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lunes, 28 de enero de 2013

TARDE DE AGOSTO

Nunca  vas  a  olvidar  esa  tarde  de  agosto.  Tienes catorce  años  y  estás  en  secundaria.  De  lunes  a viernes el trabajo de tu madre te obliga a comer en casa de su hermano. Es hosco, te hace sentir intruso y exige un pago mensual por tus alimentos. Sin embargo,  todo  lo  compensa  la  presencia  de  Julia.
Tu  prima  estudia  Ciencias  Químicas,  te  ayuda  en las materias más difíciles de la secundaria, te presta discos. Es la única que te toma en cuenta. Piensas:
Julia no puede amarme. Nos separan seis años y el ser primos hermanos. Un día te presenta a un compañero de la universidad, el primer novio a quien se le  permite  visitarla  en  su  casa.  Pedro  te  desprecia y te considera un estorbo. Destruye tu relación con Julia. Ahora no tiene tiempo de vigilar tus tareas. No sientes rencor hacia ella, te limitas a odiar a Pedro.
Aquella tarde en que Julia cumple veinte años Pedro la invita a pasear por los alrededores de la ciudad. Te ordenan acompañarlos. Suben al coche. Te hundes en el asiento posterior. Julia se reclina en el hombro de Pedro. Él la abraza y conduce con la izquierda.
La música trepida en la radio del automóvil. El sol te parece una ofensa más. Para no ver que Julia besa a Pedro y se deja acariciar, miras los árboles a orillas de la carretera.
Se  detienen  ante  el  convento  perdido  en  la  soledad de la montaña. Bajas con ellos y caminan por corredores  y  galerías  desiertas.  Se  hablan  y  escuchan (ellos, no tú) en los huecos de una capilla que trasmite susurros de una esquina a otra. Y mientras Julia  y  Pedro  pasean  por  los  jardines,  tú,  que  no tienes nombre y no eres nadie, inscribes en la pared cubierta de moho: Julia, 19 de agosto, 1954.
Salen  de  las  ruinas  del  monasterio,  se  internan  en el bosque húmedo, bajan hasta un arroyo de aguas heladas. Un letrero prohíbe cortar flores y molestar a  los  animales.  El  bosque  es  un  parque  nacional.
Quien desobedezca recibirá su castigo. Julia descubre una ardilla en la punta de un árbol. Me  gustaría  llevármela,  dice.  Las  ardillas  no  se dejan atrapar, contesta Pedro, y si alguien lo intenta hay  guardabosques  para  impedirlo  y  encarcelar  a quien se atreva. Yo la agarro, aseguras sin pensarlo, y te subes al árbol a pesar de que Julia quiere detenerte. La corteza hiere tus manos, la resina te hace resbalar. La ardilla asciende aún más alto. La sigues hasta poner los pies en una rama. Miras hacia abajo y ves acercarse al guardabosques y a Pedro que se pone a darle conversación.
Julia intenta no traicionarte con la vista. Pedro tampoco te delata: se propone algo más cruel. Retiene al guardabosques con pregunta tras pregunta, lo deja hablar y hablar de sí mismo, quejarse de los paseantes y de lo poco que gana. Así te impide el triunfo y prolonga tu humillación.
Han pasado diez o quince minutos. La rama empieza a ceder bajo tu peso. Sientes miedo de caer desde esa altura y morir ante Julia o romperte los huesos y quedar inválido para siempre.
Atrapado por Pedro, el guardabosques no se va. La ardilla te desafía  a medio metro de la rama crujiente. Enseguida baja por el tronco y corre a perderse en el bosque. Julia se ha soltado a llorar, lejos del guardabosques y de la ardilla.
Al  fin  el  guardabosques  se  despide  y  vuelve  al convento. Entonces bajas muerto de miedo, pálido, torpe,  humillado,  con  lágrimas.  Pedro  se  ríe  de  ti.
Julia lo llama estúpido.
Suben otra vez al automóvil. Julia no se deja abrazar y  nadie  habla  una  palabra.  Bajas  en  cuanto  llegan
a la ciudad, caminas sin rumbo muchas horas y al llegar le cuentas a tu madre lo que ocurrió en el bosque. Nunca olvidarás esta tarde de agosto. Es tarde, la última en que viste a Julia.
JOSÉ  EMILIO  PACHECO

