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martes, 25 de septiembre de 2012

EL ALFARERO (Sañu-Camayok)



Su frente ancha, su cabellera crecida, sus ojos hondos, su mirada   dulce.   Una   vincha   de   plata   ataba   sobre   las   sienes   la rebelde cabellera. Sencillo era su traje y apenas en la blanca umpi de lana un dibujo sencillo, orlaba los contornos. Nadie había oído de sus labios una frase. Sólo hablaba a los desdichados para regalarles su bolsa de cancha y sus hojas de coca. Vivía fuera de la   ciudad   en   una   cabaña.   Los   Camayoc   habían   acordado   no ocuparse de él y dejarle hacer su voluntad inofensiva para el orden del imperio. De vez en cuando encargábanle un trabajo o él mismo lo ofrecía de grado para el Inca o para el servicio del Sol.
Las gentes del pueblo lo tenían por loco, su familia no le veía y él huía de todo trato. Trabajaba febrilmente. Veíasele a veces largas horas   contemplando   el   cielo.   Muchos   de   los   pobladores encontrabánle solo, en la selva, cogiendo arcilla de colores u hojas para preparar su pintura, o cargando grandes masas de tierra para su labor. Pero nadie veía sus trabajos.
Nadie jamás había entrado a su cabaña. Una vez un Curaca le mandó a su hijo para que aprendiera a su lado el noble y difícil arte de la alfarería. El muchacho era despierto y alegre. Tenía afán creciente por aprender, y labró su primera obra. Pero cuando más   contento   estaba   el   Curaca,   recibió   un   día   a   su   hijo 217despavorido.   Temblaba   el   niño,   todo   lleno   de   barro,   y   sólo musitaba temeroso y con los ojos desmesurados.
– ¡Supay! ¡Supay! ¡Supay!
Y no quiso volver más a la casa del artista. Porque un día mientras él labraba afuera, mandó al muchacho a sacar un jarrón fresco. El niño, solícito, acudió y en la oscura habitación buscó el objeto   a   tientas.   Pero   he   aquí   que   cuando   menos   pensó, encontróse   con   una   enorme   sombra   y   quiso   salir precipitadamente; sintió sus manos detenidas por un monstruo enorme que luchaba con él. Era una estatua de Supay, que secaba en la habitación. Y el niño, al querer huir, había metido en la fresca arcilla sus manos y a medida que quería desprenderse, más se aprisionaba en el barro y gritaba despavorido y el Supay se derribó y cayó sobre él y llegó el artista y lo liberó.
Desde entonces cortó toda relación con los del pueblo. El mismo se procuraba su alimento. El iba en pos de las frutas del valle, canjeaba a los viajeros huacos por coca, y así vivía, libre como un pajarillo. Un día le envió al Inca una serpiente de barro que silbaba al recibir el agua, y causó tal espanto que el Inca hubo de mandarla al Templo del Sol.
Otro día hizo una danza de la muerte. Cada vez que trabajaba, decían oír gritos de dolor en la covacha, y llegaron a no pasar cerca de sus linderos los traficantes.
Una tarde en que Apumarcu había ido al río en pos de agua para deshacer el barro, sintió tocar una antara en la fronda. Y él nunca   había   oído   dulces   canciones.   Y   poco   a   poco   se   fue acercando y vio a un hombre que sobre una roca, solitario, a la orilla del río, tocaba. Y le habló.
–¿Y quién eres tú que así vienes a estos lugares donde sólo hay un recuerdo que es mío?...
– Yo soy Apumarcu el alfarero .
– Ah hermano, yo soy Yactan Nanay, el que toca el antara…
– ¿Y de qué ayllu eres tú, Yactan Nanay?...
– Yo no tengo Ayllu…Y tu Ayllu ¿cuál es?...
– Mi barro.
