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viernes, 30 de noviembre de 2012

INSTRUCCIONES PARA SUBIR UNA ESCALERA

Nadie habrá dejado de observar que con frecuencia el suelo se pliega de manera tal que una parte sube en ángulo recto con el plano del suelo, y luego la parte siguiente se coloca paralela a este plano, para dar paso a una nueva perpendicular, conducta que se  repite  en  espiral  o  en  línea  quebrada  hasta  alturas  sumamente  variables.
Agachándose  y  poniendo  la  mano  izquierda  en  una  de  las  partes  verticales,  y  la derecha  en  la  horizontal  correspondiente,  se  está  en  posesión  momentánea  de  un peldaño  o  escalón.  Cada  uno  de  estos  peldaños,  formados  como  se  ve  por  dos elementos,  se  sitúa  un  tanto  más  arriba  y  adelante  que  el  anterior,  principio  que  da sentido a la escalera, ya que cualquiera otra combinación producirá formas quizá más bellas o pintorescas, pero incapaces de trasladar de una planta baja a un primer piso.
Las  escaleras  se  suben  de  frente,  pues  hacia  atrás  o  de  costado  resultan particularmente  incómodas.  La  actitud  natural  consiste  en  mantenerse  de  pie,  los brazos colgando sin esfuerzo, la cabeza erguida aunque no tanto que los ojos dejen de ver  los  peldaños  inmediatamente  superiores  al  que  se  pisa,  y  respirando  lenta  y regularmente. Para subir una escalera se comienza por levantar esa parte del cuerpo situada  a  la  derecha  abajo,  envuelta  casi  siempre  en  cuero  o  gamuza,  y  que  salvo excepciones cabe exactamente en el escalón. Puesta en el primer peldaño dicha parte, que  para  abreviar  llamaremos  pie,  se  recoge  la  parte  equivalente  de  la  izquierda (también  llamada  pie,  pero  que  no  ha  de  confundirse  con  el  pie  antes  citado),  y llevándola a la altura del pie, se le hace seguir hasta colocarla en el segundo peldaño, con lo cual en ‚este descansará el pie, y en el primero descansará el pie. (Los primeros peldaños  son  siempre  los  más  difíciles,  hasta  adquirir  la  coordinación  necesaria.  La coincidencia  de  nombre  entre  el  pie  y  el  pie  hace  difícil  la  explicación.  Cuídese especialmente de no levantar al mismo tiempo el pie y el pie).
Llegado  en  esta  forma  al  segundo  peldaño,  basta  repetir  alternadamente  los movimientos hasta encontrarse con el final de la escalera. Se sale de ella fácilmente, con  un  ligero  golpe  de  talón  que  la  fija  en  su  sitio,  del  que  no  se  moverá  hasta  el momento del descenso.
Julio Cortázar

