ENRIQUE LÓPEZ ALBÚJAR
La plaza de Chupán hervía de gente. El pueblo
entero, ávido de curiosidad, se había congregado en ella desde las primeras
horas de la mañana, en espera del gran acto de justicia a que se le había
convocado la víspera, solemnemente.
Se habían suspendido todos los quehaceres particulares
y todos los servicios públicos.
Allí estaba el jornalero, poncho al hombro,
sonriendo, con sonrisa idiota, ante las frases intencionadas de los corros; el
pastor greñudo, de pantorrillas bronceadas y musculosas, serpenteadas de venas,
como lianas en tomo de un tronco; el viejo silencioso y taimado, mascador de
coca sempiterno; la mozuela tímida y pulcra, de pies limpios y bruñidos como
acero pavonado, y uñas desconchadas y roídas y faldas negras y esponjosas como
repollo; la vieja regañona, haciendo perinolear al aire el huso mientras
barbotea un rosario interminable de conjuros, y el chiquillo, con su clásico
sombrero de falda gacha y copa cónica —sombrero
de payaso— tiritando al abrigo de un ilusorio
ponchito, que apenas le llega al vértice de los codos.
Y por entre esa multitud, los perros, unos
perros color de ámbar sucio, hoscos, héticos, de cabezas angulosas y largas
como cajas de violín, costillas transparentes, pelos hirsutos, miradas de lobo,
cola de zorro y patas largas, nervudas y nudosas —verdaderas
patas de arácnido— yendo y viniendo incesantemente,
olfateando a las gentes con descaro, interrogándoles con miradas de ferocidad
contenida, lanzando ladridos impacientes, de bestias que reclamaran su pitanza.
Se trataba de hacerle justicia a un agraviado
de la comunidad, a quien uno de los miembros, Cunce Maille, ladrón
incorregible, le había robado días antes una vaca. Un delito que había alarmado
a todos profundamente, no tanto por el hecho en sí cuanto por las circunstancia
de ser la tercera vez que un mismo individuo cometía igual crimen. Algo
inaudito en la comunidad. Aquello significaba un reto, una burla a la justicia
severa de los yayas , merecedora de un castigo pronto y ejemplar.
Al pleno sol, frente a la casa comunal y en
torno de una mesa rústica y maciza, con macicez de mueble incaico, el gran
consejo de los yayas, constituido en tribunal, presidía el acto solemne,
impasible, impenetrable, sin más señales de vida que el movimiento acompasado y
leve de las bocas chacchadoras, que parecían tascar un freno invisible.
De pronto los yayas dejaron de chacchar ,
arrojaron de un escupitajo la papilla verdusca de la masticación, limpiáronse
en un pase de manos las bocas espumosas y el viejo Marcos Huacachino, que
presidía el consejo, exclamó:
—Ya hemos chacchado bastante. La coca nos aconseja en el
momento de la justicia. Ahora bebamos para hacerlo mejor.
Y todos, servidos por un decurión, fueron
vaciando a grandes tragos un enorme vaso de chacta.
—Que traigan a Cunce Maille —ordenó
Huacachino una vez que todos terminaron de beber.
Y, repentinamente, maniatado y conducido por
cuatro mozos corpulentos, apareció ante el tribunal un indio de edad
incalculable, alto, fornido, ceñudo, y que parecía desear las injurias y
amenazas de la muchedumbre. En esa actitud, con la ropa ensangrentada y
desgarrada por las manos de sus perseguidores y las dentelladas de los perros
ganaderos, el indio más parecía la estatua de la rebeldía que del abatimiento.
Era tal la regularidad de sus facciones de indio puro, la gallardía de su
cuerpo, la altivez de su mirada, su porte señorial, que, a pesar de sus ojos
sanguinolentos, fluía de su persona una gran simpatía, la simpatía que
despiertan los hombres que poseen la hermosura y la fuerza.
—¡Suéltenlo! —exclamó la misma
voz que había ordenado traerlo.
Una vez libre Maille, se cruzó de brazos,
irguió la desnuda y revuelta cabeza, desparramó sobre el consejo una mirada
sutilmente desdeñosa y esperó.
—José Ponciano te acusa de que el miércoles pasado le
robaste un vaca mulinera y que has ido a vendérsela a los de Obas. ¿Tú que dices?