LOS SIETE MANDAMIENTOS

(Los animales de una granja se han rebelado contra  los  seres  humanos  y  han  conseguido  tomar  el poder.)
Los animales tomaron el desayuno, y luego Snowball y Napoleón los reunieron a todos otra vez.
–Camaradas –dijo Snowball–, son las seis y media y tenemos un largo día ante nosotros. Hoy debemos comenzar la cosecha del heno. Pero hay otro asunto que debemos resolver primero.
Los cerdos revelaron entonces que, durante los últimos tres meses, habían aprendido a leer y escribir mediante un libro elemental que había sido de los chicos del señor Jones y que, después, fue tirado a la basura. Napoleón mandó traer unos botes de pintura blanca y negra y los llevó hasta el portón que daba al camino principal. Luego Snowball (que era el que mejor escribía) tomó un pincel entre los dos nudillos de su pata delantera, tachó “Granja Manor” de la traviesa superior del portón y en su lugar pintó “Granja Animal”. Ese iba ser, de ahora en adelante, el  nombre  de  la  granja.  Después  volvieron  a  los edificios,  donde  Snowball  y  Napoleón  mandaron traer  una  escalera  que  hicieron  colocar  contra  la pared; trasera del granero principal. Entonces explicaron que, mediante sus estudios de los últimos tres meses,  habían  logrado  reducir  los  principios  del Animalismo a siete mandamientos.
Esos  siete  mandamientos  serían  inscritos  en  la pared,  formarían  una  ley  inalterable  por  la  cual deberían regirse en adelante todos los animales de la “Granja Animal”.
Con  cierta  dificultad  (porque  no  es  fácil  para  un cerdo  mantener  el  equilibrio  sobre  una  escalera), Snowball trepó y puso manos a la obra con la ayuda de Squealer, que, unos peldaños más abajo, le sostenía el bote de pintura. Los mandamientos fueron escritos sobre la pared alquitranada con letras blancas y tan grandes que podían leerse a treinta yardas de distancia. La inscripción decía así:
LOS SIETE MANDAMIENTOS
1. Todo lo que camina sobre dos pies es un enemigo.
2. Todo lo que camina sobre cuatro patas o tiene alas es un amigo.
3. Ningún animal usará ropa.
4. Ningún animal dormirá en una cama.
5. Ningún animal beberá alcohol.
6. Ningún animal matará a otro animal.
7. Todos los animales son iguales.
Estaba escrito muy claramente y, exceptuando que donde debía decir “amigo” se leía “imago” y que una
de las “S” estaba al revés, la redacción era correcta.
Snowball lo leyó en voz alta para los demás. Todos los  animales  asintieron  con  una  inclinación  de
cabeza demostrando su total conformidad y los más inteligentes empezaron en seguida a aprenderse de
memoria los mandamientos.
GEORGE  ORWELL
Rebelión en la granja

LA ACADEMIA DE BAILE

La primera vez que acompañé a Mario a su academia de baile era un viernes por la tarde. Me pidió que fuera ese día para que viera la clase de hip hop, su preferida. Niñas vestidas con tutús y moños perfectos, chicas con pantalones estrechos y chicos con pantalones anchos y zapatillas gruesas, como las de Mario. La música funky que salía de una de las aulas se  mezclaba  con  las  castañuelas  que  acompañaban la melodía de Carmen que sonaba en la otra. Mario estaba sentado en un banco en recepción esperando a que empezara la clase, con la mirada perdida en unas fotocopias subrayadas en amarillo.
–Mañana tenemos examen de ciencias –dijo.
Entonces, señalando con la cabeza, me avisó:
–Mira, ¿ves a esa torre de ahí? Ese es José.
José  mide  cerca  de  dos  metros  y  tiene  las  piernas y  los  brazos  muy  largos.  Roza  los  cincuenta  y  en clase  se  dirige  a  los  alumnos  en  segunda  persona del singular. También es un manojo de nervios y un
entusiasta de su trabajo. Dirige dos academias con 400 alumnos cada una donde se imparten clases de hip hop, ballet clásico, claqué, baile árabe, jazz, baile de salón... y funky, su especialidad. Según Mario, es el mejor profesor de baile que puedas tener.
Mario asiste a la academia entre seis y siete horas a la semana. Está apuntado a funky con José y a hip hop con Ángel y Vero. Lo suyo es el baile contemporáneo, sobre todo el hip hop, su preferido.
Alumnos  y  profesores  andaban  revueltos  porque  la semana  siguiente  se  celebraba  el  festival  de  fin  de curso  de  la  escuela.  Era  el  momento  más  esperado del año por los alumnos de la academia. Durante el espectáculo  mostrarían  al  público  que  ocupara  las butacas de un teatro de verdad el resultado de su trabajo durante el año.
Cuando José entró en el aula, una habitación de parqué con espejos en dos de sus paredes, Mario corrió a dejar los apuntes en el vestuario.
–Vamos a empezar –anunció José con energía, dándole al play–. ¡A tope, chicos! ¡A tope! Mario era el menor de la clase o al menos lo parecía. Se le veía muy niño entre sus compañeras, adolescentes con cuerpo de mujeres ya hechas. José no les daba tregua, encadenando un número con otro. Los alumnos sudaban, consumidos por el esfuerzo, pero José fue aún más lejos:
–Ahora  sin  mirarte  en  el  espejo.  El  festival  es  el jueves que viene y tienes que hacerlo sin mirar. ¡No hay tiempo!
Mario empezó a empapar la camiseta en sudor y de vez en cuando paraba a tomar aliento.
–¡Marcando bien! ¡Marcando! –gritaba el profesor.
Después de clase, José reunió a los alumnos en el vestuario. Tenían la piel roja e intentaban recobrar el aliento respirando aceleradamente.
–El viernes les voy a meter caña –les anunció–. Y el  lunes  también.  Tienen  que  coger  fondo  para  el espectáculo. ¡Sólo queda una semana!
Después  de  la  clase  de  funky,  le  tocaba  el  turno  a Ángel y Vero, los profesores de hip hop. Mario corrió a  cambiar  los  pantalones  de  chándal  por  unos  más modernos. Ángel, de 21 años, estaba preocupado:
–Necesito un poquito de silencio y otro de caso, así que “un poquito de por favor” porque estoy quemao.
Falta gente y estoy quemao. Sólo queda una semana para el espectáculo. Quiero que pongan los seis sentidos en el baile. Venga, empezamos.
Ángel  salpicaba  sus  clases  de  ruidos  extraños  y onomatopeyas:
–Cuando  paren  no  quiero  oír  ta-ca-tam,  cada  uno por  su  lado,  sino  ¡pum!,  todos  a  la  vez,  ¿vale?
Venga, que esto es súper-mega-extra-fácil.
Le pregunté a José cómo era Mario como bailarín y soltó una carcajada.
–Es muy raro. Un día puede ser muy bueno y otro muy  malo.  Cuando  está  concentrado  está  perfecto; cuando no, es un auténtico desastre. Aparte de eso, nunca da problemas. Es muy educado y tiene mucho estusiasmo.
También pregunté a Ángel y Vero:
–Es muy responsable, aunque está en la edad en la que no te centras. Yo era así –contestó Ángel.
–Y de imagen da muy bien –continuó Vero–. Como yo digo, es un niño de anuncio. Y este mundo es así. Si le gusta, si se sigue esforzando, llegará.
CARMEN  PÉREZ LANZAC 

