EL BARRANCO
JOSÉ MARÍA ARGUEDAS
En el barranco de K'ello-k'ello se
encontraron, la tropa de caballos de don Garayar y los becerros de la señora
Grimalda. Nicacha y Pablucha gritaron desde la entrada del barranco:
—¡Sujetaychis! ¡Sujetaychis!
(¡Sujetad!)
Pero la piara atropelló. En el camino
que cruza el barranco, se revolvieron los becerros, llorando.
—¡Sujetaychis!—Los mak'tillos Nicacha
y Pablucha subieron, camino arriba, arañando la tierra.
Las mulas se animaron en el camino,
sacudiendo sus cabezas; resoplando las narices, entraron a carrera en la
quebrada, las madrineras atropellaron por delante. Atorándose con el polvo, los
becerritos se arrimaron al cerroé algunos pudieron volverse y corrieron entre
la piara. La mula nazqueña de don Garayar levantó sus dos patas y clavó sus
cascos en la frente del «Pringo». El «Pringo» cayó al barranco, rebotó varias
veces entre los peñascos y llegó hasta el fondo del abismo. Boqueando sangre
murió a la orilla del riachuelo.
La piara siguió, quebrada adentro,
levantando polvo.
—¡Antes, uno nomás ha muerto!
¡Hubiera gritado, pues, más fuerte!—Hablando, el mulero de don Garayar se
agachó en el canto del camino para mirar el barranco.
—¡Ay señorcito! ¡La señora nos
latigueará; seguro nos colgará en el trojal!
—¡Pringuchallaya! ¡Pringucha!
Mirando el barranco, los mak'tillos
llamaron a gritos al becerrito muerto.
La Ene, madre del «Pringo», era la
vaca más lechera de la señora Grimalda. Un balde lleno le ordeñaban todos los
días La llamaba Ene, porque sobre el lomo negro tenía dibujada una letra N, en
piel blanca. La Ene era alta y robusta, ya había dado a la patrona varios
novillos grandes y varias lecheras. La patrona la miraba todos los días,
contenta:
—¡Es mi vaca! ¡Mi mamacha! (¡Mi
madrecital).
Le hacían cariño, palmeándole en el
cuello.
Esta vez, su cría era el «Pringo». La
vaquera lo bautizó con ese nombre desde el primer día. «El Pringo», porque era
blanco entero. El Mayordomo quería llamarlo «Misti», porque era el más fino y
el más grande de todas las crías de su edad.
—Parece extranjero—decía.
Pero todos los concertados de la
señora, los becerreros y la gente del pueblo lo llamaron «Pringo». Es un nombre
más cariñoso, más de indios, por eso quedó.
Los becerreros entraron llorando a la
casa de la señora. Doña Grimalda salió al corredor para saber. Entonces los
becerreros subieron las gradas, atropellándose; se arrodillaron en el suelo del
corredor; y sin decir nada todavía, besaron el traje de la patrona; se taparon
la cara con la falda de su dueña, y gimieron, atorándose con su saliva y con
sus lágrimas.
—¡Mamitay!
—¡No pues! ¡Mamitay!
Doña Grimalda gritó, empujando con
los pies a los muchachos.
—¡Caray! ¿Qué pasa?
—«Pringo» pues, mamitay. En
K'ello-k'ello, empujando mulas de don Garayar
—¡«Pringo» pues! ¡Muriendo ya,
mamitay!
Ganándose, ganándose, los becerreros
abrazaron los pies de doña Grimalda, uno más que otro; querían besar los pies
de la patrona.
—¡Ay Dios mío! ¡Mi becerritol
¡Santusa, Federico, Antonio...!
Bajó las gradas y llamó a sus
concertados desde el patio.
—iCorran a K'ello-k'ello! ¡Se ha
desbarrancado el «Pringo»! ¿Qué hacen esos, amontonados allí? ¡Vayan, por
delante!
Los becerreros saltaron las
gradas y pasaron al zaguán, arrastrando sus ponchos. Toda la gente de la señora
salió tras de ellos.
Trajeron cargado al «Pringo». Lo
tendieron sobre un poncho, en el corredor. Doña Grimalda, lloró, largo rato, de
cuclillas junto al becerrito muerto. Pero la vaquera y los mak'tillos, lloraron
todo el día, hasta que entró el sol.
—¡Mi papacito! ¡Pringuchallaya!
—¡Ay niñito, súmak'wawacha!
(¡Criatura hermosa!).
—¡Súmak' wawacha!
Mientras el Mayordomo le abría el
cuerpo con su cuchillo grande; mientras le sacaba el cuerito; mientras hundía
sus puños en la carne, para separar el cuero, la vaquera y los mak'tillos,
seguían llamando:
—¡Niñucha! ¡Por qué pues!
—¡Por qué pues, súmak'wawacha!
Al día siguiente, temprano, la Ene
bajaría el cerro bramando en el camino. Guiando a las lecheras vendría como
siempre. Llamaría primero desde el zaguán. A esa hora, ya goteaba leche de sus
pezones hinchados.
Pero el Mayordomo le dio un consejo a
la señora.
—Así he hecho yo también, mamita, en
mi chacra de las punas—le dijo.
Y la señora aceptó.
Rayando la aurora, don Fermín clavó dos
estacas en el patio de ordeñar, y sobre las estacas un palo de lambras. Después
trajo al patio el cuero del «Pringo», lo tendió sobre el palo, estirándolo y
ajustando las puntas con clavos, sobre la tierra.
A la salida del sol, las vacas
lecheras estaban ya en el callejón llamando a sus crías. La Ene se paraba
frente al zaguán; y desde allí bramaba sin descanso, hasta que le abrían la
puerta. Gritando todavía pasaba el patio y entraba al corral de ordeñar.
Esa mañana, la Ene llegó apurada;
rozando su hocico en el zaguán, llamó a su «Pringo». El mismo don Fermín le
abrió la puerta. La vaca pasó corriendo el patio. La señora se había levantado
ya, y estaba sentada en las gradas del corredor.
La Ene entró al corral. Estirando el
cuello, bramando despacito, se acercó donde su «Pringo»; empezó a lamerle, como
todas las mañanas. Grande le lamía, su lengua áspera señalaba el cuero del
becerrito. La vaquera le maniató bien; ordeñándole un poquito humedeció los
pezones, para empezar. La leche hacía ruido sobre el balde.
—¡Mamaya! ¡Y'astá mamaya! —llamando a
gritos pasó del corral al patio, el Pablucha.
La señora entró al corral, y vió a su
vaca. Estaba lamiendo el cuerito del «Pringo», mirándolo tranquila, con sus
ojos dulces.
Así fue, todas las mañanas; hasta que
la vaquera y el Mayordomo, se cansaron de clavar y desclavar el cuero del
«Pringo». Cuando la leche de la Ene empezó a secarse, tiraban nomás el cuerito
sobre un montón de piedras que había en el corral, al pie del muro. La vaca
corría hasta el extremo del corral, buscando a su hijo; se paraba junto al
cerco, mirando el cuero del becerrito. Todas las mañanas lavaba con su lengua
el cuero del «Pringo». Y la vaquera la ordeñaba, hasta la última gota.
Como todas las vacas, la Ene también,
acabado el ordeño, empezaba a rumiar, después se echaba en el suelo, junto al
cuerito seco del «Pringo», y seguía, con los ojos medio cerrados. Mientras, el
sol alto despejaba las nubes, alumbraba fuerte y caldeaba la gran quebrada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario