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lunes, 28 de enero de 2013

TARDE DE AGOSTO

Nunca  vas  a  olvidar  esa  tarde  de  agosto.  Tienes catorce  años  y  estás  en  secundaria.  De  lunes  a viernes el trabajo de tu madre te obliga a comer en casa de su hermano. Es hosco, te hace sentir intruso y exige un pago mensual por tus alimentos. Sin embargo,  todo  lo  compensa  la  presencia  de  Julia.
Tu  prima  estudia  Ciencias  Químicas,  te  ayuda  en las materias más difíciles de la secundaria, te presta discos. Es la única que te toma en cuenta. Piensas:
Julia no puede amarme. Nos separan seis años y el ser primos hermanos. Un día te presenta a un compañero de la universidad, el primer novio a quien se le  permite  visitarla  en  su  casa.  Pedro  te  desprecia y te considera un estorbo. Destruye tu relación con Julia. Ahora no tiene tiempo de vigilar tus tareas. No sientes rencor hacia ella, te limitas a odiar a Pedro.
Aquella tarde en que Julia cumple veinte años Pedro la invita a pasear por los alrededores de la ciudad. Te ordenan acompañarlos. Suben al coche. Te hundes en el asiento posterior. Julia se reclina en el hombro de Pedro. Él la abraza y conduce con la izquierda.
La música trepida en la radio del automóvil. El sol te parece una ofensa más. Para no ver que Julia besa a Pedro y se deja acariciar, miras los árboles a orillas de la carretera.
Se  detienen  ante  el  convento  perdido  en  la  soledad de la montaña. Bajas con ellos y caminan por corredores  y  galerías  desiertas.  Se  hablan  y  escuchan (ellos, no tú) en los huecos de una capilla que trasmite susurros de una esquina a otra. Y mientras Julia  y  Pedro  pasean  por  los  jardines,  tú,  que  no tienes nombre y no eres nadie, inscribes en la pared cubierta de moho: Julia, 19 de agosto, 1954.
Salen  de  las  ruinas  del  monasterio,  se  internan  en el bosque húmedo, bajan hasta un arroyo de aguas heladas. Un letrero prohíbe cortar flores y molestar a  los  animales.  El  bosque  es  un  parque  nacional.
Quien desobedezca recibirá su castigo. Julia descubre una ardilla en la punta de un árbol. Me  gustaría  llevármela,  dice.  Las  ardillas  no  se dejan atrapar, contesta Pedro, y si alguien lo intenta hay  guardabosques  para  impedirlo  y  encarcelar  a quien se atreva. Yo la agarro, aseguras sin pensarlo, y te subes al árbol a pesar de que Julia quiere detenerte. La corteza hiere tus manos, la resina te hace resbalar. La ardilla asciende aún más alto. La sigues hasta poner los pies en una rama. Miras hacia abajo y ves acercarse al guardabosques y a Pedro que se pone a darle conversación.
Julia intenta no traicionarte con la vista. Pedro tampoco te delata: se propone algo más cruel. Retiene al guardabosques con pregunta tras pregunta, lo deja hablar y hablar de sí mismo, quejarse de los paseantes y de lo poco que gana. Así te impide el triunfo y prolonga tu humillación.
Han pasado diez o quince minutos. La rama empieza a ceder bajo tu peso. Sientes miedo de caer desde esa altura y morir ante Julia o romperte los huesos y quedar inválido para siempre.
Atrapado por Pedro, el guardabosques no se va. La ardilla te desafía  a medio metro de la rama crujiente. Enseguida baja por el tronco y corre a perderse en el bosque. Julia se ha soltado a llorar, lejos del guardabosques y de la ardilla.
Al  fin  el  guardabosques  se  despide  y  vuelve  al convento. Entonces bajas muerto de miedo, pálido, torpe,  humillado,  con  lágrimas.  Pedro  se  ríe  de  ti.
Julia lo llama estúpido.
Suben otra vez al automóvil. Julia no se deja abrazar y  nadie  habla  una  palabra.  Bajas  en  cuanto  llegan
a la ciudad, caminas sin rumbo muchas horas y al llegar le cuentas a tu madre lo que ocurrió en el bosque. Nunca olvidarás esta tarde de agosto. Es tarde, la última en que viste a Julia.
JOSÉ  EMILIO  PACHECO

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