EL CIELO LIMPIO

Estación de Francia, diciembre de 1951. Procedente de  Sevilla,  llega  Carmen  León,  con  diez  años  de
edad, de la mano de su abuela a Barcelona. Con ojos curiosos  e  inquietos,  y  un  pellizco  en  el  corazón,
temerosa se aferraba a la falda de su abuela.
Sin madre desde los cinco años, es la abuela la que se  hace  cargo  de  ella.  Mujer  de  70  años  de  edad,
madre  de  10  hijos,  empequeñecida  por  el  sufrimiento y las necesidades impuestas por los tiempos de estrecheces que padecían, cree, con la sabiduría que  da  la  edad,  que  el  futuro  de  su  nieta  está  en Barcelona.
Una vez aquí, la abuela deja a la niña con una hija suya, tía de Carmen, y regresa a Sevilla. Su tía, que no  se  encontraba  en  buena  situación  económica, decide  solicitar  ayuda  en  la  casa  donde  trabajaba.
La tía de Carmen tenía entendido que la señora de la  casa  era  muy  influyente.  En  aquella  época,  en la  España  de  los  50,  existía  un  modelo  de  institución  benéfico-socio-religiosa  para  niños  pobres  y sin  familia,  con  régimen  represor  y  preventivo  en especial con aquellos niños de carácter rebelde. “La señora” no halló otra salida que entregar a Carmen a una institución de estas y la separó totalmente de su familia.
Cuatro años pasó Carmen rezando a diario y aprendiendo poco, cantando las tablas sin comprender lo que decía. Carmen recuerda lo original del menú: un puñado de arroz negro, patatas hervidas y pan seco, según los días variaba el orden. En las horas libres repasaban  monótonamente  el  hilo  sobre  las  ropas viejas. Y como anécdota especial cuenta cómo las niñas que mojaban la cama paseaban por los pasillos de la residencia con las sábanas sobre la cabeza.
Acabada la etapa de colegio, y ya con 14 años, entra en la escuela del hogar, donde le proporcionan un trabajo  cosiendo  a  mano  en  la  lencería  “Liz”,  en Diagonal  707.  El  salario  que  le  pagan  lo  entrega íntegramente  a  la  escuela,  para  su  manutención, menos el 1%, que se lo ingresan a su cuenta.
A los 18 años, Carmen llega al Carmelo a vivir con su abuela, tía y primos. Los vaivenes del tiempo quisieron que en el Carmelo encontrara mucho de lo que la vida le había arrebatado: su familia y sentirse libre.
Es en el barrio donde descubre una nueva forma de vivir la vida. A Carmen le parece que el sol es más grande y brilla más en el Carmelo.
A los 26 años se casa y forma su propia familia: dos hijas y un hijo, y una suegra muy particular que pasa la mayor parte del día entretenida en el jardín, ajena al resto del mundo. Durante 25 años, Carmen se dedica al cuidado y educación de sus tres hijos, atendiendo a su suegra hasta que la anciana fallece. Con apuros y sacando algo de tiempo, hace algunos trabajos de limpieza a fin de ayudar económicamente en su casa.
Tal vez el caprichoso destino, la magia de su tierra sevillana, el cielo abierto y limpio del Carmelo, la cercanía  de  unos  sencillos  y  buenos  vecinos  sean los factores que se confabularon para que Carmen desarrollara en su personalidad un carácter abierto y positivo.
Una vez que ha cumplido su etapa como madre y esposa,  Carmen  se  plantea  la  posibilidad  de  cumplir  aquellos  sueños  que  en  alguna  época  fueron difíciles de realizar por su condición de mujer y las ataduras sociales que lo impedían. Sus raíces andaluzas  afloran  y  despiertan  en  ella  la  necesidad  de aprender a tocar la guitarra, bailar sevillanas, recitar y  leer  poesía,  e  incluso  sacarse  el  graduado  escolar. Actualmente realiza cursos especializados para ampliar sus posibilidades de empleo y participa además con diferentes grupos en actividades artísticas.
A sus 62 años, en su constante afán de superación Carmen  no  deja  de  crecer  como  persona.  Ni  los embates del tiempo, ni el sufrimiento, ni la soledad que padeció de niña han apagado el carácter alegre, jovial  y  positivo  que  acompaña  a  esta  gran  mujer día a día.
Por esta capacidad de supervivencia, de coraje y de lucha, que ella forjó en el Carmelo, como otros tantos Pijoaparte anónimos de este barrio, Carmen se hace merecedora del título de “Superhéroe del Barrio”.
MERCEDES  SÁNCHEZ