Y  desde   entonces   fueron   como   grandes   hermanos.   No   se separaban nunca. Juntos iban en pos de la fruta escondida entre el follaje   rumoroso.   Juntos   pasaban   largas   horas   y   conversaban largamente. Apumarcu le hablaba de las cosas que él nunca había escuchado a nadie. Y Yactan le decía cómo una tarde su amada habríase perdido…
Y le relataba algunos viajes hechos por países desconocidos y le hablaba de sus dudas respecto a la divinidad .Una vez hizo Apumarcu una cabeza del amigo. Ella llevaba consigo porque no era más grande que un puño. Y tanto hablábale de su amada y de tal manera le describía su cara que un día Apumarcu le hizo una cabeza de ella. Y él le explicaba, y el otro realizaba. Y cuando estuvo concluida, Yactan Nanay le dijo:
   Yo   no   tocaré   sino   para   ti,   hermano,   porque      la   has comprendido y me la has devuelto. Creo que el barro en que ella está aquí en tu obra vivirá eternamente. Eres más grande que el Sol porque él la hizo y la llevó, mientras que tú has hecho en dura arcilla y no morirá nunca. Pero yo he perdido a mi amada y ya no puedo ser alegre. Tú que no las has perdido, que no la tienes ¿Por qué eres tan triste?... Tú podías hacer que el Inca te diera por esposa a la más bella dama de la corte… ¿Por qué vives solitario hermano?…
   Yo   siento   que   algo   me   falta…  Yo   siento   una   ansia inexplicable en mi alma… Yo siento que hay algo que yo podría hacer y sé que podría ser feliz… Tengo un incendio en el alma, veo una serie de cosas pero no puedo expresarlas. Tú sufres y cantas en la antara tú dolor y haces llorar a los que te escuchan, pero yo siento, veo, imagino grandes cosas y soy incapaz de realizarlas. ¿Sabes? Yo quisiera pintar la vida tal como la vida es.
Yo quisiera representar en un pequeño trozo lo que ven mis ojos. Aprisionar la naturaleza. Hacer lo que hace el río con los árboles y   con   el   cielo.   Reproducirlos.   Pero   yo   no   puedo;   me   faltan colores, los colores no me dan la idea de lo que yo tengo en el
alma. He ensayado con todos los jugos de las hojas a reproducir un pedazo de la naturaleza, pero me sale muerto. No puedo hacer la 219alegría del bosque, ni la azul belleza del cielo, ni puedo hacer una sonrisa, sino en el tosco barro. ¿Tú no crees que se puede hacer otra naturaleza como la que se ve?... Los hombres del Imperio no comprenden esto. El barro es tosco; yo puedo hacer todo con el barro, pero ¿cómo haría yo a un hombre que pensara, cómo pondría   en   su   cara   la   palidez   del   insomnio?...   ¡Ah,   cuán desgraciado y pequeño soy hermano…!
Y lo llevó hasta su covacha y le mostró un muro en el cual veía, vago y lleno de durezas a trozos, un pedazo de campo. Pero allí faltaba un color… El color de un crepúsculo. El rojo era demasiado rojo. El quería un color como el sol cuando ya se ha ocultado, algo como los pétalos de las florecillas rosadas.
   Esto   no   es,   no   es,   hermano…   Esto   no   es   como   el crepúsculo…
– El crepúsculo sólo lo puede hacer el Sol, hermanito ¿Por qué te empeñas en igualarlo?...
– Yo quiero hacer lo que hace el Sol, lo que hace el día, lo que hace la naturaleza.
Un día Yactan se había alejado en busca de una semilla, que es rosada, para ofrecérsela a Apumarcu. Y cuando volvió por la tarde encontró solo el lugar donde solía estar el artista. Entro hasta su cuarto y no lo encontró.
Un   día  Apumarcu  se   empeñó   en   hacer   sobre   el   muro   los colores de una tarde, de aquella tarde en la cual había visto a Yactan Nanay. Cogió hojas y empezó a restregarlas contra los muros y con unas flores iba dando las notas de color.
– Tráeme hojas y florecillas de molle, le dijo.
A poco volvió.
– Esto no es, no es, hermano… Pero puede ser…
Entonces,   como   poseído   de   una   fuerza   extraña,   empezó   a restregar febrilmente contra el muro los diversos colores, y en su rostro iba creciendo una extraña fiebre, y trabajaba cálidamente y seguía copiando la luz y el paisaje que por la ventana veía. De pronto se detuvo. Faltaba algo, un algo sólo, un tono, un color que él no tenía; ¿cómo hallarlo? Sacó un cuchillo de chilliza y apasionadamente se cortó el puño y surgió la sangre con el agua  de un vaso y vio el color que le faltaba y siguió poniendo las notas hasta que cayó exámine sobre su lecho.
