¡Mamitay!
Doña Grimalda gritó, empujando con los pies a los muchachos.
—¡Caray! ¿Qué pasa?
—«Pringo» pues, mamitay. En K'ello-k'ello, empujando mulas de don Garayar
—¡«Pringo» pues! ¡Muriendo ya, mamitay!
Ganándose, ganándose, los becerreros abrazaron los pies de doña Grimalda, uno más que otro; querían besar los pies de la patrona.
—¡Ay Dios mío! ¡Mi becerritol ¡Santusa, Federico, Antonio...!
Bajó las gradas y llamó a sus concertados desde el patio.
—iCorran a K'ello-k'ello! ¡Se ha desbarrancado el «Pringo»! ¿Qué hacen esos, amontonados allí? ¡Vayan, por delante!
 Los becerreros saltaron las gradas y pasaron al zaguán, arrastrando sus ponchos. Toda la gente de la señora salió tras de ellos.
Trajeron cargado al «Pringo». Lo tendieron sobre un poncho, en el corredor. Doña Grimalda, lloró, largo rato, de cuclillas junto al becerrito muerto. Pero la vaquera y los mak'tillos, lloraron todo el día, hasta que entró el sol.
—¡Mi papacito! ¡Pringuchallaya!
—¡Ay niñito, súmak'wawacha! (¡Criatura hermosa!).
—¡Súmak' wawacha!
Mientras el Mayordomo le abría el cuerpo con su cuchillo grande; mientras le sacaba el cuerito; mientras hundía sus puños en la carne, para separar el cuero, la vaquera y los mak'tillos, seguían llamando:
—¡Niñucha! ¡Por qué pues!
—¡Por qué pues, súmak'wawacha!
Al día siguiente, temprano, la Ene bajaría el cerro bramando en el camino. Guiando a las lecheras vendría como siempre. Llamaría primero desde el zaguán. A esa hora, ya goteaba leche de sus pezones hinchados.
Pero el Mayordomo le dio un consejo a la señora.
—Así he hecho yo también, mamita, en mi chacra de las punas—le dijo.
Y la señora aceptó.
Rayando la aurora, don Fermín clavó dos estacas en el patio de ordeñar, y sobre las estacas un palo de lambras. Después trajo al patio el cuero del «Pringo», lo tendió sobre el palo, estirándolo y ajustando las puntas con clavos, sobre la tierra.
A la salida del sol, las vacas lecheras estaban ya en el callejón llamando a sus crías. La Ene se paraba frente al zaguán; y desde allí bramaba sin descanso, hasta que le abrían la puerta. Gritando todavía pasaba el patio y entraba al corral de ordeñar.
Esa mañana, la Ene llegó apurada; rozando su hocico en el zaguán, llamó a su «Pringo». El mismo don Fermín le abrió la puerta. La vaca pasó corriendo el patio. La señora se había levantado ya, y estaba sentada en las gradas del corredor.
La Ene entró al corral. Estirando el cuello, bramando despacito, se acercó donde su «Pringo»; empezó a lamerle, como todas las mañanas. Grande le lamía, su lengua áspera señalaba el cuero del becerrito. La vaquera le maniató bien; ordeñándole un poquito humedeció los pezones, para empezar. La leche hacía ruido sobre el balde.
—¡Mamaya! ¡Y'astá mamaya! —llamando a gritos pasó del corral al patio, el Pablucha.
La señora entró al corral, y vió a su vaca. Estaba lamiendo el cuerito del «Pringo», mirándolo tranquila, con sus ojos dulces.
Así fue, todas las mañanas; hasta que la vaquera y el Mayordomo, se cansaron de clavar y desclavar el cuero del «Pringo». Cuando la leche de la Ene empezó a secarse, tiraban nomás el cuerito sobre un montón de piedras que había en el corral, al pie del muro. La vaca corría hasta el extremo del corral, buscando a su hijo; se paraba junto al cerco, mirando el cuero del becerrito. Todas las mañanas lavaba con su lengua el cuero del «Pringo». Y la vaquera la ordeñaba, hasta la última gota.
Como todas las vacas, la Ene también, acabado el ordeño, empezaba a rumiar, después se echaba en el suelo, junto al cuerito seco del «Pringo», y seguía, con los ojos medio cerrados. Mientras, el sol alto despejaba las nubes, alumbraba fuerte y caldeaba la gran quebrada.

USHANAN-JAMPI


ENRIQUE LÓPEZ ALBÚJAR

La plaza de Chupán hervía de gente. El pueblo entero, ávido de curiosidad, se había congregado en ella desde las primeras horas de la mañana, en espera del gran acto de justicia a que se le había convocado la víspera, solemnemente.
Se habían suspendido todos los quehaceres particulares y todos los servicios públicos.
