Autor: José María Arguedas
Un
hombrecito se encaminó a la casa hacienda de su patrón. Como era siervo iba a
cumplir el turno de pongo, de sirviente de la gran residencia. Era pequeño, de
cuerpo miserable, de ánimo débil, todo lamentable, sus ropas viejas.
El
gran señor, patrón de la hacienda, no pudo contener la risa cuando el
hombrecito lo saludó en el corredor de la residencia.
-¿Eres
gente u otra cosa? -le preguntó delante de todos los hombres y mujeres que
estaban de servicio. Humillándose, el pongo no contestó, atemorizado, con los
ojos helados, se quedó de pie.
-¡A
ver! -dijo el patrón– por lo menos sabrá lavar ollas, siquiera podrá manejar la
escoba, con esas manos que parece que no son nada. ¡Llévate esta inmundicia!
-ordenó al mandón de la hacienda.
Arrodillándose,
el pongo le besó las manos al patrón y, todo agachado, siguió al mandón hasta
la cocina. El hombrecito tenía el cuerpo pequeño, sus fuerzas eran sin embargo
como las de un hombre común. Todo cuanto le ordenaban hacer lo hacía bien. Pero
había un poco como de espanto en su rostro; algunos siervos se reían de verlo
así, otros lo compadecían.
”Huérfano
de huérfanos, hijo del viento de la luna debe ser el frío de sus ojos, el
corazón pura tristeza”, había dicho la mestiza cocinera viéndolo. El hombrecito
no hablaba con nadie, trabajaba callado, comía en silencio. Todo cuanto le ordenaban
cumplía. ”Si papacito; si mamacita, era cuanto solía decir”.
Quizá
a causa de tener una cierta expresión de espanto, y por su ropa tan aparatosa y
acaso, también, porque no quería hablar, el patrón sintió un especial desprecio
por el hombrecito. Al anochecer, cuando los siervos se reunían para rezar el
Ave María, en el corredor de la casa-hacienda, a esa hora, el patrón
martirizaba siempre al pongo delante de toda la servidumbre, lo sacudía como a
un trozo de pellejo.
Lo
empujaba de la cabeza y lo obligaba a que se arrodillara y, así, cuando ya
estaba hincado, le daba golpes en la cara.
-Creo
que eres perro. ¡Ladra! -le decía.
El
hombrecito no podía ladrar.
-Ponte
de cuatro patas -le ordenaba entonces.
El
pongo obedecía, y daba unos pasos en cuatro pies.
-Trota
de costado, como un perro -seguía ordenándole el hacendado.
El
hombrecito sabía correr imitando a los perros pequeños de la puna.
El
patrón reía de muy buena gana; la risa le sacudía todo el cuerpo.
-¡Regresa!
-le gritaba cuando el sirviente alcanzaba trotando el extremo del gran
corredor.
El
pongo volvía, corriendo de costadito. Llegaba fatigado. Algunos de sus
semejantes siervos, rezaban mientras el Ave María, despacio rezaban, como
viento interior en el corazón.
-¡Alza
las orejas ahora, vizcacha! ¡Vizcacha eres! -manda el señor al cansado
hombrecito-. Siéntate en dos patas empalma las manos.
Como
si el vientre de su madre hubiera sufrido la influencia modulante de alguna
vizcacha, el pongo imitaba exactamente la figura de uno de esos animalitos,
cuando permanecen quietos, como orando sobre las rocas. Pero no podía alzar las
orejas. Entonces algunos de los siervos de la hacienda se echaban a reír. Golpeándolo
con la bota, sin patearlo fuerte, el patrón derribaba al hombrecito sobre el
piso de ladrillos del corredor. Recemos el padrenuestro -decía luego el patrón
a sus indios, que esperaban en fila. El pongo se levantaba de a pocos, y no podía
rezar porque no estaba en el lugar que le correspondía ni ese lugar
correspondía a nadie.
En
el oscurecer los siervos bajaban del corredor al patio y se dirigían al caserío
de la hacienda.
-¡Vete,
pancita! -solía ordenar, después el patrón al pongo. Y así, todos los días, el
patrón hacia revolcarse a su nuevo pongo, delante de la servidumbre. Lo
obligaba a reírse, a fingir llanto. Lo entregó a la mofa de sus iguales, los colones.
Pero…
una tarde, a la hora del Ave María, cuando el corredor estaba colmado de toda
la gente de la hacienda, cuando el patrón empezó a mirar al pongo con sus
densos ojos, ese, ese hombrecito, habló muy claramente. Su rostro seguía un
poco espantado.
-Gran
señor, dame tu licencia; padrecito mío, quiero hablarte –dijo.
El
patrón no oyó lo que oía.
-¿Qué?