Cuando Yactan Nanay volvió, encontró a Apumarcu tendido sobre el lecho, la sangre coagulada y morada había hecho un pequeño lago en la tierra, y en el muro vio el paisaje de la última
tarde. Besó  su   frente   y   llorando,   tocó   a   sus   pies  la   canción   del crepúsculo. El oro del Sol caía por la ventana estrecha y se desleía en la ropa del artista, en cuyo rostro anguloso había un tono verde y en cuyos ojos señoreaba esa humedad trágica de los ojos que ya no tienen vida. A sus pies encontró Yactan Nanay una cabecita de barro con la imagen del amigo muerto. Y siguió tocando, tocando, hasta que la noche cayó, como una sola sombra inerte sobre el mundo silencioso.
ABRAHAM VALDELOMAR

ESPANTOS DE AGOSTO



Llegamos a Arezzo un poco antes del mediodía, y perdimos más de dos horas buscando  el castillo renacentista que el escritor venezolano Miguel Otero Silva había comprado en aquel  recodo  idílico  de  la  campiña  toscana.  Era  un  domingo  de  principios  de  agosto, ardiente y bullicioso, y no era fácil encontrar a alguien que supiera algo en las calles abarrotadas  de  turistas.  Al  cabo  de  muchas  tentativas  inútiles  volvimos  al  automóvil, abandonamos  la ciudad por un sendero de cipreses sin  indicaciones  viales, y una vieja pastora de gansos nos indicó con precisión dónde estaba el castillo. Antes de despedirse nos  preguntó  si  pensábamos  dormir  allí,  y  le  contestamos,  como  lo  teníamos  previsto, que sólo íbamos a almorzar.
— Menos mal — dijo ella—  porque en esa casa espantan.
Mi  esposa  y  yo,  que  no  creemos  en  aparecidos  del  medio  día,  nos  burlamos  de  su credulidad.  Pero  nuestros  dos  hijos,  de  nueve  y  siete  años,  se  pusieron  dichosos  de conocer un fantasma de cuerpo presente.
Miguel  Otero  Silva,  que  además  de  buen  escritor  era  un  anfitrión  espléndido  y  un comedor refinado, nos esperaba con un almuerzo de nunca olvidar. Como se nos había hecho tarde no tuvimos tiempo de conocer el interior del castillo antes de sentarnos a la mesa, pero su aspecto desde fuera no tenía nada de pavoroso, y cualquier inquietud se disipaba  con  la  visión  completa  de  la  ciudad  desde  la  terraza  florida  donde  estábamos almorzando. Era difícil creer que en aquella colina de casas encaramadas, donde apenas cabían noventa mil personas, hubieran nacido tantos hombres de genio perdurable. Sin embargo, Miguel Otero Silva nos dijo con su humor caribe que ninguno de tantos era el más insigne de Arezzo.
  El más grande — sentenció —fue Ludovico.
Así,  sin  apellidos:  Ludovico,  el  gran  señor  de  las  artes  y  de  la  guerra,  que  había construido  aquel  castillo  de  su  desgracia,  y  de  quién  Miguel  nos  habló  durante  todo  el almuerzo.  Nos  habló  de  su  poder  inmenso,  de  su  amor  contrariado  y  de  su  muerte espantosa. Nos contó cómo fue que en un instante de locura del corazón había apuñalado a su dama en el lecho donde acababan de amarse, y luego azuzó contra sí mismo a sus feroces perros de guerra que lo despedazaron a dentelladas. Nos aseguró, muy en serio, que  a  partir  de  la  media  noche  el  espectro  de  Ludovico  deambulaba  por  la  casa  en tinieblas tratando de conseguir el sosiego en su purgatorio de amor.
El castillo, en realidad, era inmenso y sombrío. Pero a pleno día, con el estómago lleno y el  corazón  contento, el relato  de Miguel  no podía parecer sino una broma como  tantas otras suyas para entretener a sus invitados. Los ochenta y dos cuartos que recorrimos sin asombro después de la siesta, habían padecido toda clase de mudanza de sus dueños sucesivos.  Miguel  había  restaurado  por  completo  la  planta  baja  y  se  había  hecho construir  un  dormitorio  moderno  con  suelos  de  mármol  e  instalaciones  para  sauna  y cultura  física,  y  la  terraza  de  flores  intensas  donde  habíamos  almorzado.  La  segunda planta, que había sido la más usada en el curso de los siglos, era una sucesión de cuartos sin ningún carácter, con muebles de diferentes épocas abandonados a su suerte. Pero en la última se conservaba una habitación intacta por donde el tiempo se había olvidado de pasar. Era el dormitorio de Ludovico.