Allí estaba el jornalero, poncho al hombro, sonriendo, con sonrisa idiota, ante las frases intencionadas de los corros; el pastor greñudo, de pantorrillas bronceadas y musculosas, serpenteadas de venas, como lianas en tomo de un tronco; el viejo silencioso y taimado, mascador de coca sempiterno; la mozuela tímida y pulcra, de pies limpios y bruñidos como acero pavonado, y uñas desconchadas y roídas y faldas negras y esponjosas como repollo; la vieja regañona, haciendo perinolear al aire el huso mientras barbotea un rosario interminable de conjuros, y el chiquillo, con su clásico sombrero de falda gacha y copa cónica sombrero de payaso tiritando al abrigo de un ilusorio ponchito, que apenas le llega al vértice de los codos.
Y por entre esa multitud, los perros, unos perros color de ámbar sucio, hoscos, héticos, de cabezas angulosas y largas como cajas de violín, costillas transparentes, pelos hirsutos, miradas de lobo, cola de zorro y patas largas, nervudas y nudosas verdaderas patas de arácnido yendo y viniendo incesantemente, olfateando a las gentes con descaro, interrogándoles con miradas de ferocidad contenida, lanzando ladridos impacientes, de bestias que reclamaran su pitanza.
Se trataba de hacerle justicia a un agraviado de la comunidad, a quien uno de los miembros, Cunce Maille, ladrón incorregible, le había robado días antes una vaca. Un delito que había alarmado a todos profundamente, no tanto por el hecho en sí cuanto por las circunstancia de ser la tercera vez que un mismo individuo cometía igual crimen. Algo inaudito en la comunidad. Aquello significaba un reto, una burla a la justicia severa de los yayas , merecedora de un castigo pronto y ejemplar.
Al pleno sol, frente a la casa comunal y en torno de una mesa rústica y maciza, con macicez de mueble incaico, el gran consejo de los yayas, constituido en tribunal, presidía el acto solemne, impasible, impenetrable, sin más señales de vida que el movimiento acompasado y leve de las bocas chacchadoras, que parecían tascar un freno invisible.
De pronto los yayas dejaron de chacchar , arrojaron de un escupitajo la papilla verdusca de la masticación, limpiáronse en un pase de manos las bocas espumosas y el viejo Marcos Huacachino, que presidía el consejo, exclamó:
Ya hemos chacchado bastante. La coca nos aconseja en el momento de la justicia. Ahora bebamos para hacerlo mejor.
Y todos, servidos por un decurión, fueron vaciando a grandes tragos un enorme vaso de chacta.
Que traigan a Cunce Maille ordenó Huacachino una vez que todos terminaron de beber.
Y, repentinamente, maniatado y conducido por cuatro mozos corpulentos, apareció ante el tribunal un indio de edad incalculable, alto, fornido, ceñudo, y que parecía desear las injurias y amenazas de la muchedumbre. En esa actitud, con la ropa ensangrentada y desgarrada por las manos de sus perseguidores y las dentelladas de los perros ganaderos, el indio más parecía la estatua de la rebeldía que del abatimiento. Era tal la regularidad de sus facciones de indio puro, la gallardía de su cuerpo, la altivez de su mirada, su porte señorial, que, a pesar de sus ojos sanguinolentos, fluía de su persona una gran simpatía, la simpatía que despiertan los hombres que poseen la hermosura y la fuerza.
—¡Suéltenlo! exclamó la misma voz que había ordenado traerlo.
Una vez libre Maille, se cruzó de brazos, irguió la desnuda y revuelta cabeza, desparramó sobre el consejo una mirada sutilmente desdeñosa y esperó.
José Ponciano te acusa de que el miércoles pasado le robaste un vaca mulinera y que has ido a vendérsela a los de Obas. ¿Tú que dices?
—¡Verdad! Pero Ponciano me robó el año pasado un toro. Estamos pagados.
—¿Por qué entonces no te quejaste?
Porque yo no necesito de que nadie me haga justicia. Yo mismo sé hacérmela.
Los yayas no consentimos que aquí nadie se haga justicia. El que se la hace pierde su derecho.
Ponciano, al verse aludido, intervino.
Maille está mintiendo, taita, El que dice que yo le robé se lo compré a Natividad Huaylas. Que lo diga; está presente.
Verdad, taita contestó un indio, adelantándose hasta la mesa del consejo.
—¡Perro! dijo Maille, encarándose ferozmente a Huaylas. Tan ladrón eres tú como Ponciano. Todo lo que tú vendes es robado. Aquí todos se roban.
Ante tal imputación, los yayas, que al parecer dormitaban, hicieron un movimiento de impaciencia al mismo tiempo que muchos individuos del pueblo levantaban sus garrotes en son de protesta y los blandían gruñendo rabiosamente. Pero el jefe del tribunal, más inalterable que nunca, después de imponer silencio con gesto imperioso, dijo:
Cunce Maille, has dicho una brutalidad que ha ofendido a todos. Podríamos castigarte entregándote a la justicia del pueblo, pero sería abusar de nuestro poder.
Y dirigiéndose al agraviado José Ponciano, que, desde uno de los extremos de la mesa, miraba torvamente a Maille, añadió:
—¿En cuánto estimas tu vaca, Ponciano?
