(Narración Irlandesa)
–El
rey...
– ¡Siempre cuentos reales!...
–Los reyes son los espléndidos y los generosos. En sus
cabezas triunfa el oro cincelado y en sus tronos ríen piedras de África. Ellos
hacen magníficas nuestras narraciones. Tienen joyas, mujeres y esclavos.
Favoritas del Cairo y lechos de mármol rosa.
Ellos compran los cantos a los trovadores sentimentales y
las graves máximas a los filósofos; la honorabilidad a los gentileshombres, la
discreción a las damas y la fina condescendencia a los caballeros.
¡Hablemos de los reyes! Ellos hacen espléndidas nuestras narraciones
y llenan de pompa nuestros pensamientos. ¡El oro y los reyes!
... La villa de la señorita Indrah estaba envuelta en una atmósfera
de superstición. No había en la aldea quien hubiera atravesado las verjas de
los jardines ni el misterio de los aposentos. Unos decían ver salir a la dueña,
de noche, rodeada de enormes vampiros que la tenían esclava, y a los que
alimentaba con su sangre. Otros decían que robaba los niños de las aldeas para
beber su sangre fresca y otros decían verla huir de noche, hacia los bosques de
las comarcas vecinas.
Una vez corrió la voz en la aldea de que un peregrino que había
llegado a las rejas del castillo vio llorando a la Indrah, tras de unos setos.
Más tarde llegó a decirse que la enigmática señorita había salido de noche en
procesión por las calles del pueblo; el miedo sobrecogió a los sencillos
aldeanos, y, como nadie volvió a salir de noche, las procesiones se
multiplicaron. Entonces principiaron las rogativas y las oraciones públicas.
Se ofreció sacrificios de flores en los templos y se quemó cabellos
de niños en los hogares; por fin, se guardó aves blancas en los sarcófagos y se
pensó ofrecer en holocausto a la virgen más joven. A pesar de eso, un joven
gañán, al volver una noche de la reja de su amada, tuvo que ocultarse
presuroso. La procesión pasaba...
– ¿Iba Indrah?
–Iba entre un grupo de encorvados con aspecto de vampiros negros
de los que sólo se veía los ojos. En el centro, casi muriente y apoyada en los
brazos de uno de ellos, iba la virgen pálida de cera. Indrah tenía una
transparencia opalina y ningún color profanaba la blancura de la joven. Los
acompañantes con amplias capas obscuras rumiaban sordamente sonatas incomprensibles.
Al día siguiente fue hallado el gañán, sin conocimiento y víctima
de una crispación horrible. Murió describiendo entrecortadamente la procesión
de Indrah. Entonces en la aldea, al miedo sucedió el espanto. Los hombres
principiaron a preocuparse; los viejos caminaban taciturnos y encorvados como si
pensaran en algo sombrío; las mujeres no asomaban por los jardines secos y
muertos; los mancebos no iban al campo ya; y los niños, tristes y pálidos, se
dormían en los rincones húmedos de sus covachas. Cada día aparecía un cadáver
crispado y aquel pueblo tomó el aspecto de una ciudad muerta. Los viejos
callaban siempre, no se amaban los jóvenes, los niños no reían y las mujeres
eran víctimas de alucinaciones. Aquella raza comenzó a extinguirse...
II
–¿Quién era Indrah?...
–Nadie lo sabía. Un aventurero loco, un asesino original, un
decepcionado o un ser extraordinario, fue a vivir en las rocas de un país del
norte que da al mar y donde no sale el sol. Era el rey Míndor.
Para llegar a su atalaya había que cruzar pampas donde el viento
zumbaba siempre, un viento helado que desplegaba los vestidos y agrietaba los
labios. En doce jornadas se llegaba al castillo de Míndor. El rey tenía
vasallos que traían a los viajeros extraviados, quienes por la generosidad de
Míndor, dormían en el castillo, después de ser invitados a cenas
extraordinarias en las que los viajeros volvíanse locos de placer, que unos
creen y atribuyen a bebidas excitantes. En ese estado de felicidad suprema los
viajeros eran trasladados al jardín del castillo donde había el pozo circular
con broqueles de ónice. El pozo tenía una escalinata de mármol como la entrada
a un palacio subterráneo, que, al girar, arrojaba en sus profundidades al que
pisaba la escalinata célebre.
Allí se hacía llevar a los viajeros, ebrios de una felicidad
suprema, quienes al caer en el pozo iban a mezclarse con los cadáveres de los
desgraciados que les habían precedido en las cenas del castillo. Muchos hombres
vivían aún, locos, entre ese pozo que era una boca del infierno. Una vez cada
veinte jornadas, al ponerse el sol, se abrían las puertas enormes de ese pozo profundísimo
y siniestro. El rey, acodado en el brocal con su copa de oro, miraba presa de
un placer febril cuando las compuertas se abrían y se precipitaban las aguas,
pujantes y enormes, y arremolinaban los escorzos humanos. Pronto el elemento
salvaje llenaba todo el pozo y entonces se cerraban las compuertas y se dejaba
salir el agua nuevamente.
–¿Pero Indrah?
–Era la hija del rey. Una tarde los vasallos caballeros
dibujaron sus siluetas en las pampas frías y obscuras de la comarca. Poco a poco
se fueron precisando las formas y ya a los pies del castillo se vio llegar un
nuevo peregrino, un joven rubio, de color encendido, con la tez seca y los
labios rajados. Indrah sintió por él un sentimiento que no percibiera jamás por
viajero
alguno de los que venían de palacio para morir en el pozo.