Fue un instante mágico. Allí estaba la cama de cortinas bordadas con hilos de oro, y el sobrecama  de  prodigios  de  pasamanería    todavía  acartonado  por  la  sangre  seca  de  la amante  sacrificada.  Estaba  la  chimenea  con  las  cenizas  heladas  y  el  ultimo  leño convertido  en  piedra,  el  armario  con  sus  armas  bien  cebadas,  y  el  retrato  de  óleo  del caballero pensativo en un marco de oro, pintado por alguno de los maestros florentinos que  no  tuvieron  la  fortuna  de  sobrevivir  a  su  tiempo.  Sin  embargo,  lo  que  más  me impresionó  fue  el  olor  de  fresas  recientes  que  permanecía  estancado  sin  explicación posible en el ámbito del dormitorio.
Los  días  del  verano  eran  largos  y  parsimoniosos    en  la  Toscana,  y  el  horizonte  se mantiene  en  su  sitio  hasta  las  nueve  de  la  noche.  Cuando  terminamos  de  conocer  el castillo eran más de las cinco, pero Miguel insistió en llevarnos a ver los frescos de Piero della  Francesca  en  la  Iglesia  de  San  Francisco,  luego  nos  tomamos  un  café  bien conversado  bajo  las  pérgolas  de  la  plaza,  y  cuando  regresamos  para  recoger! Las maletas encontramos la cena servida. De modo que nos quedamos a cenar.
Mientras  lo  hacíamos,  bajo  un  cielo  malva  con  una  sola  estrella,  los  niños  prendieron unas antorchas en la cocina, y se fueron a explorar las tinieblas en los pisos altos. Desde la mesa oíamos sus galopes de caballos cerreros por las escaleras, los lamentos de las puertas, los gritos felices llamando a Ludovico en los cuartos tenebrosos. Fue a ellos a quienes se les ocurrió la mala idea de quedarnos a dormir. Miguel Otero Silva los apoyó encantado, y nosotros no tuvimos el valor civil de decirles que no.
Al contrario de lo que yo temía, dormimos muy bien, mi esposa y yo en un dormitorio de la planta baja y mis hijos en el cuarto contiguo. Ambos habían sido modernizados y no tenían nada de tenebrosos. Mientras trataba de conseguir el sueño conté los doce toques insomnes del reloj de péndulo de la sala, y me acordé de la advertencia pavorosa de la pastora de gansos. Pero estábamos tan cansados que nos dormimos muy pronto, en un sueño denso y continuo, y desperté después de las siete con un sol espléndido entre las enredaderas  de  la  ventana.  A  mi  lado,  mi  esposa  navegaba  en  el  mar  apacible  de  los inocentes. «Qué tontería — me dije—, que alguien siga creyendo en fantasmas por estos tiempos».  Sólo  entonces  me  estremeció  el  olor  de  fresas  recién  cortadas,  y  vi  la chimenea  con  las  cenizas  frías  y  el  último  leño  convertido  en  piedra,  y  el  retrato  del caballero  triste  que  nos  miraba  desde  tres  siglos  antes  en  el  marco  de  oro.  Pues  no estábamos  en  la  alcoba  de  la  planta  baja  donde  nos  habíamos  acostado  la  noche anterior, sino en el dormitorio de Ludovico, bajo la cornisa y las cortinas polvorientas y las sábanas empapadas de sangre todavía caliente de su cama maldita.

Gabriel García Márquez
  Doce cuentos peregrinos
Octubre 1980.

EL AVIÓN DE LA BELLA DURMIENTE



Era bella, elástica, con una piel tierna del color del pan y los ojos de almendras verdes, y tenía el cabello liso y negro y largo hasta la espalda, y una aura de antigüedad que lo  mismo  podía  ser  de  Indonesia  que  de  los  Andes.  Estaba  vestida  con  un  gusto  sutil: chaqueta de lince, blusa de seda natural con flores muy tenues, pantalones de lino crudo,  y unos zapatos lineales del color de las bugambilias. «Esta es la mujer más bella que he  visto en mi vida», pensé, cuando la vi pasar con sus sigilosos trancos de leona, mientras yo hacía la cola para abordar el avión de Nueva York en el aeropuerto Charles de Gaulle de París. Fue una aparición sobrenatural que existió sólo un instante y desapareció en la muchedumbre del vestíbulo.