Treinta soles, taita. Estaba para parir, taita.
En vista de esta respuesta, el presidente se dirigió al público en esta forma.
—¿Quién conoce la vaca de Ponciano? ¿Cuánto podrá costar la vaca de Ponciano?
Muchas voces contestaron a un tiempo que la conocían y que podría costar realmente los treinta soles que le había fijado su dueño.
—¿Has oído, Maille? dijo el presidente al aludido.
He oído, pero no tengo dinero para pagar.
Tienes dinero, tienes tierras, tienes casas. Se te embargará uno de tus ganados y, como tú no puedes seguir aquí porque es la tercera vez que compareces ante nosotros por ladrón, saldrás de Chupán inmediatamente y para siempre. La primera vez te aconsejamos lo que debías hacer para que te enmendaras y volvieras a ser hombre de bien. No has querido. Te burlaste del yaachishum. La segunda vez tratamos de ponerte a bien con Felipe Tacuhe, a quien le robaste diez carneros. Tampoco hiciste caso del alli-achishum, pues no has querido reconciliarte con tu agraviado y vives amenazándole constantemente... Hoy le ha tocado a Ponciano ser el perjudicado y mañana quién sabe a quién le tocará. Eres un peligro para todos. Ha llegado el momento de botarte, de aplicarte el jitarishum. Vas a irte para no volver más. Si vuelves ya sabes lo que te espera: te cogemos y te aplicamos ushanan-jampi. ¿Has oído bien, Cunce Maille?
Maille se encogió de hombros, miró al tribunal con indiferencia, echó mano al huallqui, que por milagro había conservado en la persecución, y sacando un poco de coca se puso a chacchar lentamente.
El presidente de los yayas, que tampoco se inmutó por esta especie de desafío del acusado, dirigiéndose a sus colegas, volvió a decir:
Compañeros, este hombre que está delante de nosotros es Cunce Maille, acusado por tercera vez de robo en nuestra comunidad. El robo es notorio, no lo ha desmentido, no ha probado su inocencia. ¿Qué debemos hacer con él?
Botarlo de aquí; aplicarle el jitarishum contestaron a una voz los yayas, volviendo a quedar mudos e impasibles.
—¿Has oído, Maille? Hemos procurado hacerte un hombre de bien, pero no lo has querido. Caiga sobre ti el jitarishum.
Después, levantándose y dirigiéndose al pueblo, añadió con voz más alta que la empleada hasta entonces:
Este hombre que ven aquí es Cunce Maille, a quien vamos a botar de la comunidad por ladrón. Si alguna vez se atreve a volver a nuestras tierras, cualquiera de los presentes podrá matarle. No lo olviden. Decuriones cojan a ese hombre y sígannos.
Y los yayas, seguidos del acusado y de la muchedumbre, abandonaron la plaza, atravesaron el pueblo y comenzaron a descender por una escarpada senda, en medio de un imponente silencio, turbado sólo por el tableteo de los shucuyes. Aquello era una procesión de mudos bajo un nimbo de recogimiento. Hasta los perros, momentos antes inquietos, bulliciosos, marchaban en silencio, gachas las orejas y las colas, como percatados de la solemnidad del acto.
Después de un cuarto de hora de marcha por senderos abruptos, sembrados de piedras y cactus tentaculares, y amenazadores como pulpos rabiosos senderos de pastores y cabras el jefe de los yayas levantó su vara de alcalde, coronada de cintajos multicolores y flores de plata de manufactura infantil, y la extraña procesión se detuvo al borde del riachuelo que separa las tierras de Chupán y las de Obas.
—¡Suelten a ese hombre! exclamó el yaya de la vara.
Y dirigiéndose al reo:
Cunce Maille: desde este momento tus pies no pueden seguir pisando nuestras tierras porque nuestros jircas se enojarían y su enojo causaría la pérdida de las cosechas, y se secarían las quebradas y vendría la peste. Pasa el río y aléjate para siempre de aquí.
Maille volvió la cara sucia hacia la multitud que con gesto de asco e indignación, más fingido que real, acababa de acompañar las palabras sentenciosas del yaya, y después de lanzar al suelo un escupitajo enormemente despreciativo, con ese desprecio que solo el rostro de un indio es capaz de expresar, exclamó:
Ysmayta-micuy!
Y de cuatro saltos salvó las aguas del Chillan y desapareció entre los matorrales de la banda opuesta, mientras los perros, alarmados de ver a un hombre que huía, excitados por su largo silencio, se desquitaban ladrando furiosamente, sin atreverse a penetrar en las cristalinas y bulliciosas aguas del riachuelo.
Si para cualquier hombre la expulsión es una afrenta, para un indio, y un indio como Cunce Maille, la expulsión de la comunidad significa todas las afrentas posibles, el resumen de todos los dolores frente a la pérdida de todos los bienes: la choza, la tierra, el ganado, el jirca y la familia. Sobre todo, la choza.