LA DURMIENTE

Era la medianoche, en junio, tibia, bruna.
Yo estaba bajo un rayo de la mística luna,
Que de su blanco disco como un encantamiento
Vertía sobre el valle un vapor soñoliento.
Dormitaba en las tumbas el romero fragante,
Y al lago se inclinaba el lirio agonizante,
Y envueltas en la niebla en el ropaje acuoso,
Las ruinas descansaban en vetusto reposo.
¡Mirad! También el lago semejante al Leteo,
Dormita entre las sombras con lento cabeceo,
Y del sopor consciente despertarse no quiere
Para el mundo que en torno lánguidamente muere
Duerme toda belleza y ved dónde reposa
Irene, dulcemente, en calma deleitosa.
Con la ventana abierta a los cielos serenos,
De claros luminares y de misterios llenos.
¡Oh, mi gentil señora, ¿no te asalta el espanto?
¿Por qué está tu ventana, así, en la noche abierta?
Los aires juguetones desde el bosque frondoso,
Risueños y lascivos en tropel rumoroso
Inundan tu aposento y agitan la cortina
Del lecho en que tu hermosa cabeza se reclina,
Sobre los bellos ojos de copiosas pestañas,
Tras los que el alma duerme en regiones extrañas,
Como fantasmas tétricos, por el sueño y los muros
Se deslizan las sombras de perfiles oscuros.
Oh, mi gentil señora, ¿no te asalta el espanto?
¿Cuál es, di, de tu ensueño el poderoso encanto?
Debes de haber venido de los lejanos mares
A este jardín hermoso de troncos seculares.
Extraños son, mujer, tu palidez, tu traje,
Y de tus largas trenzas el flotante homenaje;
Pero aún es más extraño el silencio solemne
En que envuelves tu sueño misterioso y perenne.
La dama gentil duerme. ¡Que duerman para el mundo!
Todo lo que es eterno tiene que ser profundo.
El cielo lo ha amparado bajo su dulce manto,
Trocando este aposento por otro que es más santo,
Y por otro más triste, el lecho en que reposa.
Yo le ruego al Señor, que con mano piadosa,
La deje descansar con sueño no turbado,
Mientras que los difuntos desfilan por su lado.
Ella duerme, amor mío. ¡Oh!, mi alma le desea
Que así como es eterno, profundo el sueño sea;
Que los viles gusanos se arrastren suavemente
En torno de sus manos y en torno de su frente;
Que en la lejana selva, sombría y centenaria,
Le alcen una alta tumba tranquila y solitaria
Donde flotan al viento, altivos y triunfales,
De su ilustre familia los paños funerales;
Una lejana tumba, a cuya puerta fuerte
Piedras tiró, de niña, sin temor a la muerte,
Y a cuyo duro bronce no arrancará más sones,
Ni los fúnebres ecos de tan tristes mansiones
¡Qué triste imaginarse pobre hija del pecado.
Que el sonido fatídico a la puerta arrancado,
Y que quizá con gozo resonara en tu oído,
de la muerte terrífica era el triste gemido!
Edgar Allan Poe

Poema XX


Puedo escribir los versos más tristes esta noche. 

Escribir, por ejemplo: " La noche está estrellada, 
y tiritan, azules, los astros, a lo lejos". 

El viento de la noche gira en el cielo y canta. 
Puedo escribir los versos más tristes esta noche. 
Yo la quise, y a veces ella también me quiso. 

En las noches como ésta la tuve entre mis brazos. 
La besé tantas veces bajo el cielo infinito. 

Ella me quiso, a veces yo también la quería. 
Cómo no haber amado sus grandes ojos fijos. 

Puedo escribir los versos más tristes esta noche. 
Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido. 

Oír la noche inmensa, más inmensa sin ella. 
Y el verso cae al alma como pasto el rocío. 

Qué importa que mi amor no pudiera guardarla. 
La noche está estrellada y ella no está conmigo. 

Eso es todo. A lo lejos alguien canta. A lo lejos. 
Mi alma no se contenta con haberla perdido. 

Como para acercarla mi mirada la busca. 
Mi corazón la busca, y ella no está conmigo. 

La misma noche que hace blanquear los mismos árboles. 
Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos. 

Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise. 
Mi voz buscaba el viento para tocar su oído. 

De otro. Será de otro. Como antes de mis besos. 
Su voz, su cuerpo claro. Sus ojos infinitos. 

Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero. 
Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido. 

Porque en noches como ésta la tuve entre mis brazos, 
mi alma no se contenta con haberla perdido. 

Aunque éste sea el último dolor que ella me causa, 
 y éstos sean los últimos versos que yo le escribo. 