Sólo los veía durante los banquetes y las cenas que Míndor obsequiaba a sus víctimas.
Esta vez, Indrah estaba enamorada.
–¿Asistió al banquete?...
–Sí. Con sus ojos de tristeza, al mirar los agasajos sufría horriblemente.
Al terminar la cena, cuando Nildo, así se llamaba el mancebo, fue feliz con los
vinos dorados y bermejos, los pajes lo llevaron en una silla al jardinillo del
pozo. Indrah, que había visto todo, siguió a su padre:
–¡Todavía no, padre!
Míndor no contestó. Los pajes siguieron su camino entre los setos
y ya en el broquel instalaron a Nildo, que no se daba cuenta de nada. Y el rey
le refería:
–¡Y os falta ver, mancebo rubio, mis palacios encantados.
Vais a penetrar al reino más grande y más poderoso. Allí los jardines son
eternos, los aromas suaves y enervantes y las mujeres hermosas y pródigas. El
Sol de la mañana no se pone nunca, y los que han ido a mis reinos jamás han regresado...
¿Lo queréis ver?...
–¡Sí, Magnífico!
–¡Padre! -gritó Indrah en un arranque gutural y salvaje-
¡Padre, éste no!
Nildo sin darse cuenta sonreía pensando en caricias mejores.
Los lacayos le hicieron entrar al pozo por una de las escalinatas de mármol que
cubrían el horrible secreto. Nildo avanzó tranquilo.
–¡Padre!...
La escala giró. El golpe del hombre sobre el agua produjo un
chasquido que sonó lúgubremente en el pozo profundísimo. El rey aplicó el oído,
mientras Indrah, alocada, se perdía a través de los setos del jardín. El rey
miraba acodado en el broquel con una satisfacción inmensa. Veía, entre la
obscuridad del pozo, cómo los hombres hambrientos le mordían los dedos a Nildo,
y los otros, locos, reían de la fúnebre aventura, entre el lodo de aquel nido
infernal.
–¡Abrid las compuertas! -gritó Míndor- y las aguas enormes y
salvajes se precipitaron, ahogando en sus remolinos gritos de dolor y de locura
y crispamientos horribles. El pozo se llenó.
– ¡Cerrad!... ¡Cerrad más aprisa!...
El agua comenzó a llegar a los bordes del broquel lejos de retirarse.
El rey gritó más fuerte aún:
– ¡Cerrad, vasallos, cerrad más aprisa!...
En el cuarto de las compuertas nadie respondía. El pozo principió
a desbordarse loca y atropelladamente. Parecía que todo el mar se precipitaba
furioso por ese vórtice gigantesco. En el fondo hubo un crujir de cadenas y
desgarramientos formidables, tembló la tierra que pisaba el monarca y todo se
perdió en el avasallador impulso de las olas. Una monstruosa invasión del mar
se precipitó en el palacio, inundó los jardines reales vertiginosamente y en
pocos momentos aquello era el dominio del mar, que después de profanar las
galerías del rey y los salones de oro, invadió la comarca y siguió... siguió
muchas jornadas.
– ¿Indrah?
Loca y desesperadamente al ver caer a Nildo cogió las llaves
de las compuertas, mató al viejo guardián y abrió para siempre las fauces del
salvaje elemento. Luego, cuando su padre exclamó:
–¡Cerrad, vasallos, cerrad aprisa las compuertas!, Indrah
arrojó las enormes llaves al fondo del mar y huyó enseguida...
Nadie sabe cuándo vino a vivir a la villa de aquel país,
donde dicen los aldeanos que sale en las noches a buscar a Nildo.
– ¿Pero los encorvados?...
–Peregrinos jóvenes que ella había salvado y que no la abandonaron
nunca. En las noches de su paseo, la llevan entre ellos con gran solicitud, y
después de pasear la ciudad volvían a la villa antes de salir el sol.
III
Y en el pueblo se morían las gentes víctimas de crispaciones
horribles. Un día se reunió todo el pueblo y acordaron sorprender el palacio de
Indrah. Se llamó a los labriegos de las comarcas vecinas y todos, a la hora del
crepúsculo, se lanzaron al palacio armados de piedras, picas y azadones.
Atropellaron viejos guardias y penetraron al gran salón obscuro
donde creían encontrar a Indrah y a los vampiros. Los antiguos servidores de
Indrah huyeron y al huir dejaron caer el cuerpo de la virgen sobre el que se
precipitaron los aldeanos.
– ¿Era el cadáver de Indrah?
–No. Era una suplantación hecha en cera. Indrah había muerto
seguramente y aquellos hombres, en honor a ella, hiciéronla vivir en aquel bloc
modelado, que, como a Indrah misma, sacaban de paseo todas las noches, a través
de la aldea.
– ¿Cuando se hizo la suplantación?...
–Nadie lo sabe aún, mas cuando se viaja por los países del norte,
fríos, secos y llenos de atalayas, los viejos refieren esta leyenda de la
virgen de cera y el rey Míndor. Da mucha melancolía viajar por los países del
norte. Tienen leyendas muy tristes y -Europa no lo sabe- en las rocas abruptas y
abandonadas, viven aún de esos reyes. Estás triste. ¡No siempre son bellos los
cuentos reales!...
Abraham Valdelomar
Lima y julio de 1910
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