LEO, EL LEÓN CALVO Y DESBIGOTADO



Leo, Leonardo, Leoncio y Leonidas son cuatro leones que viven en el zoológico.
Leo es el más grande y el más feroz ¡Pero se aburre mucho!
Para entretenerse, le gusta asustar a los visitantes:
¡Grrrrr, Grrrrr, Grrrr…..! Gruñe tan fuerte que hasta Leonardo, Leoncio y Leonidas se asustan. Una noche; Leo los reunió a todos y les preguntó:
¿Saben ustedes que nosotros, los leones, somos los reyes de la selva?
¡Sííííí! Contestaron los tres entre bostezo y bostezo.
Pero aquí ¿somos los reyes? – gruñó muy enojado.
No  - respondieron los tres bostezando a coro.
Desde este momento lo seremos  - afirmó Leo.

¿Cómo? – preguntó Leonardo, lamiéndose un pata.
Dando órdenes  - explicó Leo.
¿A quién? – consultó Leoncio, acariciándose sus bigotes.
¡A los otros animales! – bufó Leo, malhumorado por la pereza de sus compañeros.
¿Y cómo lo haremos? – se atrevió a decir Leonidas, un poco asustado.
¡Gruñendo muy fuerte! ¡Grrrrr, Grrrrr, Grrrrr!
¡Grrrrr, Grrrrr, Grrrrr! ¡Tigres, colóquense de rodillas!
¡Grrrrr, Grrrrr, Grrrrr! ¡Focas, den dos saltos en el aire!
¡Grrrrr, Grrrrr, Grrrrr! ¡osos, reciten una poesía!

Leo se enfureció.
Usaré mis palabras mágicas – rugió:
¡Tongorocotanta! ¡Camello, canta!
¡Tongorocotaila! ¡Jirafa, baila!
¡Tongorocotaire! ¡Dense vuelta, monos, en el aire!
Y, al no hacerle caso, el camello, la jirafa y los monos quedaron sordos, ciegos, mudos y paralizados.

Los otros animales decidieron obedecer.
Leo se puso muy contento y siguió dando órdenes y más órdenes.
Gruñó tanto, tanto que se quedó afónico y pidió ayuda a sus amigos para que lo reemplazaran.
Leonardo dijo que le daba pena abusar de los demás.
Leoncio opinó que no tenía condiciones de mando.
Leonidas respondió que prefería pensar.

Les insistió muchas veces, pero ninguno de los tres cambió de opinión.
Leo se puso furioso y, de rabia, se le cayeron los bigotes y la melena. Ese mismo instante, los animales recobraron el oído , la vista, el habla, y el movimiento.
El director del Zoológico cambió a Leo a otra jaula con un letrero que decía:
Leo, el único león calvo y desbigotado.