PABLO NERUDA

martes, 20 de noviembre de 2012

LA DAMA DEL PERRITO

Un nuevo personaje había aparecido en la localidad: una señora con un perrito. Dmitri Dmitrich Gurov, que por entonces pasaba una temporada en Yalta, empezó  a  tomar  algún  interés  en  los  acontecimientos  que  ocurrían.  Sentado  en  el pabellón de Verne, vio pasearse junto al mar a una señora joven, de pelo rubio y mediana estatura que llevaba una boina; un perro blanco de Pomerania corría delante de ella.
Después la volvió a encontrar en los jardines públicos y en la plaza varias veces. Caminaba sola, llevando siempre la misma boina, y siempre con el mismo perro; nadie sabía quién era y todos los llamaban sencillamente “la dama del perrito”.
“Si está aquí sola, sin su marido o amigos, no estaría mal trabar amistad con ella” —pensó Gurov. Aún no había cumplido cuarenta años, pero tenía ya una hija de doce y dos hijos en la escuela. Se había casado joven, cuando era estudiante de segundo año, y por entonces su mujer parecía tener la mitad de la edad que él. Era una mujer alta y tiesa, de cejas obscuras, grave y digna, y como ella misma decía, intelectual. Leía mucho, usaba un lenguaje rebuscado, llamaba a su marido no Dmitri, sino Dimitri, y él en secreto la consideraba falta de inteligencia, de ideas limitadas, cursi. Estaba avergonzado de ella y no le gustaba quedarse en su casa. Empezó por serle infiel hacía mucho tiempo —le fue infiel bastante a menudo—, y, probablemente por esta razón, casi siempre hablaba mal de las mujeres, y cuando se tocaba este asunto en su presencia, acostumbraba llamarlas “la raza inferior”. Parecía estar tan escarmentado por la amarga experiencia, que le era lícito llamarlas como quisiera, y, sin embargo, no podía pasarse dos días seguidos sin “la raza inferior”. En la sociedad de hombres estaba aburrido y no parecía el mismo; mostrábase con ellos
frío y poco comunicativo; pero en compañía de mujeres se sentía libre, sabiendo de qué hablarles y cómo comportarse; se encontraba a sus anchas aunque estuviese callado. En su aspecto exterior, su carácter y toda su naturaleza, había algo de atractivo que seducía a las mujeres predisponiéndolas en su favor; él sabía esto, y diríase también que alguna fuerza desconocida le llevaba hacia ellas.
La experiencia, a menudo repetida, la cruda y amarga experiencia, le había enseñado hacía tiempo que con gente decente, especialmente gente de Moscú —siempre lentos e irresolutos para todo—, la intimidad, que al principio diversifica agradablemente la vida y parece una ligera y encantadora aventura, llega a ser inevitablemente un intrincado problema, y con el tiempo la situación se hace insoportable. Pero a cada nuevo encuentro con una mujer interesante, esta experiencia se le olvida, sentía ansias de vivir, y todo lo encontraba sencillo y divertido.
Una noche que estaba comiendo en los jardines, la señora de la boina llegó lentamente y se sentó a la mesa de al lado. La expresión de su rostro, su aire, el vestido y el peinado le indicaron que era una señora que estaba casada, que se encontraba en Yalta por primera vez y que estaba triste allí… Las historias inmorales, que se murmuran en sitios como Yalta, son la mayor parte mentira; Gurov las despreciaba, sabiendo que tales historias eran inventos, en su mayor parte, de personas que hubieran pecado tranquilamente de haber tenido ocasión; pero cuando la dama del perrito se sentó a la mesa de al lado, a tres pasos de él, recordó esas historias de conquistas fáciles, de excursiones a las montañas, y el tentador pensamiento de una dulce y ligera aventura amorosa, una novela de una mujer desconocida, cuyo nombre le fuese desconocido también, se apoderó súbitamente de su ánimo.
Llamó cariñosamente al Pomerania y cuando el perro se acercó a él, lo acarició con la mano. El Pomerania gruñó: Gurov volvió a pasarle la mano.
La señora miró hacia él bajando en seguida los ojos.
—No muerde —dijo, y se sonrojó.
—¿Le puedo dar un hueso? —preguntó Gurov; y como ella asintiera con la cabeza, volvió a decir cortésmente—: ¿Hace mucho tiempo que está usted en Yalta?
—Cinco días.
—Yo llevo ya quince aquí.
Un corto silencio siguió a estas palabras.
—El tiempo pasa de prisa y sin embargo, ¡es tan aburrido esto! —dijo ella sin mirarle.
—Es que se ha puesto de moda decir que aquí es aburrido. Cualquier provinciano viviría en Beleb o en Jisdra sin estar aburrido, y cuando llega aquí exclama en seguida: ¡Qué aburrimiento! ¡Qué polvo! ¡Cualquiera diría que viene de Granada! Ella se echó a reír. Luego ambos siguieron comiendo en silencio, como extraños; pero después de comer pasearon juntos y pronto empezó entre ellos la conversación ligera y burlona de dos personas que se sienten libres y satisfechas, a quienes no importa ni lo que van a hablar ni hacia dónde han de dirigirse. Pasearon y hablaron de la luz tan rara que había sobre el mar; el agua era de un suave tono malva oscuro, y la luna extendía sobre ella una estela dorada. Hablaron del bochorno que hacía después de un día de calor. Gurov le contó que había venido de Moscú en donde tomó el grado de Artes, pero que era empleado de un Banco; que había estado como cantante en una compañía de ópera, abandonándola luego; que poseía dos casas en Moscú…
De ella supo que había sido educada en San Petersburgo, pero vivía en S. desde su matrimonio, hacía dos años, y que todavía pasaría un mes en Yalta, donde se le reuniría tal vez su marido, que también necesitaba unos días de descanso. No estaba muy segura de si su marido tenía un puesto en el Departamento de la Corona o en el Consejo Provincial, y esta misma ignorancia parecía divertirle.
También supo Gurov que se llamaba Ana Sergeyevna.
Más  tarde,  una  vez  en  su  cuarto,  pensó  en  ella;  pensó  que  volvería  a  encontrarla  al  día siguiente; sí, necesariamente se encontrarían. Al acostarse recordó lo que ella le contara de sus años de colegio: había estado en él hasta hacia poco, estudiando lecciones como una niña. Y Gurov pensó en su propia hija.  Recordaba también su desconfianza, la timidez de su sonrisa y sus modales, su manera de hablar a un extraño. Debía de ser esta la primera vez en su vida que se encontraba sola, examinada con curiosidad e interés; la primera vez también que al dirigirse a ella creyó adivinar en las palabras de los demás secretas intenciones… Recordó su cuello esbelto y delicado, sus encantadores ojos grises.
“Algo hay de triste en esta mujer” —pensó, y se quedó dormido.

