Su frente ancha, su cabellera
crecida, sus ojos hondos, su mirada
dulce. Una vincha
de plata ataba
sobre las sienes
la rebelde cabellera. Sencillo era su traje y apenas en la blanca umpi de
lana un dibujo sencillo, orlaba los contornos. Nadie había oído de sus labios
una frase. Sólo hablaba a los desdichados para regalarles su bolsa de cancha y
sus hojas de coca. Vivía fuera de la
ciudad en una
cabaña. Los Camayoc
habían acordado no ocuparse de él y dejarle hacer su
voluntad inofensiva para el orden del imperio. De vez en cuando encargábanle un
trabajo o él mismo lo ofrecía de grado para el Inca o para el servicio del Sol.
Las gentes del pueblo lo tenían
por loco, su familia no le veía y él huía de todo trato. Trabajaba febrilmente.
Veíasele a veces largas horas
contemplando el cielo.
Muchos de los
pobladores encontrabánle solo, en la selva, cogiendo arcilla de colores
u hojas para preparar su pintura, o cargando grandes masas de tierra para su
labor. Pero nadie veía sus trabajos.
Nadie jamás había entrado a su
cabaña. Una vez un Curaca le mandó a su hijo para que aprendiera a su lado el
noble y difícil arte de la alfarería. El muchacho era despierto y alegre. Tenía
afán creciente por aprender, y labró su primera obra. Pero cuando más contento
estaba el Curaca,
recibió un día
a su hijo 217despavorido. Temblaba
el niño, todo
lleno de barro,
y sólo musitaba temeroso y con
los ojos desmesurados.
– ¡Supay! ¡Supay! ¡Supay!
Y no quiso volver más a la casa
del artista. Porque un día mientras él labraba afuera, mandó al muchacho a
sacar un jarrón fresco. El niño, solícito, acudió y en la oscura habitación
buscó el objeto a tientas.
Pero he aquí
que cuando menos
pensó, encontróse con una
enorme sombra y
quiso salir precipitadamente;
sintió sus manos detenidas por un monstruo enorme que luchaba con él. Era una
estatua de Supay, que secaba en la habitación. Y el niño, al querer huir, había
metido en la fresca arcilla sus manos y a medida que quería desprenderse, más se
aprisionaba en el barro y gritaba despavorido y el Supay se derribó y cayó
sobre él y llegó el artista y lo liberó.
Desde entonces cortó toda
relación con los del pueblo. El mismo se procuraba su alimento. El iba en pos
de las frutas del valle, canjeaba a los viajeros huacos por coca, y así vivía,
libre como un pajarillo. Un día le envió al Inca una serpiente de barro que
silbaba al recibir el agua, y causó tal espanto que el Inca hubo de mandarla al
Templo del Sol.
Otro día hizo una danza de la
muerte. Cada vez que trabajaba, decían oír gritos de dolor en la covacha, y
llegaron a no pasar cerca de sus linderos los traficantes.
Una tarde en que Apumarcu había
ido al río en pos de agua para deshacer el barro, sintió tocar una antara en la
fronda. Y él nunca había oído
dulces canciones. Y
poco a poco
se fue acercando y vio a un
hombre que sobre una roca, solitario, a la orilla del río, tocaba. Y le habló.
–¿Y quién eres tú que así vienes
a estos lugares donde sólo hay un recuerdo que es mío?...
– Yo soy Apumarcu el alfarero .
– Ah hermano, yo soy Yactan
Nanay, el que toca el antara…
– ¿Y de qué ayllu eres tú, Yactan
Nanay?...
– Yo no tengo Ayllu…Y tu Ayllu
¿cuál es?...
– Mi barro.
Y
desde entonces fueron
como grandes hermanos.
No se separaban nunca. Juntos
iban en pos de la fruta escondida entre el follaje rumoroso.