LAS MEDIAS DE LOS FLAMENCOS

Cierta vez las víboras dieron un gran baile. Invitaron a las ranas y a los sapos, a los flamencos, y a los yacarés y a los pescados. Los pescados, como no caminan, no pudieron bailar; pero siendo el baile a la orilla del río, los pescados estaban asomados a la arena, y aplaudían con la cola.
Los yacarés, para adornarse bien, se habían puesto en el pescuezo un collar de bananas, y fumaban cigarros paraguayos. Los sapos se habían pegado escamas de pescado en todo el cuerpo, y caminaban meneándose, como si nadaran. Y cada vez que pasaban muy serios por la orilla del río, los pescados les gritaban haciéndoles burla.
Las ranas se habían perfumado todo el cuerpo, y caminaban en dos pies. Además, cada una llevaba colgada, como un farolito, una luciérnaga que se balanceaba.
Pero las que estaban hermosísimas eran las víboras. Todas, sin excepción, estaban vestidas con traje de bailarina, del mismo color de cada víbora. Las víboras coloradas llevaban una pollerita de tul colorado; las verdes, una de tul verde; las amarillas, otra de tul amarillo; y las yararás, una pollerita de tul gris pintada con rayas de polvo de ladrillo y ceniza, porque así es el color de las yararás.
Y las más espléndidas de todas eran las víboras de coral, que estaban vestidas con larguísimas gasas rojas, blancas y negras, y bailaban como serpentinas. Cuando las víboras danzaban y daban vueltas apoyadas en la punta de la cola, todos los invitados aplaudían como locos.
Sólo los flamencos, que entonces tenían las patas blancas, y tienen ahora como antes la nariz muy gruesa y torcida, sólo los flamencos estaban tristes, porque como tienen muy poca inteligencia, no
habían sabido cómo adornarse. Envidiaban el traje de todos, y sobre todo el de las víboras de coral.
Cada vez que una víbora pasaba por delante de ellos, coqueteando y haciendo ondular las gasas de serpentinas,  los  flamencos se morían de envidia.
Un  flamenco  dijo entonces:
–Yo  sé  lo  que  vamos a hacer. Vamos aponernos  medias  coloradas, blancas y negras, y las víboras de coral se van a enamorar de nosotros.
Y levantando todos juntos el vuelo, cruzaron el río y fueron a golpear en un almacén del pueblo.
–¡Tan-tan! –pegaron con las patas.
–¿Quién es? –respondió el almacenero.
–Somos  los  flamencos.  ¿Tiene  medias coloradas, blancas y negras?
–No, no hay –contestó el almacenero–.  ¿Están  locos?  En  ninguna parte van a encontrar medias así.
Los flamencos fueron entonces a otro almacén.
–¡Tan-tan! ¿Tiene medias coloradas, blancas y negras?
El almacenero contestó:
–¿Cómo dice? ¿Coloradas, blancas y negras? No hay medias así en ninguna parte.
Ustedes están locos. ¿Quiénes son?
–Somos los flamencos –respondieron ellos.
Y el hombre dijo:
–Entonces son con seguridad flamencos locos.
Fueron a otro almacén.
–¡Tan-tan! ¿Tiene medias coloradas, blancas y negras?
El almacenero gritó:
–¿De qué color? ¿Coloradas, blancas y negras? Solamente a pájaros narigudos como ustedes se les ocurre pedir medias así. ¡Váyanse enseguida!
Y el hombre los echó con la escoba.
Los flamencos recorrieron así todos los almacenes, y de todas partes los echaban por locos. Entonces un tatú, que había ido a tomar agua al río, se quiso burlar de los flamencos y les dijo, haciéndoles un gran saludo:
–¡Buenas noches, señores flamencos! Yo sé lo que ustedes buscan. No van a encontrar medias así en ningún almacén. Tal vez haya en Buenos Aires, pero tendrán que pedirlas por encomienda postal. Mi cuñada, la lechuza, tiene medias así. Pídanselas, y ella les va a dar las medias coloradas, blancas y negras.
Los flamencos le dieron las gracias, y se fueron volando a la cueva de la lechuza. Y le dijeron:
–¡Buenas noches, lechuza! Venimos a pedirte las medias coloradas, blancas y negras. Hoy es el gran baile de las víboras, y si nos ponemos esas medias, las víboras de coral se van a enamorar de nosotros.
–¡Con mucho gusto! –respondió la lechuza–. Esperen un segundo, y vuelvo en seguida.
Y echando a volar, dejó solos a los flamencos y al rato volvió con las medias. Pero no eran medias, sino cueros de víboras de coral, lindísimos cueros recién sacados a las víboras que la lechuza había cazado.