¿Tú eres quien ha hablado u otro? -preguntó.
-Tu
licencia, padrecito, para hablarte. Es a ti a quien quiero hablarte -repitió el
pongo.
-Habla…si
puedes -contestó el hacendado.
-Padre
mío, señor mío, corazón mío -empezó a hablar el hombrecito-. Soñé anoche que habíamos
muerto los dos, juntos; juntos habíamos muerto.
-¿Conmigo?
¿Tú? Cuenta todo, indio –le dijo el gran patrón.
-¿Qué?
¿Qué dices? -interrogó el hacendado.
-Como
éramos hombres muertos, señor mío, aparecimos desnudos, los dos, juntos; desnudos
ante nuestro gran padre San Francisco.
-¿Y
después? ¡Habla –ordenó el patrón, entre enojado e inquieto por la curiosidad.
-Viéndonos
muertos, desnudos, juntos, nuestro gran padre San Francisco nos examinó con sus
ojos que alcanzaban y miden no sé hasta qué distancia. Y a ti y a mí nos
examinaba, pesando, creo, el corazón de cada uno y lo que éramos y lo que
somos. Como hombre rico y grande, tú enfrentabas esos ojos, padre mío.
-¿Y tú?
-No
pude saber cómo estuve, gran señor, o no puedo saber lo que valgo.
-Bueno
sigue contando.
-Entonces
después, nuestro padre dijo de su boca: ”De los ángeles, el más hermoso que venga.
A ese incomparable que lo acompañe otro ángel pequeño, que sea también el más hermoso.
Que el ángel pequeño traiga una copa de oro, ya la copa de oro llena de miel de
chancaca más transparente”.
-¿Y
entonces? -preguntaba el patrón.
Los
indios siervos oían, oían al pongo, con atención, sin cuenta, pero temerosos.
-Dueño
mío; apenas nuestro gran padre San Francisco dio la orden, apareció un ángel brillando,
alto como el sol; vino hasta llegar delante de nuestro padre, caminando
despacito.
Detrás
del ángel mayor marchaba otro pequeño, bello, de suave luz como el resplandor
de las flores. Traía en las manos una copa de oro.
-¿Y
entonces? -repitió el patrón.
-Al
ángel mayor le dijo: cubre a este caballero con la miel que estaba en la copa
de oro; que tus manos sean como plumas cuando pasen sobre el cuerpo del
hombre”, diciendo, ordenó nuestro gran padre. Y así, el ángel excelso,
levantando la miel con sus manos, enlució tu cuerpecito, todo, desde la cabeza
hasta las uñas de los pies. Y te erguiste, solo; en el resplandor del cielo la
luz de tu cuerpo sobresalía, como si estuviera de oro, transparente.
-Así
tenía que ser –dijo el patrón, y luego preguntó:
-¿Y
a ti?
-cuando
tu brillabas en el cielo, nuestro padre San Francisco volvió a ordenar:”Que de todos
los Ángeles del cielo venga el de menos valer, el más ordinario. Que ese ángel
traiga un tarro de gasolina con excremento humano”.
-¿Y
entonces?
-Un
ángel que ya no valía, de patas escamosas, al que no alcanzaban las fuerzas
para mantener las alas en su sitio, llegó ante nuestro gran padre; llegó bien
cansado con las alas chorreadas, trayendo en las manos un tarro grande.
-“Oye
viejo –ordenó nuestro gran padre a ese pobre ángel- embadurna el cuerpo de ese hombrecito
con el excremento que hay en esa lata que has traído, todo el cuerpo, de cualquier
manera; cúbrela como puedas, ¡rápido!”. Entonces con sus manos nudosas, el ángel
viejo, sacando el excremento de la lata, me cubrió, desigual, el cuerpo, así
como se echa barro en la pared de una casa ordinaria, sin cuidado. Y, aparecía
avergonzado, en la luz del cielo, apestando…
-Así
mismo tenía que ser –afirmó el patrón- ¡continúa! o ¿todo concluye allí?
-No, padrecito mío, señor mío. Cuando nuevamente,
aunque ya de otro modo, nos vimos juntos, los dos, ante nuestro gran padre San
Francisco, él volvió a mirarnos, también nuevamente, ya a ti, ya a mí, largo
rato. Con sus ojos que colmaban el cielo, no sé hasta que honduras nos alcanzó,
juntando la noche con el día, el olvido con la memoria. Y luego dijo: ”Todo
cuanto los Ángeles debían hacer con ustedes ya está hecho. Ahora ¡lámanse uno a
otro! Despacio, por mucho tiempo. El viejo ángel rejuveneció a esa misma hora;
sus alas recuperaron su color negro, su gran fuerza. Nuestro padre le encomendó
vigilar que su voluntad se cumpliera.