Eran las nueve de la mañana. Estaba nevando desde la noche anterior, y el tránsito era más denso que de costumbre en las calles de la ciudad, y más lento aún en la autopista, y había camiones de carga alineados a la orilla, y automóviles humeantes en la nieve. En el vestíbulo del aeropuerto, en cambio, la vida seguía en primavera.
Yo  estaba en  la  fila  de  registro  detrás  de  una  anciana  holandesa  que  demoró casi  una hora  discutiendo  el  peso  de  sus  once  maletas.  Empezaba  a  aburrirme  cuando  vi  la aparición  instantánea  que  me  dejó  sin  aliento,  así  que  no  supe  cómo  terminó  el altercado,  hasta  que  la  empleada  me  bajó  de  las  nubes  con  un  reproche  por  mi distracción. A modo de disculpa le pregunté si creía en los amores a primera vista. «Claro que sí», me dijo. «Los imposibles son los otros». Siguió con la vista fija en la pantalla de la computadora, y me preguntó qué asiento prefería: fumar o no fumar.
— Me da lo mismo — le dije con toda intención—, siempre que no sea al lado de las once maletas.
Ella  lo  agradeció  con  una  sonrisa  comercial  sin  apartar  la  vista  de  la  pantalla fosforescente.
— Escoja un número — me dijo,—: tres, cuatro o siete.
— Cuatro.
Su sonrisa tuvo un destello triunfal.
— En quince años que llevo aquí — dije primero que no escoge el siete.
Marcó en la tarjeta de embarque el número del asiento y me la entregó con el resto de mis papeles, mirándome por primera vez con unos ojos color de uva que me sirvieron de consuelo  mientras  volvía  a  ver  la  bella.  Sólo  entonces  me  advirtió  que  el  aeropuerto acababa de cerrarse y todos los vuelos estaban diferidos.
— ¿Hasta cuándo?
—Hasta que Dios quiera — dijo con su sonrisa—. La radio anunció esta mañana que será la nevada más grande del año.
Se equivocó: fue la más grande del siglo. Pero en la sala de espera de la primera clase la primavera era tan real que había rosas vivas en los floreros y hasta la música enlatada parecía  tan  sublime  y  sedante  como  lo  pretendían  sus  creadores.  De  pronto  se  me ocurrió que aquel era un refugio adecuado para la bella, y la busqué en los otros salones, estremecido  por  mi  propia  audacia.  Pero  la  mayoría  eran  hombres  de  la  vida  real  que leían  periódicos  en  inglés  mientras  sus  mujeres  pensaban  en  otros,  contemplando  los aviones muertos en la nieve a través de las vidrieras panorámicas, contemplando las fábricas glaciales, los vastos sementeros de Roissy devastados por los leones. Después del mediodía no había un espacio disponible, y el calor se había vuelto tan insoportable que escapé para respirar.
Afuera encontré un espectáculo sobrecogedor. Gentes de toda ley habían desbordado las salas  de  espera,  y  estaban  acampadas  en  los  corredores  sofocantes,  y  aun  en  las escaleras, tendidas por los suelos con sus animales y sus niños, y sus enseres de viaje. Pues también la comunicación con la ciudad estaba interrumpida, y el palacio de plástico  transparente  parecía  una  inmensa  cápsula  espacial  varada  en  la  tormenta.  No  pude evitar la idea de que también la bella debía estar en algún lugar en medio de aquellas hordas mansas, y esa fantasía me infundió nuevos ánimos para esperar.
A la hora del almuerzo habíamos asumido nuestra conciencia de náufragos. Las colas se hicieron interminables frente a los siete restaurantes, las cafeterías, los bares atestados, y  en  menos  de  tres  horas  tuvieron  que  cerrarlos  porque  no  había  nada  qué  comer  ni beber. Los niños, que por un momento parecían ser todos los del mundo, se pusieron a llorar al mismo tiempo, y empezó a levantarse de la muchedumbre un olor de rebaño.
