Había una vez un rey malo que
molestaba mucho a sus súbditos; pero éstos no podían destronarle porque era
extremadamente rico y tenía un gran ejército para su defensa.
Cada mañana se levantaba de peor humor del que había
demostrado en la noche precedente, hasta que llegó esto a oídos de una pulga
muy amable y de muy buenos sentimientos. No son así todas las pulgas; pero
aquella había sido muy bien educada, por lo que solo picaba a la gente cuando
tenía mucha hambre y, aun entonces, ponía cuidado en no hacer daño.
- Es difícil hacer entrar a este rey en razón - se dijo la
pulga -. Con todo, lo intentaré.
Aquella noche, cuando el rey empezaba a conciliar
tranquilamente el sueño, sintió algo como la picadura de un alfiler.
- ¡Oh!, ¿qué es esto? - gruñó el rey.
- Una pulga que se propone corregirte.
- ¿Una pulga? Lo veremos. Aguarda un poco.
Y levantándose furioso de la cama, el rey sacudió sábanas y
mantas, pero sin poder encontrar la pulga, por la sencilla razón de que esta se
había ocultado en la barba del monarca.
Pensando haberla ahuyentado espantada, el iracundo rey volvió
a acostarse; mas así que reclinó la cabeza en la almohada, la pulga dio un
salto y le picó de nuevo.
- ¿Y te atreves a picarme otra vez, abominable insecto? -
exclamó-. Apenas montas más que un granito de arena, y atacas a los más
poderosos de la Tierra.
La pulga, sin molestarse siquiera en contestar, continuó
picando.
En toda la noche no pudo el rey cerrar los ojos, y al día
siguiente se levantó con un humor de mil diablos. Mandó hacer una limpieza
extraordinaria, y veinte sabios, armados con potentísimos microscopios,
examinaron cuidadosamente la alcoba y cuanto en ella se encontraba. Pero no
dieron con la pulga, porque se había escondido debajo de la solapa del vestido
que el rey llevaba puesto. Aquella noche el monarca, necesitado de descanso, se
acostó muy temprano.
- ¿Qué es esto? - gritó al sentir una furiosa picadura.
- La pulga.
- ¿Qué quieres?
- Que me obedezcas y hagas feliz a tu pueblo.
- ¿Dónde están mis soldados? ¿Dónde mis generales, mis
ministros? - gritó el rey -. ¡Qué vengan inmediatamente!
Todos penetraron como un torbellino en el aposento real.
Hicieron pedazos la cama, desgarraron el papel de las paredes y arrancaron el
pavimento y, a todo esto, la pulga tan bonitamente en la cabellera del rey.
Dirigióse éste a otro aposento, en el cual trató de dormir; pero la pulga pegó
otro salto, empezó a picarle y no le dejó descansar en toda la noche. Al otro
día, el rey, furioso, hizo pregonar un bando contra las pulgas en el cual
mandaba a su pueblo exterminarlas a todas con la mayor presteza posible. Pero
él no pudo escapar del diminuto insecto, que le atacaba incesantemente. Su
mismo cuerpo quedó amoratado y negro de los pescozones, cachetes y golpes que
se propinó él mismo en los vanos esfuerzos que hizo para aplastar a su
implacable enemiga. A
fuerza de pasar las noche sin dormir, se puso flaco y pálido,
y seguramente se habría muerto, si al fin no se hubiera decidido a obedecer a
la pulga.
- Me entrego - dijo con tono lastimero el gran monarca,
cuando la pulga volvió a morderle-. Haré cuanto tú quieras. ¿Qué ocurre?
- Haz de hacer feliz a tu pueblo - dijo la pulga.
- ¿Qué he de hacer para conseguirlo? - preguntó el rey.
- Marcharte inmediatamente de este país.
- ¿Puedo llevarme conmigo siquiera una parte de mis tesoros?
- No - exclamó la pulga.
Pero no queriendo ser demasiado severa, la pulga permitió al
malvado rey llenarse los bolsillos de oro antes de marcharse. Entonces el pueblo
se constituyó en república, se gobernó a sí mismo y llegó a ser verdaderamente
feliz.
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