—¡Verdad! Pero Ponciano me robó el año pasado un toro.
Estamos pagados.
—¿Por qué entonces no te quejaste?
—Porque yo no necesito de que nadie me haga justicia. Yo
mismo sé hacérmela.
—Los yayas no consentimos que aquí nadie se haga
justicia. El que se la hace pierde su derecho.
Ponciano, al verse aludido, intervino.
—Maille está mintiendo, taita, El que dice que yo le
robé se lo compré a Natividad Huaylas. Que lo diga; está presente.
—Verdad, taita —contestó un
indio, adelantándose hasta la mesa del consejo.
—¡Perro! —dijo Maille,
encarándose ferozmente a Huaylas—. Tan ladrón eres tú
como Ponciano. Todo lo que tú vendes es robado. Aquí todos se roban.
Ante tal imputación, los yayas, que al parecer
dormitaban, hicieron un movimiento de impaciencia al mismo tiempo que muchos
individuos del pueblo levantaban sus garrotes en son de protesta y los blandían
gruñendo rabiosamente. Pero el jefe del tribunal, más inalterable que nunca,
después de imponer silencio con gesto imperioso, dijo:
—Cunce Maille, has dicho una brutalidad que ha ofendido
a todos. Podríamos castigarte entregándote a la justicia del pueblo, pero sería
abusar de nuestro poder.
Y dirigiéndose al agraviado José Ponciano,
que, desde uno de los extremos de la mesa, miraba torvamente a Maille, añadió:
—¿En cuánto estimas tu vaca, Ponciano?
—Treinta soles, taita. Estaba para parir, taita.
En vista de esta respuesta, el presidente se dirigió
al público en esta forma.
—¿Quién conoce la vaca de Ponciano? ¿Cuánto podrá costar la vaca de Ponciano?
Muchas voces contestaron a un tiempo que la
conocían y que podría costar realmente los treinta soles que le había fijado su
dueño.
—¿Has oído, Maille? —dijo el
presidente al aludido.
—He oído, pero no tengo dinero para pagar.
—Tienes dinero, tienes tierras, tienes casas. Se te
embargará uno de tus ganados y, como tú no puedes seguir aquí porque es la
tercera vez que compareces ante nosotros por ladrón, saldrás de Chupán
inmediatamente y para siempre. La primera vez te aconsejamos lo que debías
hacer para que te enmendaras y volvieras a ser hombre de bien. No has querido.
Te burlaste del yaachishum. La segunda vez tratamos de ponerte a bien con Felipe
Tacuhe, a quien le robaste diez carneros. Tampoco hiciste caso del
alli-achishum, pues no has querido reconciliarte con tu agraviado y vives
amenazándole constantemente... Hoy le ha tocado a Ponciano ser el perjudicado y
mañana quién sabe a quién le tocará. Eres un peligro para todos. Ha llegado el
momento de botarte, de aplicarte el jitarishum. Vas a irte para no volver más.
Si vuelves ya sabes lo que te espera: te cogemos y te aplicamos ushanan-jampi. ¿Has oído bien, Cunce Maille?
Maille se encogió de hombros, miró al tribunal
con indiferencia, echó mano al huallqui, que por milagro había conservado en la
persecución, y sacando un poco de coca se puso a chacchar lentamente.
El presidente de los yayas, que tampoco se
inmutó por esta especie de desafío del acusado, dirigiéndose a sus colegas,
volvió a decir:
—Compañeros, este hombre que está delante de nosotros es
Cunce Maille, acusado por tercera vez de robo en nuestra comunidad. El robo es
notorio, no lo ha desmentido, no ha probado su inocencia. ¿Qué debemos hacer con él?
—Botarlo de aquí; aplicarle el jitarishum —contestaron a una voz los yayas—,
volviendo a quedar mudos e impasibles.
—¿Has oído, Maille? Hemos procurado hacerte un hombre de
bien, pero no lo has querido. Caiga sobre ti el jitarishum.
Después, levantándose y dirigiéndose al
pueblo, añadió con voz más alta que la empleada hasta entonces:
—Este hombre que ven aquí es Cunce Maille, a quien vamos
a botar de la comunidad por ladrón. Si alguna vez se atreve a volver a nuestras
tierras, cualquiera de los presentes podrá matarle. No lo olviden. Decuriones
cojan a ese hombre y sígannos.