–Aquí están las medias –les dijo la lechuza–. No se preocupen de nada, sino de una sola cosa:
bailen toda la noche, bailen sin parar un momento, bailen de costado, de pico, de cabeza, como ustedes quieran; pero no paren un momento, porque en vez de bailar van entonces a llorar.
Pero los flamencos, como son tan tontos, no comprendían bien qué gran peligro había para ellos en eso, y locos de alegría se pusieron los cueros de las víboras de coral, como medias, metiendo las patas dentro de los cueros, que eran como tubos. Y muy contentos se fueron volando al baile.
Cuando vieron a los flamencos con sus hermosísimas medias, todos les tuvieron envidia. Las víboras querían bailar con ellos, únicamente, y como los flamencos no dejaban un instante de mover las patas, las víboras no podían ver bien de qué estaban hechas aquellas preciosas medias.
Pero poco a poco, sin embargo, las víboras comenzaron a desconfiar. Cuando los flamencos pasaban bailando al lado de ellas, se agachaban hasta el suelo para ver bien.
Las víboras de coral, sobre todo, estaban muy inquietas. No apartaban la vista de las medias, y se agachaban también tratando de tocar con la lengua las patas de los flamencos, porque la lengua de las víboras es como la mano de las personas. Pero los flamencos bailaban y bailaban sin cesar aunque estaban cansadísimos y ya no podían más.
Las víboras de coral, que conocieron esto, pidieron enseguida a las ranas sus farolitos, que eran bichitos de luz y esperaron todas juntas a que los flamencos se cayeran de cansados. Efectivamente, un minuto después, un flamenco, que ya no podía más, tropezó con el cigarro de un yacaré, se tambaleó y cayó de costado. En seguida las víboras corrieron con sus farolitos, y alumbraron bien las patas del flamenco. Y vieron qué eran aquellas medias, y lanzaron un silbido que se oyó desde la otra orilla del Paraná.
–¡No son medias! –gritaron las víboras–. ¡Sabemos lo que es! ¡Nos han engañado! ¡Los flamencos han matado a nuestras hermanas y se han puesto sus cueros como medias! ¡Las medias que tienen son de víbora de coral!
Al oír esto, los flamencos, llenos de miedo, porque estaban descubiertos, quisieron volar; pero estaban tan cansados que no pudieron levantar una sola pata. Entonces las víboras de coral se lanzaron sobre ellos, y enroscándose en sus patas les deshicieron a mordiscones las medias. Les arrancaron las medias a pedazos, enfurecidas, y les mordían también las patas, para que se murieran.
Los flamencos, locos de dolor, saltaban de un lado para otro sin que las víboras de coral se desenroscaran de sus patas. Hasta que al fin, viendo que ya no quedaba un solo pedazo de media, las víboras los dejaron libres, cansadas y arreglándose las gasas de sus trajes de baile.
Además, las víboras de coral estaban seguras de que los flamencos iban a morir, porque la mitad, por lo menos, de las víboras de coral que los habían mordido eran venenosas. Pero los flamencos no murieron. Corrieron a echarse al agua, sintiendo un grandísimo dolor. Gritaban de dolor, y sus patas, que eran blancas, estaban entonces coloradas por el veneno de las víboras. Pasaron días y días, y siempre sentían terrible ardor en las patas, y las tenían siempre de color de sangre, porque estaban envenenadas.
Hace de esto muchísimo tiempo. Y ahora todavía están los flamencos casi todo el día con sus patas coloradas metidas en el agua, tratando de calmar el ardor que sienten en ellas.
A veces se apartan de la orilla, y dan unos pasos por la tierra, para ver cómo se hallan. Pero los dolores del veneno vuelven en seguida, y corren a meterse en el agua. A veces el ardor que sienten es tan grande, que encogen una pata y quedan así horas enteras, porque no pueden estirarla.
Esta es la historia de los flamencos, que antes tenían las patas blancas y ahora las tienen coloradas. Todos los pescados saben por qué es, y se burlan de ellos. Pero los flamencos, mientras se curan en el agua, no pierden ocasión de vengarse, comiéndose a cuanto pescadito se acerca demasiado a burlarse de ellos.