Antón Chejov. La dama del perrito.

LA NOCHE BOCA ARRIBA

A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde, y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado a donde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él —porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre— montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.
Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pie y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.
Volvió  bruscamente  del  desmayo.  Cuatro  o  cinco  hombres  jóvenes  lo  estaban  sacando  de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en las piernas.  “Usté  la  agarró  apenas,  pero  el  golpe  le  hizo  saltar  la  máquina  de  costado...” Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.
 La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo  tenderse  a  gusto.  Con  toda  lucidez,  pero  sabiendo  que  estaba  bajo  los  efectos  de  un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. “Natural”, dijo él. “Como que me la ligué encima...” Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.
Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.
Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que solo ellos, los motecas, conocían.
Lo que más le torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. “Huele a guerra”, pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor de la guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero  en  tinieblas,  buscó  el  rumbo.  Entonces  sintió  una  bocanada  horrible  del  olor  que  más temía, y saltó desesperado hacia adelante.
—Se va a caer de la cama —dijo el enfermo de la cama de al lado—. No brinque tanto, amigazo. Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse.
Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trocito de pan, más precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no le iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.
Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. “La calzada”, pensó. “Me salí de la calzada”. Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él, aferraba el mango del puñal, subió como un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada más allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en muchos prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado.
La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.
Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.
—Es la fiebre —dijo el de la cama de al lado—. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.
Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin acoso, sin... Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la
cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco.
Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el suelo, en un piso de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas.
Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.
Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y tuvo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya se iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra  roja,  tironeándolo  brutalmente,  y  él  no  quería,  pero  cómo  impedirlo  si  le  habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida.
Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba.  Pensó  que  debía  haber  gritado,  pero  sus  vecinos  dormían  callados.  En  la  mesa  de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó, buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagada mente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de humo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque otra vez estaba inmóvil en la cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía la muerte, y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó acerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.
Julio Cortázar. Final del juego.