Y los yayas, seguidos del acusado y de la
muchedumbre, abandonaron la plaza, atravesaron el pueblo y comenzaron a
descender por una escarpada senda, en medio de un imponente silencio, turbado
sólo por el tableteo de los shucuyes. Aquello era una procesión de mudos bajo
un nimbo de recogimiento. Hasta los perros, momentos antes inquietos,
bulliciosos, marchaban en silencio, gachas las orejas y las colas, como percatados
de la solemnidad del acto.
Después de un cuarto de hora de marcha por
senderos abruptos, sembrados de piedras y cactus tentaculares, y amenazadores
como pulpos rabiosos —senderos de pastores y
cabras— el jefe de los yayas levantó su vara de
alcalde, coronada de cintajos multicolores y flores de plata de manufactura
infantil, y la extraña procesión se detuvo al borde del riachuelo que separa
las tierras de Chupán y las de Obas.
—¡Suelten a ese hombre! —exclamó
el yaya de la vara.
Y dirigiéndose al reo:
—Cunce Maille: desde este momento tus pies no pueden
seguir pisando nuestras tierras porque nuestros jircas se enojarían y su enojo
causaría la pérdida de las cosechas, y se secarían las quebradas y vendría la
peste. Pasa el río y aléjate para siempre de aquí.
Maille volvió la cara sucia hacia la multitud
que con gesto de asco e indignación, más fingido que real, acababa de acompañar
las palabras sentenciosas del yaya, y después de lanzar al suelo un escupitajo
enormemente despreciativo, con ese desprecio que solo el rostro de un indio es
capaz de expresar, exclamó:
—Ysmayta-micuy!
Y de cuatro saltos salvó las aguas del Chillan
y desapareció entre los matorrales de la banda opuesta, mientras los perros,
alarmados de ver a un hombre que huía, excitados por su largo silencio, se
desquitaban ladrando furiosamente, sin atreverse a penetrar en las cristalinas
y bulliciosas aguas del riachuelo.
Si para cualquier hombre la expulsión es una
afrenta, para un indio, y un indio como Cunce Maille, la expulsión de la comunidad
significa todas las afrentas posibles, el resumen de todos los dolores frente a
la pérdida de todos los bienes: la choza, la tierra, el ganado, el jirca y la
familia. Sobre todo, la choza.
El jitarishum es la muerte civil del
condenado, una muerte de la que jamás se vuelve a la rehabilitación; que
condena al indio al ostracismo perpetuo y parece marcarle con un signo que le
cierra para siempre las puertas de la comunidad. Se le deja solamente la vida
para que vague con ella a cuestas por quebradas, cerros, punas y bosques, o
para que baje a vivir a las ciudades bajo la férula del misti, lo que para el
indio altivo y amante de las alturas es un suplicio y una vergüenza.
Y Cunce Maille, dada su naturaleza rebelde y
combativa, jamás podría resignarse a la expulsión que acababa de sufrir. Sobre
todo, había dos fuerzas que le atraían constantemente a la tierra perdida: su
madre y su choza. ¿Qué iba a ser de su madre
sin él? Este pensamiento le irritaba y le hacía concebir los más inauditos
proyectos. Y exaltado por los recuerdos, nostálgico y cargado su corazón de
odio como una nube de electricidad, harto en pocos días de la vida de azar y
merodeo que se le obligaba a llevar, volvió a repasar en las postrimerías de
una noche el mismo riachuelo que un mes antes cruzara a pleno sol, bajo el
silencio de una poblada hostil y los ladridos de una jauría famélica y feroz.
A pesar de su valentía, comprobada cien veces,
Maille al pisar la tierra prohibida, sintió como una mano que le apretaba el
corazón y tuvo miedo. ¿Miedo de qué? ¿De la muerte? ¿Pero qué podría
importarle la muerte a él, acostumbrado a jugarse la vida por nada? ¿Y no tenía para eso su carabina y sus cien tiros? Lo suficiente
para batirse con Chupán entero y escapar cuando se le antojara.
Y el indio, con el arma preparada, avanzó
cauteloso, auscultando todos los ruidos, oteando los matorrales, por la misma
senda de los despeñaperros y los cactus tentaculares y amenazadores como
pulpos, especie de viacrucis, por donde solamente se atrevían a bajar, pero
nunca a subir, los chupones, por estar reservada para los grandes momentos de
su feroz justicia. Aquello era como la roca Tarpeya del pueblo.