Era  el  tiempo  de  los  instintos.  Lo  único  que  alcancé  a  comer  en  medio  de  la  rebatiña fueron los dos últimos vasos de helado de crema en una tienda infantil. Me los tomé poco a  poco  en  el  mostrador,  mientras  los  camareros  ponían  las  sillas  sobre  las  mesas  a medida  que  se  desocupaban,  y  viéndome  a    mismo  en  el  espejo  del  fondo,  con  el último vasito de cartón y la última cucharita de cartón, y pensando en la bella.
El  vuelo  de  Nueva  York,  previsto  para  las  once  de  la  mañana,  salió  a  las  ocho  de  la noche. Cuando por fin logré embarcar, los pasajeros de la primera clase estaban ya en su sitio, y una azafata me condujo al mío. Me quedé sin aliento. En la poltrona vecina, junto a  la  ventanilla,  la  bella  estaba  tomando  posesión  de  su  espacio  con  el  dominio  de  los viajeros expertos. «Si alguna vez escribiera esto, nadie me lo creería», pensé. Y apenas si intenté en mi media lengua un saludo indeciso que ella no percibió. Se instaló como para vivir muchos años, poniendo cada cosa en su sitio y en su orden, hasta que el lugar quedó tan bien dispuesto como la casa ideal donde todo estaba al alcance de la mano.
Mientras  lo  hacía,  el  sobrecargo  nos  llevó  la  champaña  de  bienvenida.  Cogí  una  copa para ofrecérsela a ella, pero me arrepentí a tiempo. Pues sólo quiso un vaso de agua, y le pidió al sobrecargo, primero en un francés inaccesible y luego en un inglés apenas más fácil,  que  no  la  despertara  por  ningún  motivo  durante  el  vuelo.  Su  voz  grave  y  tibia arrastraba una tristeza oriental.
Cuando le llevaron el agua, abrió sobre las rodillas un cofre de tocador con esquinas de cobre, como los baúles de las abuelas, y sacó dos pastillas doradas de un estuche donde llevaba otras de colores diversos. Hacía todo de un modo metódico y parsimonioso, como si no hubiera nada que no estuviera previsto para ella desde su nacimiento. Por último bajó  la  cortina  de  la  ventana,  extendió  la  poltrona  al  máximo,  se  cubrió  con  la  manta hasta la cintura sin quitarse los zapatos, se puso el antifaz de dormir, se acostó de medio lado en la poltrona, de espaldas a mí, y durmió sin una sola pausa, sin un suspiro, sin un cambio mínimo de posición, durante las ocho horas eternas y los doce minutos de sobra que duró el vuelo a Nueva York.
Fue un viaje intenso. Siempre he creído que no hay nada más hermoso en la naturaleza que una mujer hermosa, de modo que me fue imposible escapar ni un instante al hechizo de aquella criatura de fábula que dormía a mi lado. El sobrecargo había desaparecido tan pronto  como  despegamos,  y  fue  reemplazado  por  una  azafata  cartesiana  que  trató  de despertar a la bella para darle el estuche de tocador y los auriculares para la música. Le repetí la advertencia que ella le había hecho al sobrecargo, pero la azafata insistió para oír de ella misma que tampoco quería cenar. Tuvo que confirmárselo el sobrecargo, y aun así me reprendió porque la bella no se hubiera colgado en el cuello el cartoncito con la orden de no despertarla.
Hice  una  cena  solitaria,  diciéndome  en  silencio  todo  lo  que  le  hubiera  dicho  a  ella  si hubiera  estado  despierta.  Su  sueño  era  tan  estable,  que  en  cierto  momento  tuve  la inquietud  de  que  las  pastillas  que  se  había  tomado  no  fueran  para  dormir  sino  para morir. Antes de cada trago, levantaba la copa y brindaba.
— A tu salud, bella.
Terminada la cena apagaron las luces, dieron la película para nadie, y los dos quedamos solos en la penumbra del mundo. La tormenta más grande del siglo había pasado, y la noche del Atlántico era inmensa y límpida, y el avión parecía inmóvil entre las estrellas.