El jitarishum es la muerte civil del condenado, una muerte de la que jamás se vuelve a la rehabilitación; que condena al indio al ostracismo perpetuo y parece marcarle con un signo que le cierra para siempre las puertas de la comunidad. Se le deja solamente la vida para que vague con ella a cuestas por quebradas, cerros, punas y bosques, o para que baje a vivir a las ciudades bajo la férula del misti, lo que para el indio altivo y amante de las alturas es un suplicio y una vergüenza.
Y Cunce Maille, dada su naturaleza rebelde y combativa, jamás podría resignarse a la expulsión que acababa de sufrir. Sobre todo, había dos fuerzas que le atraían constantemente a la tierra perdida: su madre y su choza. ¿Qué iba a ser de su madre sin él? Este pensamiento le irritaba y le hacía concebir los más inauditos proyectos. Y exaltado por los recuerdos, nostálgico y cargado su corazón de odio como una nube de electricidad, harto en pocos días de la vida de azar y merodeo que se le obligaba a llevar, volvió a repasar en las postrimerías de una noche el mismo riachuelo que un mes antes cruzara a pleno sol, bajo el silencio de una poblada hostil y los ladridos de una jauría famélica y feroz.
A pesar de su valentía, comprobada cien veces, Maille al pisar la tierra prohibida, sintió como una mano que le apretaba el corazón y tuvo miedo. ¿Miedo de qué? ¿De la muerte? ¿Pero qué podría importarle la muerte a él, acostumbrado a jugarse la vida por nada? ¿Y no tenía para eso su carabina y sus cien tiros? Lo suficiente para batirse con Chupán entero y escapar cuando se le antojara.
Y el indio, con el arma preparada, avanzó cauteloso, auscultando todos los ruidos, oteando los matorrales, por la misma senda de los despeñaperros y los cactus tentaculares y amenazadores como pulpos, especie de viacrucis, por donde solamente se atrevían a bajar, pero nunca a subir, los chupones, por estar reservada para los grandes momentos de su feroz justicia. Aquello era como la roca Tarpeya del pueblo.
Maille salvó todas las dificultades de la ascensión y, una vez en el pueblo, se detuvo frente a una casucha y lanzó un grito breve y gutural, lúgubre, como el gruñido de un cerdo dentro de una cántara. La puerta se abrió y dos brazos se enroscaron al cuello del proscrito, al mismo tiempo que una voz decía:
Entra, guagua-yau, entra. Hace muchas noches que tu madre no duerme esperándote. ¿Te habrán visto?
Maille, por toda respuesta, se encogió de hombros y entró.
Pero el gran consejo de los yayas, sabedor por experiencia propia de lo que el indio ama su hogar, del gran dolor que siente cuando se ve obligado a vivir fuera de él, de la rabia con que se adhiere a todo lo suyo hasta el punto de morirse de tristeza cuando le falta poder para recuperarlo pensaba: «Maille volverá cualquier noche de éstas; Maille es audaz, no nos teme, nos desprecia, y cuando él sienta el deseo de chacchar bajo su techo y al lado de la vieja Nastasia, no habrá nada que lo detenga.»
Y los yayas pensaban bien. La choza sería la trampa en que habría de caer alguna vez al condenado. Y resolvieron vigilarla día y noche por turno, con disimulo y tenacidad verdaderamente indios.
Por eso aquella noche, apenas Cunce Maille penetró en su casa, un espía corrió a comunicar la noticia al jefe de los yayas.
Cunce Maille ha entrado a su casa, taita. Nastasia le ha abierto la puerta díjole palpitante, emocionado, estremecido aún por el temor, con la cara de un perro que viera a un león de repente.
—¿Estás seguro, Santos?
Sí, taita, Nastasia lo abrazó. ¿A quién podría abrazar la vieja Nastasia, taita? Es Cunce...
—¿Está armado?
Con carabina, taita. Si vamos a sacarlo, iremos todos armados. Cunce es malo y tira bien.
Y la noticia se esparció por el pueblo eléctricamente... «¡Ha llegado Cunce Maille! ¡Ha llegado Cunce Maille!», era la frase que repetían todos estremeciéndose. Inmediatamente se formaron grupos, los hombres sacaron a relucir sus grandes garrotes los garrotes de los momentos trágicos; las mujeres, en cuclillas, comenzaron a formar ruedas frente a la puerta de sus casas, y los perros, inquietos, sacudidos por el instinto, a llamarse y a dialogar a la distancia.
—¿Oyes, Cunce? murmuró la vieja Nastasia, que, recelosa y con el oído pegado a la puerta, no perdía el menor ruido, mientras aquél, sentado sobre un banco, chacchaba impasible, como olvidado de las cosas del mundo. Siento pasos que se acercan, y los perros se están preguntando quién ha venido de fuera. ¿No oyes? Te habrán visto. ¡Para qué habrás venido aquí, guagua-yau!
Cunce hizo un gesto desdeñoso y se limitó a decir:
Ya te he visto, mi vieja, y me he dado el gusto de saborear una chaccha en mi casa. Voime ya. Volveré otro día.