LA CALLE DE LAS NOVIAS PERDIDAS

Hay una calle en Flores en la que viven todas las novias abandonadas. Al atardecer  salen  a  la  vereda  y  miran  ansiosas  hacia  las  esquinas  para  ver  si vuelven los novios que se fueron.
A veces conversan entre ellas y rememoran viejos paseos por el Rosedal. Por  las  noches  se  encierran  a  releer  cartas  viejas  que  guardan  en  cajitas primorosas o admirar fotografías grises. 
Los domingos se ponen vestidos floreados y se pintan los labios. Algunas escriben diarios íntimos con letra prolija.
Dicen que no es posible encontrar esa calle. Pero se sabe que algún día desembocara en la esquina el batallón de los novios vencedores de la muerte para rescatar a las novias perdidas y llevarlas de paseo al Rosedal. Esto será dentro de mucho tiempo, cuando endulce sus cuerdas el pájaro cantor.
 Existen por ahí infinidad de personas confiables que juran que el amor es posible en todos los barrios. No habrá de discutirse semejante tesis. Pero el que tuviera  que  vivir  pasiones  locas,  es  mejor  que  no  pierda  el  tiempo  en  rumbos equivocados.
Una historia terrible esta esperando en Flores. 

HISTORIA DEL QUE SE DESGRACIÓ EN EL TREN

Jaime Gorriti tomaba todos los días el tren de las 14.35. Y todos los días se fijaba en una estudiante morocha. Con prudente astucia trataba de ubicarse cerca de ella y - a veces – ligaba una mirada prometedora.
Una  tarde  empezó  a  saludarla.  Y  algunos  días  después  tuvo  ocasión  de hacerse ver, ayudándola a recoger unos libros desbarrancados. Por fin, un asiento desocupado les permitió sentarse juntos y conversar. 
Gorriti  acelero  y  le  hizo  conocer  sus  destrezas  de  picaflor  aficionado.  No andaba mal. La morocha conocía el juego y colaboraba con retruques adecuados.
Sin embargo, los demonios decidieron intervenir. Saliendo de Haedo, la chica trato de abrir la ventanilla y no pudo. Con festo mundano, Gorrito copo la banca. - Por favor.... 
Se  prendió  de  las  manijas,  tiro  hacia  arriba  con  toda  su  fuerza  y  se desgracio con un estruendo irreparable. Sin decir palabra, se fue pasillo adelante y se largo del tren en Morón. Desde ese día empezó a tomar el tren de las 14.10.

miércoles, 16 de enero de 2013

EL ANILLO ENCANTADO



Nunca se conoció amor tan grande como el que sentía el rey Valdemar por la pequeña Tove. Tan grande era  que  cuando  murió,  el  rey  no  quiso  que  enterrasen el cadáver, sino que lo hizo guardar en una sala de palacio próxima a su habitación. Y, cuando salía  de  viaje  por  el  reino,  hacía  que  condujesen los  restos  mortales  de  Tove  en  su  compañía.  Los cortesanos  estaban  cansados  del  capricho  del  rey y se esforzaban en adivinar la causa de tan extraño comportamiento.
Uno de ellos descubrió al fin que a la pequeña Tove su  madre  le  había  entregado  un  anillo  encantado para asegurarle el amor del rey aun después de su muerte.  Este cortesano fue una noche al catafalco donde yacía Tove y le quitó el anillo encantado. A la mañana siguiente el rey preguntó:
–¿Por qué no se ha dado aún sepultura a la pequeña Tove?  No  podemos  tener  en  nuestra  compañía  a un cadáver. Hay que dar a la tierra lo que es de la tierra. Y ordenó a sus cortesanos que enterrasen el cadáver antes tan amado y del que no se quería separar.
Aquella misma mañana, el rey notó que uno de los cortesanos le era mucho más simpático que antes. Y concibió por él una afición tan grande que le llevó a elevarlo a los cargos más importantes del reino, e hizo que comiese en un sillón de la misma altura y dignidad que el suyo.
Pero  este  cortesano  se  sentía  atormentado por los remordimientos,  pues  sabía  que  si  contaba  con  el favor real no se debía a sus méritos, sino a la virtud del anillo encantado. Al mismo tiempo, sufría por la crítica y comentarios de los demás cortesanos, que ignoraban a qué se debía una carrera tan brillante.
Al  fin,  el  cortesano  salió  una  noche  de  palacio  y arrojó el anillo en medio de un lago que estaba en el bosque de Gurre. Desde entonces, el rey sintió tanto agrado por ese lugar que no quiso habitar en otra parte. Mandó construir en medio de las aguas un castillo que se comunicaba con tierra por medio de un puente maravilloso de cobre batido. Tanto le gustaba vivir allí que con frecuencia decía que Dios podía guardarse su Paraíso, si no le privaba de la posesión de su castillo de Gurre. Pero estas palabras irreverentes tuvieron su castigo y, después de su muerte, Dios privó a su alma del descanso y lo condenó a vivir siempre allí, errando en las tinieblas de la noche y cazando por los bosques. Aún hoy se le oye pasar muchas noches en medio de un griterío infernal, seguido por un tropel de demonios.
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LA CAMISA DE MARGARITA