Maille salvó todas las dificultades de la
ascensión y, una vez en el pueblo, se detuvo frente a una casucha y lanzó un
grito breve y gutural, lúgubre, como el gruñido de un cerdo dentro de una
cántara. La puerta se abrió y dos brazos se enroscaron al cuello del proscrito,
al mismo tiempo que una voz decía:
—Entra, guagua-yau, entra. Hace muchas noches que tu
madre no duerme esperándote. ¿Te habrán visto?
Maille, por toda respuesta, se encogió de
hombros y entró.
Pero el gran consejo de los yayas, sabedor por
experiencia propia de lo que el indio ama su hogar, del gran dolor que siente
cuando se ve obligado a vivir fuera de él, de la rabia con que se adhiere a
todo lo suyo hasta el punto de morirse de tristeza cuando le falta poder para
recuperarlo pensaba: «Maille volverá cualquier noche de éstas; Maille es audaz,
no nos teme, nos desprecia, y cuando él sienta el deseo de chacchar bajo su
techo y al lado de la vieja Nastasia, no habrá nada que lo detenga.»
Y los yayas pensaban bien. La choza sería la
trampa en que habría de caer alguna vez al condenado. Y resolvieron vigilarla
día y noche por turno, con disimulo y tenacidad verdaderamente indios.
Por eso aquella noche, apenas Cunce Maille
penetró en su casa, un espía corrió a comunicar la noticia al jefe de los
yayas.
—Cunce Maille ha entrado a su casa, taita. Nastasia le
ha abierto la puerta —díjole palpitante, emocionado,
estremecido aún por el temor, con la cara de un perro que viera a un león de
repente.
—¿Estás seguro, Santos?
—Sí, taita, Nastasia lo abrazó. ¿A quién podría abrazar la vieja Nastasia, taita? Es Cunce...
—¿Está armado?
—Con carabina, taita. Si vamos a sacarlo, iremos todos
armados. Cunce es malo y tira bien.
Y la noticia se esparció por el pueblo
eléctricamente... «¡Ha llegado Cunce Maille! ¡Ha llegado Cunce Maille!», era la frase que repetían todos
estremeciéndose. Inmediatamente se formaron grupos, los hombres sacaron a
relucir sus grandes garrotes —los garrotes de los
momentos trágicos—; las mujeres, en cuclillas,
comenzaron a formar ruedas frente a la puerta de sus casas, y los perros,
inquietos, sacudidos por el instinto, a llamarse y a dialogar a la distancia.
—¿Oyes, Cunce? —murmuró la
vieja Nastasia, que, recelosa y con el oído pegado a la puerta, no perdía el
menor ruido, mientras aquél, sentado sobre un banco, chacchaba impasible, como
olvidado de las cosas del mundo—. Siento pasos que se
acercan, y los perros se están preguntando quién ha venido de fuera. ¿No oyes? Te habrán visto. ¡Para qué
habrás venido aquí, guagua-yau!
Cunce hizo un gesto desdeñoso y se limitó a
decir:
—Ya te he visto, mi vieja, y me he dado el gusto de
saborear una chaccha en mi casa. Voime ya. Volveré otro día.
Y el indio, levantándose y fingiendo una
brusquedad que no sentía, esquivó el abrazo de su madre, y, sin volverse, abrió
la puerta, asomó la cabeza a ras del suelo y atisbo. Ni ruidos ni bultos
sospechosos, sólo una leve claridad matinal comenzaba a teñir la cumbre de los
cerros.
Pero Maille era demasiado receloso y astuto,
como buen indio, para fiarse de este silencio. Ordenóle a su madre pasar a la
otra habitación y tenderse boca abajo, dio enseguida un paso atrás para tomar
impulso, y de un gran salto al sesgo salvó la puerta y echó a correr como una
exhalación. Sonó una descarga y una descarga de plomo acribilló la puerta de la
choza, al mismo tiempo que innumerables grupos de indios, armados de todas
armas, aparecían por todas partes gritando:
—¡Muera Cunce Maille! ¡Ushanan-jampi!
¡Ushanan-jampi!