Y el indio, levantándose y fingiendo una brusquedad que no sentía, esquivó el abrazo de su madre, y, sin volverse, abrió la puerta, asomó la cabeza a ras del suelo y atisbo. Ni ruidos ni bultos sospechosos, sólo una leve claridad matinal comenzaba a teñir la cumbre de los cerros.
Pero Maille era demasiado receloso y astuto, como buen indio, para fiarse de este silencio. Ordenóle a su madre pasar a la otra habitación y tenderse boca abajo, dio enseguida un paso atrás para tomar impulso, y de un gran salto al sesgo salvó la puerta y echó a correr como una exhalación. Sonó una descarga y una descarga de plomo acribilló la puerta de la choza, al mismo tiempo que innumerables grupos de indios, armados de todas armas, aparecían por todas partes gritando:
—¡Muera Cunce Maille! ¡Ushanan-jampi! ¡Ushanan-jampi!
Maille apenas logró correr unos cien pasos, pues otra descarga, que recibió de frente, le obligó a retroceder y escalar de cuatro saltos felinos el aislado campanario de la iglesia, desde donde, resuelto y feroz, empezó a disparar certeramente sobre los primeros que intentaron alcanzarle.
Entonces comenzó algo jamás visto por esos hombres rudos y acostumbrados a todos los horrores y ferocidades; algo que, iniciado con un reto, llevaba las trazas de acabar en una heroicidad monstruosa, épica digna de la grandeza de un canto.
A cada diez tiros de los sitiadores, tiros inútiles de rifles anticuados, de escopetas inválidas, hechos por manos temblorosas, el sitiado respondía con uno invariablemente certero, que arrancaba un lamento y cien alaridos. A las dos horas había puesto fuera de combate a una docena de asaltantes, entre ellos a un yaya, lo que había enfurecido al pueblo entero.
—¡Tomen, perros! gritaba Maille a cada indio que tumbaba. Antes de que me cojan mataré cincuenta. Cunce Maille vale cincuenta perros chupanes. ¿Dónde está Marcos Huacachino? ¿Quiere un poquito de cal para su boca con esta shipina?
Y la shipina era el cañón del arma, que, amenazadora y mortífera, apuntaba en todo sentido.
Ante tanto horror, que parecía no tener término, los yayas, después de larga deliberación, resolvieron tratar con el rebelde. El comisario debería comenzar por ofrecerle todo, hasta la vida, que una vez abajo y entre ellos ya se vería cómo eludir la palabra empeñada. Para esto era necesario un hombre animoso y astuto como Maille, y de palabra capaz de convencer al más desconfiado.
Alguien señaló a José Facundo. «Verdad exclamaron los demás. Facundo engaña al zorro cuando quiere y hace bailar al jirca más furioso.»
Facundo, después de aceptar tranquilamente la honrosa comisión, recostó su escopeta en la tapia en que estaba parapetado, sentose, sacó un puñado de coca, y se puso a catipar religiosamente por espacio de diez minutos largos. Hecha la catipa y satisfecho del sabor de la coca, saltó la tapia y emprendió una vertiginosa carrera, llena de saltos y zigzags, en dirección al campanario, gritando:
—¡Amigo Cunce!, ¡amigo Cunce!, Facundo quiere hablarte.
Cunce Maille le dejó llegar, y una vez que le vio sentarse en el primer escalón de la gradería, le preguntó:
—¿Qué quieres, Facundo?
Pedirte que bajes y te vayas.
—¿Quién te manda?
Yayas.
Yayas son unos supayna-huachsgan' que cuando huelen sangre quieren bebería. ¿No querrán beber la mía?
No, yayas me encargan decirte que si quieres te abrazarán y beberán contigo un trago de chacta en el mismo jarro y te dejarán salir con la condición de que no vuelvas más.
Han querido matarme.
Ellos no; ushanan-jampi, nuestra ley. Ushanan-jampi igual para todos, pero se olvidará esta vez para ti. Están asombrados de tu valentía. Han preguntado a nuestro gran jirca-yayag y él ha dicho que no te toquen. También han catipado y la coca les ha dicho lo mismo. Están pesarosos.
Cunce Maille vaciló, pero comprendiendo que la situación en que se encontraba no podía continuar indefinidamente, que al fin llegaría el instante en que se le agotaría la munición y vendría el hambre, acabó por decir, al mismo tiempo que bajaba.
No quiero abrazos ni chacta. Que vengan aquí todos los yayas desarmados y a veinte pasos de distancia juren por nuestro jirca que me dejarán partir sin molestarme.
Lo que pedía Maille era una enormidad que Facundo no podía prometer, no sólo porque no estaba autorizado para ello, sino porque ante el poder del ushanan-jampi no había juramento posible.
Facundo vaciló también, pero su vacilación fue cosa de un instante. Y después de reír con gesto de perro a quien le hubieran pisado la cola, replicó:
He venido a ofrecerte lo que pidas. Eres como mi hermano y yo le ofrezco lo que quiera a mi hermano.
Y abriendo los brazos, añadió:
Cunce, ¿no habrá para tu hermano Facundo un abrazo? Yo no soy yaya. Quiero tener el orgullo de decirle mañana a todo Chupán que me he abrazado con un valiente como tú.
Maille desarrugó el ceño, sonrió ante la frase aduladora y dejando su carabina a un lado se precipitó en los brazos de Facundo. El choque fue terrible. En vez de un estrechón efusivo y breve, lo que sintió Maille fue el enroscamiento de dos brazos musculosos que amenazaban ahogarle. Maille comprendió instantáneamente el lazo que se le había tendido, y, rápido como el tigre, estrechó más fuerte a su adversario, levantándolo en peso e intentando escalar con él el campanario. Pero al poner el pie en el primer escalón, Facundo, que no había perdido la serenidad, con un brusco movimiento de riñones hizo perder a Maille el equilibrio, y ambos rodaron por el suelo, escupiéndose injurias y amenazas. Después de un violento forcejeo, en que los huesos crujían y los pechos jadeaban, Maille logró quedar encima de su contendor.
—¡Perro!, más perro que los yayas exclamó Maille, trémulo de ira, te voy a retorcer allá arriba, después de comerte la lengua.
Facundo cerró los ojos y se limitó a gritar rabiosamente:
—¡Ya está!, ¡ya está!, ¡ya está! ¡Ushanan-jampi!
Calla, traidor volvió a rugir Maille, dándole un puñetazo feroz en la boca, y cogiendo a Facundo por la garganta se la apretó tan rudamente, que le hizo saltar la lengua, una lengua lívida, viscosa, enorme, vibrante como la cola de un pez cogido por la cabeza, a la vez que entornaba los ojos y una gran conmoción se deslizaba por su cuerpo como una onda.
Maille sonrió satánicamente, desenvainó el cuchillo, cortó de un tajo la lengua de su victima y se levantó con intención de volver al campanario. Pero los sitiadores que, aprovechando el tiempo que había durado la lucha, lo habían estrechamente rodeado, se lo impidieron. Un garrotazo en la cabeza lo aturdió; una puñalada en la espalda lo hizo tambalear; una pedrada en el pecho obligóle a soltar el cuchillo y llevarse las manos a la herida. Sin embargo, aún pudo reaccionar y abrirse paso a puñaladas y puntapiés, y llegar, batiéndose en retirada, hasta su casa. Pero la turba, que lo seguía de cerca, penetró tras él en el momento en que el infeliz caía en los brazos de su madre. Diez puñales se le hundieron en el cuerpo.
—¡No le hagan así, taitas, que el corazón me duele! gritó la vieja Nastasia, mientras, salpicado el rostro de sangre, caía de bruces, arrastrada por el desmadejado cuerpo de su hijo y por el choque de la feroz acometida. Entonces desarrollóse una escena horrorosa, canibalesca. Los cuchillos cansados de punzar comenzaron a tajar, a partir, a descuartizar. Mientras una mano arrancaba el corazón y otras los ojos, ésta cortaba la lengua y aquélla vaciaba el vientre de la víctima. Y todo esto acompañado de gritos, risotadas, insultos e imprecaciones coreados por los feroces ladridos de los perros, que, a través de las piernas de los asesinos, daban grandes tarascadas al cadáver y sumergían los puntiagudos hocicos en el charco sangriento.
—¡Arrastradlo! gritó una voz.
—¡Arrastradlo! respondieron cien más.
—¡A la quebrada con él!
—¡A la quebrada!
Inmediatamente se le anudó una soga al cuello y comenzó el arrastre. Primero por el pueblo para que, según los yayas, todos vieran cómo se cumplía el ushanan-jampi; después, por la senda de los cactus.
Cuando los arrastradores llegaron al fondo de la quebrada, a las orillas del Chillan, sólo quedaba de Cunce Maille la cabeza y un resto de la espina dorsal. Lo demás quedóse entre los cactus, las puntas de las rocas y las quijadas insaciables de los perros.
Seis meses después todavía podía verse sobre el dintel de la puerta de la abandonada y siniestra casa de los Maille unos colgajos secos, retorcidos, amarillentos, grasosos, a manera de guirnaldas: eran los intestinos de Cunce Maille, puestos allí por mandato de la justicia implacable de los yayas.
FIN

LA VIRGEN DE CERA



(Narración Irlandesa)

–El rey...
– ¡Siempre cuentos reales!...
–Los reyes son los espléndidos y los generosos. En sus cabezas triunfa el oro cincelado y en sus tronos ríen piedras de África. Ellos hacen magníficas nuestras narraciones. Tienen joyas, mujeres y esclavos. Favoritas del Cairo y lechos de mármol rosa.
Ellos compran los cantos a los trovadores sentimentales y las graves máximas a los filósofos; la honorabilidad a los gentileshombres, la discreción a las damas y la fina condescendencia a los caballeros.