Probable es que algunos de mis lectores hayan oído decir a las viejas de Lima, cuando quieren ponderar lo subido de precio de un artículo:
–¡Qué! Si esto es más caro que la camisa de Margarita Pareja. […]
Margarita  Pareja  era  (por  los  años  1765)  la  hija  más mimada de don Raimundo Pareja, caballero de Santiago y colector general del Callao. La muchacha era una de esas limeñitas que, por su belleza, cautivan al mismo diablo y lo hacen persignarse y tirar piedras. Lucía un par de ojos negros que eran como dos torpedos cargados con dinamita y que hacían explosión sobre las entretelas del alma de los galanes limeños.
Llegó  por  entonces  de  España  un  arrogante  mancebo, hijo de la coronada villa del oso y del madroño, llamado don Luis Alcázar. Tenía este en Lima un tío solterón y acaudalado,  aragonés  rancio  y  linajudo,  y  que  gastaba más orgullo que los hijos del rey Fruela. Por supuesto que, mientras le llegaba la ocasión de heredar al tío, vivía nuestro don Luis tan pelado como una rata y pasando la pena negra. […]
En  la  procesión  de  Santa  Rosa,  conoció  Alcázar  a  la linda Margarita. La muchacha le llenó el ojo y le flechó el corazón. La echó flores, y aunque ella no le contestó ni sí ni no, dio a entender con sonrisitas y demás armas del arsenal femenino que el galán era plato muy de su gusto. La verdad, como si me estuviera confesando, es que se enamoraron hasta la raíz del pelo.
Como los amantes olvidan que existe la aritmética, creyó don Luis que para el logro de sus amores no sería obstáculo su presente pobreza, y fue al padre de Margarita y, sin muchos perfiles, le pidió la mano de su hija. A don Raimundo no le cayó en gracia la petición, y cortésmente despidió al postulante, diciéndole que Margarita era aún muy niña para tomar marido, pues, a pesar de diez y ocho años mayos, todavía jugaba a las muñecas. Pero  no  era  esta  la  verdadera  madre  del  ternero.  La negativa nacía de que don Raimundo no quería ser suegro de un pobretón; y así hubo de decirlo en confianza a sus amigos, uno de los que fue con el chisme a don Honorato, que así se llamaba el tío de aragonés. Este, que era más altivo que el Cid, trinó de rabia y dijo:
–¡Cómo  se  entiende!  ¡Desairar  a  mi  sobrino!  Muchos se darían con un canto en el pecho por emparentar con el muchacho, que no le hay más gallardo en todo Lima.
¡Habrase visto insolencia de la laya! Pero ¿adónde ha de ir conmigo ese colectorcito de mala muerte?
Margarita, que se anticipaba a su siglo, pues era nerviosa como una damisela de hoy, gimoteó, y se arrancó el pelo,  y  tuvo  pataleta,  y  si  no  amenazó  con  envenenarse  fue porque todavía no se habían inventado los fósforos. Margarita perdía colores y carnes, se desmejoraba a vista de ojos, hablaba de meterse monja y no hacía nada en concierto.
–¡O de Luis o de Dios! –gritaba cada vez que los nervios  se  le  sublevaban,  lo  que  acontecía  una  hora    y  otra también.
Alarmose el caballero santiagués, llamó a físicos y curanderas, y todos declararon que la niña tiraba a tísica y que la única melecina salvadora no se vendía en la botica. O  casarla  con  el  varón  de  su  gusto  o  encerrarla  en  el cajón de palma y corona. Tal fue el ultimátum médico. Don Raimundo (¡al fin padre!), olvidándose de coger capa y bastón, se encaminó a casa de don Honorato, y le dijo:
–Vengo a que consienta usted en que mañana mismo se case su sobrino con Margarita, porque si no la muchacha se nos va por la posta.
–No puede ser –contestó con desabrimiento el tío-. Mi sobrino es un pobretón, y lo que usted debe buscar para su hija es un hombre que varee la plata.
El  diálogo  fue  borrascoso.  Mientras  más  rogaba  don Raimundo, más se subía el aragonés a la parra, y ya aquel iba a retirarse desahuciado, cuando don Luis, terciando en la cuestión, dijo:
–Pero, tío, no es de cristianos que matemos a quien no tiene culpa.
–¿Tú te das por satisfecho?
–De todo corazón, tío y señor.
–Pues  bien,  muchacho,  consiento  en  darte  gusto;  pero con una condición, y es esta: don Raimundo me ha de jurar ante la Hostia consagrada que no regalará un ochavo a su hija ni le dejará un real en la herencia.
Aquí se entabló nuevo y más agitado litigio.
–Pero  hombre  –arguyó  don  Raimundo–,  mi  hija  tiene veinte mil duros de dote.
–Renunciamos  a  la  dote.  La  niña  vendrá  a  casa  de  su marido nada más que con lo encapillado.
–Concédame usted entonces obsequiarle los muebles y el ajuar de novia.
–Ni un alfiler. Si no acomoda, dejarlo y que se muera la chica.
–Sea  usted  razonable,  don  Honorato.  Mi  hija  necesita llevar siquiera una camisa para reemplazar la puesta.
–Bien; paso por esa funda para que no me acuse de obstinado. Consiento en que le regale la camisa de novia, y  san se acabó. […]
Y don Raimundo Pareja cumplió su juramento, porque ni en vida ni en muerte dio después a su hija cosa que valiera un maravedí.
Los encajes de Flandes que adornaban la camisa de la novia costaron dos mil setecientos duros. […] Item, el cordoncillo  que  ajustaba  al  cuello  era  una  cadena  de brillantes valorizada en treinta mil morlacos.
Los recién casados hicieron creer al tío aragonés que la camisa a lo más valdría una onza; porque don Honorato era tan testarudo, que, a saber lo cierto, habría forzado al sobrino a divorciarse. Convengamos  en  que  fue  muy  merecida  la  fama  que alcanzó la camisa nupcial de Margarita Pareja.
RICARDO  PALMA, Tradiciones Peruanas.