Juntos pasaban largas
horas y conversaban largamente. Apumarcu le hablaba
de las cosas que él nunca había escuchado a nadie. Y Yactan le decía cómo una
tarde su amada habríase perdido…
Y le relataba algunos viajes
hechos por países desconocidos y le hablaba de sus dudas respecto a la
divinidad .Una vez hizo Apumarcu una cabeza del amigo. Ella llevaba consigo
porque no era más grande que un puño. Y tanto hablábale de su amada y de tal
manera le describía su cara que un día Apumarcu le hizo una cabeza de ella. Y
él le explicaba, y el otro realizaba. Y cuando estuvo concluida, Yactan Nanay
le dijo:
– Yo
no tocaré sino
para ti, hermano,
porque tú
la has comprendido y me la has
devuelto. Creo que el barro en que ella está aquí en tu obra vivirá
eternamente. Eres más grande que el Sol porque él la hizo y la llevó, mientras
que tú has hecho en dura arcilla y no morirá nunca. Pero yo he perdido a mi
amada y ya no puedo ser alegre. Tú que no las has perdido, que no la tienes
¿Por qué eres tan triste?... Tú podías hacer que el Inca te diera por esposa a
la más bella dama de la corte… ¿Por qué vives solitario hermano?…
– Yo
siento que algo
me falta… Yo
siento una ansia inexplicable en mi alma… Yo siento que
hay algo que yo podría hacer y sé que podría ser feliz… Tengo un incendio en el
alma, veo una serie de cosas pero no puedo expresarlas. Tú sufres y cantas en
la antara tú dolor y haces llorar a los que te escuchan, pero yo siento, veo,
imagino grandes cosas y soy incapaz de realizarlas. ¿Sabes? Yo quisiera pintar
la vida tal como la vida es.
Yo quisiera representar en un
pequeño trozo lo que ven mis ojos. Aprisionar la naturaleza. Hacer lo que hace
el río con los árboles y con el
cielo. Reproducirlos. Pero
yo no puedo;
me faltan colores, los colores
no me dan la idea de lo que yo tengo en el
alma. He ensayado con todos los
jugos de las hojas a reproducir un pedazo de la naturaleza, pero me sale
muerto. No puedo hacer la 219alegría del bosque, ni la azul belleza del cielo,
ni puedo hacer una sonrisa, sino en el tosco barro. ¿Tú no crees que se puede
hacer otra naturaleza como la que se ve?... Los hombres del Imperio no comprenden
esto. El barro es tosco; yo puedo hacer todo con el barro, pero ¿cómo haría yo
a un hombre que pensara, cómo pondría
en su cara
la palidez del
insomnio?... ¡Ah, cuán desgraciado y pequeño soy hermano…!
Y lo llevó hasta su covacha y le
mostró un muro en el cual veía, vago y lleno de durezas a trozos, un pedazo de
campo. Pero allí faltaba un color… El color de un crepúsculo. El rojo era demasiado
rojo. El quería un color como el sol cuando ya se ha ocultado, algo como los
pétalos de las florecillas rosadas.
– Esto
no es, no
es, hermano… Esto
no es como
el crepúsculo…
– El crepúsculo sólo lo puede
hacer el Sol, hermanito ¿Por qué te empeñas en igualarlo?...
– Yo quiero hacer lo que hace el
Sol, lo que hace el día, lo que hace la naturaleza.
Un día Yactan se había alejado en
busca de una semilla, que es rosada, para ofrecérsela a Apumarcu. Y cuando
volvió por la tarde encontró solo el lugar donde solía estar el artista. Entro hasta
su cuarto y no lo encontró.
Un día
Apumarcu se empeñó
en hacer sobre
el muro los colores de una tarde, de aquella tarde
en la cual había visto a Yactan Nanay. Cogió hojas y empezó a restregarlas
contra los muros y con unas flores iba dando las notas de color.
– Tráeme hojas y florecillas de
molle, le dijo.
A poco volvió.
– Esto no es, no es, hermano…
Pero puede ser…
Entonces, como
poseído de una
fuerza extraña, empezó
a restregar febrilmente contra el muro los diversos colores, y en su rostro
iba creciendo una extraña fiebre, y trabajaba cálidamente y seguía copiando la
luz y el paisaje que por la ventana veía. De pronto se detuvo. Faltaba algo, un
algo sólo, un tono, un color que él no tenía; ¿cómo hallarlo? Sacó un cuchillo
de chilliza y apasionadamente se cortó el puño y surgió la sangre con el agua de un vaso y vio el color que le faltaba y
siguió poniendo las notas hasta que cayó exámine sobre su lecho.
Cuando Yactan Nanay volvió,
encontró a Apumarcu tendido sobre el lecho, la sangre coagulada y morada había
hecho un pequeño lago en la tierra, y en el muro vio el paisaje de la última
tarde. Besó su
frente y llorando,
tocó a sus
pies la canción
del crepúsculo. El oro del Sol caía por la ventana estrecha y se desleía
en la ropa del artista, en cuyo rostro anguloso había un tono verde y en cuyos
ojos señoreaba esa humedad trágica de los ojos que ya no tienen vida. A sus
pies encontró Yactan Nanay una cabecita de barro con la imagen del amigo
muerto. Y siguió tocando, tocando, hasta que la noche cayó, como una sola
sombra inerte sobre el mundo silencioso.
ABRAHAM VALDELOMAR