Maille apenas logró correr unos cien pasos,
pues otra descarga, que recibió de frente, le obligó a retroceder y escalar de
cuatro saltos felinos el aislado campanario de la iglesia, desde donde,
resuelto y feroz, empezó a disparar certeramente sobre los primeros que
intentaron alcanzarle.
Entonces comenzó algo jamás visto por esos hombres
rudos y acostumbrados a todos los horrores y ferocidades; algo que, iniciado
con un reto, llevaba las trazas de acabar en una heroicidad monstruosa, épica
digna de la grandeza de un canto.
A cada diez tiros de los sitiadores, tiros
inútiles de rifles anticuados, de escopetas inválidas, hechos por manos
temblorosas, el sitiado respondía con uno invariablemente certero, que
arrancaba un lamento y cien alaridos. A las dos horas había puesto fuera de
combate a una docena de asaltantes, entre ellos a un yaya, lo que había
enfurecido al pueblo entero.
—¡Tomen, perros! —gritaba
Maille a cada indio que tumbaba—. Antes de que me
cojan mataré cincuenta. Cunce Maille vale cincuenta perros chupanes. ¿Dónde está Marcos Huacachino? ¿Quiere un
poquito de cal para su boca con esta shipina?
Y la shipina era el cañón del arma, que,
amenazadora y mortífera, apuntaba en todo sentido.
Ante tanto horror, que parecía no tener
término, los yayas, después de larga deliberación, resolvieron tratar con el
rebelde. El comisario debería comenzar por ofrecerle todo, hasta la vida, que
una vez abajo y entre ellos ya se vería cómo eludir la palabra empeñada. Para
esto era necesario un hombre animoso y astuto como Maille, y de palabra capaz
de convencer al más desconfiado.
Alguien señaló a José Facundo. «Verdad —exclamaron los demás—. Facundo engaña al
zorro cuando quiere y hace bailar al jirca más furioso.»
Facundo, después de aceptar tranquilamente la
honrosa comisión, recostó su escopeta en la tapia en que estaba parapetado,
sentose, sacó un puñado de coca, y se puso a catipar religiosamente por espacio
de diez minutos largos. Hecha la catipa y satisfecho del sabor de la coca,
saltó la tapia y emprendió una vertiginosa carrera, llena de saltos y zigzags,
en dirección al campanario, gritando:
—¡Amigo Cunce!, ¡amigo Cunce!,
Facundo quiere hablarte.
Cunce Maille le dejó llegar, y una vez que le
vio sentarse en el primer escalón de la gradería, le preguntó:
—¿Qué quieres, Facundo?
—Pedirte que bajes y te vayas.
—¿Quién te manda?
—Yayas.
—Yayas son unos supayna-huachsgan' que cuando huelen
sangre quieren bebería. ¿No querrán beber la mía?
—No, yayas me encargan decirte que si quieres te
abrazarán y beberán contigo un trago de chacta en el mismo jarro y te dejarán
salir con la condición de que no vuelvas más.
—Han querido matarme.
—Ellos no; ushanan-jampi, nuestra ley. Ushanan-jampi
igual para todos, pero se olvidará esta vez para ti. Están asombrados de tu
valentía. Han preguntado a nuestro gran jirca-yayag y él ha dicho que no te
toquen. También han catipado y la coca les ha dicho lo mismo. Están pesarosos.
Cunce Maille vaciló, pero comprendiendo que la
situación en que se encontraba no podía continuar indefinidamente, que al fin
llegaría el instante en que se le agotaría la munición y vendría el hambre,
acabó por decir, al mismo tiempo que bajaba.
—No quiero abrazos ni chacta. Que vengan aquí todos los
yayas desarmados y a veinte pasos de distancia juren por nuestro jirca que me
dejarán partir sin molestarme.
Lo que pedía Maille era una enormidad que
Facundo no podía prometer, no sólo porque no estaba autorizado para ello, sino
porque ante el poder del ushanan-jampi no había juramento posible.
Facundo vaciló también, pero su vacilación fue
cosa de un instante. Y después de reír con gesto de perro a quien le hubieran
pisado la cola, replicó:
—He venido a ofrecerte lo que pidas. Eres como mi
hermano y yo le ofrezco lo que quiera a mi hermano.
Y abriendo los brazos, añadió:
—Cunce, ¿no habrá para tu
hermano Facundo un abrazo? Yo no soy yaya. Quiero tener el orgullo de decirle
mañana a todo Chupán que me he abrazado con un valiente como tú.