¡Hablemos de los reyes! Ellos hacen espléndidas nuestras narraciones y llenan de pompa nuestros pensamientos. ¡El oro y los reyes!
... La villa de la señorita Indrah estaba envuelta en una atmósfera de superstición. No había en la aldea quien hubiera atravesado las verjas de los jardines ni el misterio de los aposentos. Unos decían ver salir a la dueña, de noche, rodeada de enormes vampiros que la tenían esclava, y a los que alimentaba con su sangre. Otros decían que robaba los niños de las aldeas para beber su sangre fresca y otros decían verla huir de noche, hacia los bosques de las comarcas vecinas.
Una vez corrió la voz en la aldea de que un peregrino que había llegado a las rejas del castillo vio llorando a la Indrah, tras de unos setos. Más tarde llegó a decirse que la enigmática señorita había salido de noche en procesión por las calles del pueblo; el miedo sobrecogió a los sencillos aldeanos, y, como nadie volvió a salir de noche, las procesiones se multiplicaron. Entonces principiaron las rogativas y las oraciones públicas.
Se ofreció sacrificios de flores en los templos y se quemó cabellos de niños en los hogares; por fin, se guardó aves blancas en los sarcófagos y se pensó ofrecer en holocausto a la virgen más joven. A pesar de eso, un joven gañán, al volver una noche de la reja de su amada, tuvo que ocultarse presuroso. La procesión pasaba...
– ¿Iba Indrah?
–Iba entre un grupo de encorvados con aspecto de vampiros negros de los que sólo se veía los ojos. En el centro, casi muriente y apoyada en los brazos de uno de ellos, iba la virgen pálida de cera. Indrah tenía una transparencia opalina y ningún color profanaba la blancura de la joven. Los acompañantes con amplias capas obscuras rumiaban sordamente sonatas incomprensibles.
Al día siguiente fue hallado el gañán, sin conocimiento y víctima de una crispación horrible. Murió describiendo entrecortadamente la procesión de Indrah. Entonces en la aldea, al miedo sucedió el espanto. Los hombres principiaron a preocuparse; los viejos caminaban taciturnos y encorvados como si pensaran en algo sombrío; las mujeres no asomaban por los jardines secos y muertos; los mancebos no iban al campo ya; y los niños, tristes y pálidos, se dormían en los rincones húmedos de sus covachas. Cada día aparecía un cadáver crispado y aquel pueblo tomó el aspecto de una ciudad muerta. Los viejos callaban siempre, no se amaban los jóvenes, los niños no reían y las mujeres eran víctimas de alucinaciones. Aquella raza comenzó a extinguirse...
II
–¿Quién era Indrah?...
–Nadie lo sabía. Un aventurero loco, un asesino original, un decepcionado o un ser extraordinario, fue a vivir en las rocas de un país del norte que da al mar y donde no sale el sol. Era el rey Míndor.
Para llegar a su atalaya había que cruzar pampas donde el viento zumbaba siempre, un viento helado que desplegaba los vestidos y agrietaba los labios. En doce jornadas se llegaba al castillo de Míndor. El rey tenía vasallos que traían a los viajeros extraviados, quienes por la generosidad de Míndor, dormían en el castillo, después de ser invitados a cenas extraordinarias en las que los viajeros volvíanse locos de placer, que unos creen y atribuyen a bebidas excitantes. En ese estado de felicidad suprema los viajeros eran trasladados al jardín del castillo donde había el pozo circular con broqueles de ónice. El pozo tenía una escalinata de mármol como la entrada a un palacio subterráneo, que, al girar, arrojaba en sus profundidades al que pisaba la escalinata célebre.
Allí se hacía llevar a los viajeros, ebrios de una felicidad suprema, quienes al caer en el pozo iban a mezclarse con los cadáveres de los desgraciados que les habían precedido en las cenas del castillo. Muchos hombres vivían aún, locos, entre ese pozo que era una boca del infierno. Una vez cada veinte jornadas, al ponerse el sol, se abrían las puertas enormes de ese pozo profundísimo y siniestro. El rey, acodado en el brocal con su copa de oro, miraba presa de un placer febril cuando las compuertas se abrían y se precipitaban las aguas, pujantes y enormes, y arremolinaban los escorzos humanos. Pronto el elemento salvaje llenaba todo el pozo y entonces se cerraban las compuertas y se dejaba salir el agua nuevamente.
–¿Pero Indrah?
–Era la hija del rey. Una tarde los vasallos caballeros dibujaron sus siluetas en las pampas frías y obscuras de la comarca. Poco a poco se fueron precisando las formas y ya a los pies del castillo se vio llegar un nuevo peregrino, un joven rubio, de color encendido, con la tez seca y los labios rajados. Indrah sintió por él un sentimiento que no percibiera jamás por viajero


alguno de los que venían de palacio para morir en el pozo. Sólo los veía durante los banquetes y las cenas que Míndor obsequiaba a sus víctimas. Esta vez, Indrah estaba enamorada.
–¿Asistió al banquete?...