Entonces la contemplé palmo a palmo durante varias horas, y la única señal de vida que pude  percibir  fueron  las  sombras  de  los  sueños  que  pasaban  por  su  frente  como  las nubes en el agua. Tenía en el cuello una cadena tan fina que era casi invisible sobre su piel  de  oro,  las  orejas  perfectas  sin  puntadas  para  los  aretes,  las  uñas  rosadas  de  la buena salud, y un anillo liso en la mano izquierda. Como no parecía tener más de veinte años, me consolé con la idea de que no fuera un anillo de bodas sino el de un noviazgo efímero. «Saber que duermes tú, cierta, segura, cauce fiel de abandono, línea pura, tan cerca  de  mis  brazos  maniatados»,  pensé,  repitiendo  en  la  cresta  de  espumas  de champaña el soneto magistral de Gerardo Diego. Luego extendí la poltrona a la altura de la suya, y quedamos acostados más cerca que en una cama matrimonial. El clima de su respiración era el mismo de la voz, y su niel exhalaba un hálito tenue que sólo podía ser el olor propio de su belleza. Me parecía increíble: en la primavera anterior había leído una hermosa  novela  de  Yasunari  Kawabata  sobre  los  ancianos  burgueses  de  Kyoto  que pagaban sumas enormes para pasar la noche contemplando a las muchachas más bellas de la ciudad, desnudas y narcotizadas, mientras ellos agonizaban de amor en la misma cama. No podían despertarlas, ni tocarlas, y ni siquiera lo intentaban, porque la esencia del placer era verlas dormir. Aquella noche, velando el sueño de la bella, no sólo entendí aquel refinamiento senil, sino que lo viví a plenitud.
— Quién iba a creerlo — me dije, con el amor propio exacerbado por la champaña—  Yo, anciano japonés a estas alturas.
Creo  que  dormí  varias  horas,  vencido  por  la  champaña  y  los  fogonazos  mudos  de  la película,  y  desperté  con  la  cabeza  agrietada.  Fui  al  baño.  Dos  lugares  detrás  del  mío yacía  la  anciana  de  las  once  maletas  despatarrada  de  mala  manera  en  la  poltrona.
Parecía  un  muerto  olvidado  en  el  campo  de  batalla.  En  el  suelo,  a  mitad  del  pasillo, estaban sus lentes de leer con el collar de cuentas de colores, y por un instante disfruté de la dicha mezquina de no recogerlos.
Después de desahogarme de los excesos de champaña me sorprendí a mí mismo en el espejo, indigno y feo, y me asombré de que fueran tan terribles los estragos  del  amor.  De  pronto  el  avión  se  fue  a  pique,  se  enderezó  como  pudo,  y prosiguió  volando  al  galope.  La  orden  de  volver  al  asiento  se  encendió.  Salí  en estampida, con la ilusión de que sólo las turbulencias de Dios despertaran a la bella, y que tuviera que refugiarse en mis brazos huyendo del terror. En la prisa estuve a punto de pisar los lentes de la holandesa, y me hubiera alegrado. Pero volví sobre mis pasos, los recogí, y se los puse en el regazo, agradecido de pronto de que no hubiera escogido antes que yo el asiento número cuatro.
El  sueño  de  la  bella  era  invencible.  Cuando  el  avión  se  estabilizó,  tuve  que  resistir  la tentación  de  sacudirla  con  cualquier  pretexto,  porque  lo  único  que  deseaba  en  aquella última hora de vuelo era verla despierta, aunque fuera enfurecida, para que yo pudiera recobrar mi libertad, y tal vez mi juventud. Pero no fui capaz. «Carajo», me dije, con un gran desprecio. «¡Por qué no nací Tauro!». Despertó sin ayuda en el instante en que se encendieron  los  anuncios  del  aterrizaje,  y  estaba  tan  bella  y  lozana  como  si  hubiera dormido en un rosal. Sólo entonces caí en la cuenta de que los vecinos de asiento en los aviones,  igual  que  los  matrimonios  viejos,  no  se  dan  los  buenos  días  al  despertar.
Tampoco ella. Se quitó el antifaz, abrió los ojos radiantes, enderezó la poltrona, tiró a un lado la manta, se sacudió las crines que se peinaban solas con su propio peso, volvió a ponerse el cofre en las rodillas, y se hizo un maquillaje rápido y superfluo, que le alcanzó justo  para  no  mirarme  hasta  que  la  puerta  se  abrió.  Entonces  se  puso  la  chaqueta  de lince, pasó casi por encima de mí con una disculpa convencional en castellano puro de las Américas, y se fue sin despedirse siquiera, sin agradecerme al menos lo mucho que hice por nuestra noche feliz, y desapareció hasta el sol de hoy en la amazonia de Nueva York.
 Gabriel García Márquez
  Doce cuentos peregrinos
Junio  1982.