UNA MERIENDA DE LOCOS

Habían puesto la mesa bajo un árbol, delante de la casa. La Liebre de Marzo y el Sombrerero estaban tomando el té. Sentado entre ellos había un Lirón, que dormía profundamente, y los otros dos lo utilizaban como almohada, apoyando los codos sobre él, y hablando por encima de su cabeza. “Muy incómodo para el Lirón”, pensó Alicia. “Pero como está dormido, supongo que no le importa”.
La mesa era bien grande, pero los tres se apretujaban muy juntos en uno de los extremos.
—¡No hay espacio! —se pusieron a gritar, cuando vieron que se acercaba Alicia.
—¡Hay un montón de espacio! —protestó Alicia indignada, y se sentó en un gran sillón a un extremo de la mesa.
—Toma un poco de vino —la animó la Liebre de Marzo.
Alicia miró por toda la mesa, pero solo había té.
—No veo ni rastro de vino —observó.
—Claro. No lo hay —dijo la Liebre de Marzo.
—Entonces, no es muy correcto de su parte andar ofreciéndolo —dijo Alicia enojada.
—Tampoco es muy correcto de tu parte sentarte con nosotros sin haber sido invitada —dijo la Liebre de Marzo.
—No sabía que la mesa era suya —dijo Alicia—. Está puesta para mucho más que tres personas.
—Necesitas un buen corte de pelo —dijo el Sombrerero.
Había  estado  observando  a  Alicia  con mucha  curiosidad,  y  estas  eran  sus  primeras palabras.
—Usted debería aprender a no hacer observaciones tan personales  —dijo Alicia con aspereza—. Es de muy mala educación.
Al  oír  esto,  el  Sombrerero  abrió unos  ojos  como  naranjas,  pero  lo  único que dijo fue:
—¿En  qué  se  parece  un  cuervo  a  un escritorio?
“¡Vaya, parece que nos vamos a divertir!”, pensó Alicia.
“Me  encanta  que  hayan  empezado  a  jugar  a  las  adivinanzas”. Y añadió en voz alta:
—Creo que sé la solución.
—¿Quieres decir que crees que puedes encontrar la solución? —preguntó la Liebre de Marzo.
—Exactamente —contestó Alicia.
—Entonces debes decir lo que piensas —siguió la Liebre de Marzo.
—Ya lo hago —se apresuró a replicar Alicia—. O al menos... al menos pienso lo que digo... Es lo mismo, ¿no?
—¿Lo mismo? ¡De ninguna manera! —dijo el Sombrerero—. ¡En tal caso, sería lo mismo decir “veo lo que como” que “como lo que veo”!
—¡Y sería lo mismo decir —añadió la Liebre de Marzo— “me gusta lo que tengo” que “tengo lo que me gusta”!
—¡Y sería lo mismo decir —añadió el Lirón, que parecía hablar entre sueños— “respiro cuando duermo” que “duermo cuando respiro”!
—Es lo mismo en tu caso —dijo el Sombrerero.
Y aquí la conversación se interrumpió y el pequeño grupo se mantuvo en silencio unos instantes, mientras Alicia trataba de recordar todo lo que sabía de cuervos y de escritorios, que no era demasiado.
Basado en:
Carroll, Lewis, Alicia en el país de las maravillas.