–Sí. Con sus ojos de tristeza, al mirar los agasajos sufría horriblemente. Al terminar la cena, cuando Nildo, así se llamaba el mancebo, fue feliz con los vinos dorados y bermejos, los pajes lo llevaron en una silla al jardinillo del pozo. Indrah, que había visto todo, siguió a su padre:
–¡Todavía no, padre!
Míndor no contestó. Los pajes siguieron su camino entre los setos y ya en el broquel instalaron a Nildo, que no se daba cuenta de nada. Y el rey le refería:
–¡Y os falta ver, mancebo rubio, mis palacios encantados. Vais a penetrar al reino más grande y más poderoso. Allí los jardines son eternos, los aromas suaves y enervantes y las mujeres hermosas y pródigas. El Sol de la mañana no se pone nunca, y los que han ido a mis reinos jamás han regresado... ¿Lo queréis ver?...
–¡Sí, Magnífico!
–¡Padre! -gritó Indrah en un arranque gutural y salvaje- ¡Padre, éste no!
Nildo sin darse cuenta sonreía pensando en caricias mejores. Los lacayos le hicieron entrar al pozo por una de las escalinatas de mármol que cubrían el horrible secreto. Nildo avanzó tranquilo.
–¡Padre!...
La escala giró. El golpe del hombre sobre el agua produjo un chasquido que sonó lúgubremente en el pozo profundísimo. El rey aplicó el oído, mientras Indrah, alocada, se perdía a través de los setos del jardín. El rey miraba acodado en el broquel con una satisfacción inmensa. Veía, entre la obscuridad del pozo, cómo los hombres hambrientos le mordían los dedos a Nildo, y los otros, locos, reían de la fúnebre aventura, entre el lodo de aquel nido infernal.
–¡Abrid las compuertas! -gritó Míndor- y las aguas enormes y salvajes se precipitaron, ahogando en sus remolinos gritos de dolor y de locura y crispamientos horribles. El pozo se llenó.
– ¡Cerrad!... ¡Cerrad más aprisa!...
El agua comenzó a llegar a los bordes del broquel lejos de retirarse. El rey gritó más fuerte aún:
– ¡Cerrad, vasallos, cerrad más aprisa!...
En el cuarto de las compuertas nadie respondía. El pozo principió a desbordarse loca y atropelladamente. Parecía que todo el mar se precipitaba furioso por ese vórtice gigantesco. En el fondo hubo un crujir de cadenas y desgarramientos formidables, tembló la tierra que pisaba el monarca y todo se perdió en el avasallador impulso de las olas. Una monstruosa invasión del mar se precipitó en el palacio, inundó los jardines reales vertiginosamente y en pocos momentos aquello era el dominio del mar, que después de profanar las galerías del rey y los salones de oro, invadió la comarca y siguió... siguió muchas jornadas.
– ¿Indrah?
Loca y desesperadamente al ver caer a Nildo cogió las llaves de las compuertas, mató al viejo guardián y abrió para siempre las fauces del salvaje elemento. Luego, cuando su padre exclamó:
–¡Cerrad, vasallos, cerrad aprisa las compuertas!, Indrah arrojó las enormes llaves al fondo del mar y huyó enseguida...
Nadie sabe cuándo vino a vivir a la villa de aquel país, donde dicen los aldeanos que sale en las noches a buscar a Nildo.
– ¿Pero los encorvados?...
–Peregrinos jóvenes que ella había salvado y que no la abandonaron nunca. En las noches de su paseo, la llevan entre ellos con gran solicitud, y después de pasear la ciudad volvían a la villa antes de salir el sol.
III
Y en el pueblo se morían las gentes víctimas de crispaciones horribles. Un día se reunió todo el pueblo y acordaron sorprender el palacio de Indrah. Se llamó a los labriegos de las comarcas vecinas y todos, a la hora del crepúsculo, se lanzaron al palacio armados de piedras, picas y azadones.
Atropellaron viejos guardias y penetraron al gran salón obscuro donde creían encontrar a Indrah y a los vampiros. Los antiguos servidores de Indrah huyeron y al huir dejaron caer el cuerpo de la virgen sobre el que se precipitaron los aldeanos.
– ¿Era el cadáver de Indrah?
–No. Era una suplantación hecha en cera. Indrah había muerto seguramente y aquellos hombres, en honor a ella, hiciéronla vivir en aquel bloc modelado, que, como a Indrah misma, sacaban de paseo todas las noches, a través de la aldea.
– ¿Cuando se hizo la suplantación?...
–Nadie lo sabe aún, mas cuando se viaja por los países del norte, fríos, secos y llenos de atalayas, los viejos refieren esta leyenda de la virgen de cera y el rey Míndor. Da mucha melancolía viajar por los países del norte. Tienen leyendas muy tristes y -Europa no lo sabe- en las rocas abruptas y abandonadas, viven aún de esos reyes. Estás triste. ¡No siempre son bellos los cuentos reales!...

Abraham Valdelomar
Lima y julio de 1910