Maille desarrugó el ceño, sonrió ante la frase
aduladora y dejando su carabina a un lado se precipitó en los brazos de Facundo.
El choque fue terrible. En vez de un estrechón efusivo y breve, lo que sintió
Maille fue el enroscamiento de dos brazos musculosos que amenazaban ahogarle.
Maille comprendió instantáneamente el lazo que se le había tendido, y, rápido
como el tigre, estrechó más fuerte a su adversario, levantándolo en peso e
intentando escalar con él el campanario. Pero al poner el pie en el primer
escalón, Facundo, que no había perdido la serenidad, con un brusco movimiento
de riñones hizo perder a Maille el equilibrio, y ambos rodaron por el suelo,
escupiéndose injurias y amenazas. Después de un violento forcejeo, en que los
huesos crujían y los pechos jadeaban, Maille logró quedar encima de su
contendor.
—¡Perro!, más perro que los yayas —exclamó Maille, trémulo de ira—, te voy
a retorcer allá arriba, después de comerte la lengua.
Facundo cerró los ojos y se limitó a gritar
rabiosamente:
—¡Ya está!, ¡ya está!, ¡ya está! ¡Ushanan-jampi!
—Calla, traidor —volvió a
rugir Maille, dándole un puñetazo feroz en la boca, y cogiendo a Facundo por la
garganta se la apretó tan rudamente, que le hizo saltar la lengua, una lengua
lívida, viscosa, enorme, vibrante como la cola de un pez cogido por la cabeza,
a la vez que entornaba los ojos y una gran conmoción se deslizaba por su cuerpo
como una onda.
Maille sonrió satánicamente, desenvainó el
cuchillo, cortó de un tajo la lengua de su victima y se levantó con intención
de volver al campanario. Pero los sitiadores que, aprovechando el tiempo que
había durado la lucha, lo habían estrechamente rodeado, se lo impidieron. Un
garrotazo en la cabeza lo aturdió; una puñalada en la espalda lo hizo
tambalear; una pedrada en el pecho obligóle a soltar el cuchillo y llevarse las
manos a la herida. Sin embargo, aún pudo reaccionar y abrirse paso a puñaladas
y puntapiés, y llegar, batiéndose en retirada, hasta su casa. Pero la turba,
que lo seguía de cerca, penetró tras él en el momento en que el infeliz caía en
los brazos de su madre. Diez puñales se le hundieron en el cuerpo.
—¡No le hagan así, taitas, que el corazón me duele! —gritó la vieja Nastasia, mientras, salpicado el rostro de sangre,
caía de bruces, arrastrada por el desmadejado cuerpo de su hijo y por el choque
de la feroz acometida. Entonces desarrollóse una escena horrorosa, canibalesca.
Los cuchillos cansados de punzar comenzaron a tajar, a partir, a descuartizar.
Mientras una mano arrancaba el corazón y otras los ojos, ésta cortaba la lengua
y aquélla vaciaba el vientre de la víctima. Y todo esto acompañado de gritos,
risotadas, insultos e imprecaciones coreados por los feroces ladridos de los
perros, que, a través de las piernas de los asesinos, daban grandes tarascadas
al cadáver y sumergían los puntiagudos hocicos en el charco sangriento.
—¡Arrastradlo! —gritó una voz.
—¡Arrastradlo! —respondieron
cien más.
—¡A la quebrada con él!
—¡A la quebrada!
Inmediatamente se le anudó una soga al cuello
y comenzó el arrastre. Primero por el pueblo para que, según los yayas, todos
vieran cómo se cumplía el ushanan-jampi; después, por la senda de los cactus.
Cuando los arrastradores llegaron al fondo de
la quebrada, a las orillas del Chillan, sólo quedaba de Cunce Maille la cabeza
y un resto de la espina dorsal. Lo demás quedóse entre los cactus, las puntas
de las rocas y las quijadas insaciables de los perros.
Seis meses después todavía podía verse sobre
el dintel de la puerta de la abandonada y siniestra casa de los Maille unos
colgajos secos, retorcidos, amarillentos, grasosos, a manera de guirnaldas:
eran los intestinos de Cunce Maille, puestos allí por mandato de la justicia
implacable de los yayas.
FIN
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