viernes, 9 de noviembre de 2012

PINOCHO EL ASTUTO


Había   una  vez   Pinocho. Pero no el   del   libro  de Pinocho,   otro.  También  era  de  madera, pero  no  era lo   mismo.  No    lo   había   hecho  Gepeto, se   hizo  él sólo.
                También  él decía mentiras, como el famoso muñeco
y   cada  vez  que  las  decía se la alargaba la nariz a ojos vista,  pero  era otro Pinocho: tanto es así que cuando la nariz le crecía, en vez  de asustarse, llorar, pedir ayuda al hada, etc. cogía un cuchillo  sierra y se cortaba  un buen trozo  de  nariz. Era  de  madera ¿no?, así  que no podía sentir dolor.
                Y  como decía muchas mentiras y aún más, en poco tiempo    se    encontró   con   la   casa   llena de madera.
                - Qué bien dijo -, con toda esa madera vieja me hago muebles, me los hago y ahorro el gasto del carpintero.
        Hábil, desde luego lo era. Trabajando se hizo la cama, la mesa, el armario, las sillas, los estantes para los libros, un banco. Cuando estaba haciendo un soporte para colocar encima la televisión, se quedó sin madera.             - Ya sé dijo - tengo que decir una mentira. Corrió afuera y buscó a alguien, venía trotando por la acera un hombrecillo del campo.
        - Buenos días ¿Sabe que tiene usted mucha suerte?
        - ¿Yo? ¿Por qué? 
        - ¿Todavía no se ha enterado? ¡Ha ganado cien millones a la lotería! Lo ha dicho  la radio hace cinco minutos.
        - ¡No es posible!
        - ¡Cómo que no es posible. . .! Perdone ¿usted cómo se llama?
        - Roberto Bislunghi.
        - ¿Lo ve? La radio  ha dado su nombre, Roberto Bislunghi, ¿Y en qué trabaja?
        - Vendo embutidos, cuadernos y lámparas.
        - Entonces no cabe duda: es usted el ganador, cien millones. Lo felicito efusivamente. . .
        - Gracias, gracias
        El señor Bislunghi no sabía si creérselo o no creérselo, pero estaba emocionadísimo y tuvo que entrar a un bar a beber  un vaso de agua. Sólo después de haber bebido se acordó  de que nunca había comprado billetes de lotería, así que tenía que tratarse  de una equivocación. Pero ya Pinocho había vuelto a casa contento. La mentira le había  alargado la nariz en la medida justa para hacer la última pata del soporte. Serró, clavó y cepilló ¡y terminado!. Un soporte así, de comprarlo y pagarlo, habría costado sus buenas veinte mil liras, un buen ahorro.
        Cuando terminó de arreglar la casa, decidió dedicarse al comercio.
        - Venderé madera y me haré rico
        Y, en efecto, era tan rápido para decir mentiras que en poco tiempo era dueño de un gran almacén con cien obreros trabajando y doce contadores haciendo las cuentas. Se compró cuatro automóviles, dos camiones. Los camiones  no le serían  para ir de paseo sino para transportar  las maderas. Las enviaba  incluso al extranjero, y mentira va y mentira viene, la nariz no se cansaba de crecer: Pinocho cada, vez se hacía más rico. En su almacén ya trabajaban tres mil quinientos obreros y cuatrocientos veinte contadores haciendo las cuentas.
        Pero a fuerza de decir mentiras se le agotaba la fantasía. Pero encontrar una nueva, tenía que irse por ahí a escuchar las mentiras de los demás y copiarlas. Las de los grandes y las de los chicos. Pero eran mentiras de poco monta y sólo hacían crecer su nariz unos cuantos centímetros cada vez.
        Entonces Pinocho se decidió a contratar  un "sugeridor" por un sueldo al mes  El "sugeridor" pasaba ocho horas al día pensando mentiras y escribiéndolas en hojas que luego entregaba al jefe.
        - Diga que usted ha construido la cúpula de San Pedro.
        - Diga que ha ido al polo norte, ha hecho un agujero y ha salido por el polo sur.
        Pinocho se enriquecía casa día más y sin duda se habría  convertido en el hombre más rico del mundo, si no hubiera sido porque cayó por allí un hombrecillo que se las sabía todas. Sabía que todas las riquezas de Pinocho se habrían desvanecido con el humo del día en que se viera obligado a decir la verdad.
        - Señor Pinocho, ponga cuidado en no decir nunca la más mínima verdad, sino se acabó lo que se  daba ¿Comprendido? Bien, bien. A propósito ¿es suyo aquel chalet?-.
        - No - dijo Pinocho de mala gana para evitar decir la verdad.
        - Estupendo, entonces me lo quedo yo.
        Con este sistema, el hombrecillo se quedó con los automóviles, camiones, el televisor, la sierra  de oro. Pinocho estaba cada vez más rabioso pero antes se habría dejado cortar la lengua que decir la verdad.
        - A propósito - dijo por último el hombrecillo – ¿es suya la nariz?
        Pinocho estalló:
        – ¡Claro que es mía! ¡Y usted no podrá quitármela! ¡La nariz es mía y, ay del que la toque!
        - Eso es verdad sonrió el hombrecillo. Y en ese momento toda la madera de Pinocho se convirtió  en aserrín, sus riquezas se transformaron en polvo, llegó un vendaval que se llevó todo, incluso al hombrecillo misterioso, y Pinocho se quedó  sólo y pobre, sin siquiera un caramelo para la tos, que llevarse a la boca.


Gianni Rodari