Probable es que algunos de mis
lectores hayan oído decir a las viejas de Lima, cuando quieren ponderar lo
subido de precio de un artículo:
–¡Qué! Si esto es más caro que la
camisa de Margarita Pareja. […]
Margarita Pareja
era (por los
años 1765) la
hija más mimada de don Raimundo
Pareja, caballero de Santiago y colector general del Callao. La muchacha era
una de esas limeñitas que, por su belleza, cautivan al mismo diablo y lo hacen
persignarse y tirar piedras. Lucía un par de ojos negros que eran como dos torpedos
cargados con dinamita y que hacían explosión sobre las entretelas del alma de
los galanes limeños.
Llegó por
entonces de España
un arrogante mancebo, hijo de la coronada villa del oso y
del madroño, llamado don Luis Alcázar. Tenía este en Lima un tío solterón y acaudalado, aragonés
rancio y linajudo,
y que gastaba más orgullo que los hijos del rey
Fruela. Por supuesto que, mientras le llegaba la ocasión de heredar al tío,
vivía nuestro don Luis tan pelado como una rata y pasando la pena negra. […]
En la
procesión de Santa
Rosa, conoció Alcázar
a la linda Margarita. La muchacha
le llenó el ojo y le flechó el corazón. La echó flores, y aunque ella no le
contestó ni sí ni no, dio a entender con sonrisitas y demás armas del arsenal
femenino que el galán era plato muy de su gusto. La verdad, como si me
estuviera confesando, es que se enamoraron hasta la raíz del pelo.
Como los amantes olvidan que
existe la aritmética, creyó don Luis que para el logro de sus amores no sería
obstáculo su presente pobreza, y fue al padre de Margarita y, sin muchos
perfiles, le pidió la mano de su hija. A don Raimundo no le cayó en gracia la
petición, y cortésmente despidió al postulante, diciéndole que Margarita era
aún muy niña para tomar marido, pues, a pesar de diez y ocho años mayos,
todavía jugaba a las muñecas. Pero
no era esta
la verdadera madre
del ternero. La negativa nacía de que don Raimundo no
quería ser suegro de un pobretón; y así hubo de decirlo en confianza a sus
amigos, uno de los que fue con el chisme a don Honorato, que así se llamaba el
tío de aragonés. Este, que era más altivo que el Cid, trinó de rabia y dijo:
–¡Cómo se
entiende! ¡Desairar a mi sobrino!
Muchos se darían con un canto en el pecho por emparentar con el
muchacho, que no le hay más gallardo en todo Lima.
¡Habrase visto insolencia de la
laya! Pero ¿adónde ha de ir conmigo ese colectorcito de mala muerte?
Margarita, que se anticipaba a su
siglo, pues era nerviosa como una damisela de hoy, gimoteó, y se arrancó el
pelo, y
tuvo pataleta, y
si no amenazó
con envenenarse fue porque todavía no se habían inventado los
fósforos. Margarita perdía colores y carnes, se desmejoraba a vista de ojos,
hablaba de meterse monja y no hacía nada en concierto.
–¡O de Luis o de Dios! –gritaba
cada vez que los nervios se le
sublevaban, lo que
acontecía una hora
sí y otra también.
Alarmose el caballero santiagués,
llamó a físicos y curanderas, y todos declararon que la niña tiraba a tísica y
que la única melecina salvadora no se vendía en la botica. O casarla
con el varón
de su gusto
o encerrarla en el cajón
de palma y corona. Tal fue el ultimátum médico. Don Raimundo (¡al fin padre!),
olvidándose de coger capa y bastón, se encaminó a casa de don Honorato, y le
dijo:
–Vengo a que consienta usted en
que mañana mismo se case su sobrino con Margarita, porque si no la muchacha se
nos va por la posta.
–No puede ser –contestó con
desabrimiento el tío-. Mi sobrino es un pobretón, y lo que usted debe buscar
para su hija es un hombre que varee la plata.
El diálogo
fue borrascoso. Mientras
más rogaba don Raimundo, más se subía el aragonés a la
parra, y ya aquel iba a retirarse desahuciado, cuando don Luis, terciando en la
cuestión, dijo:
–Pero, tío, no es de cristianos
que matemos a quien no tiene culpa.
–¿Tú te das por satisfecho?
–De todo corazón, tío y señor.
–Pues bien,
muchacho, consiento en
darte gusto; pero con una condición, y es esta: don
Raimundo me ha de jurar ante la Hostia consagrada que no regalará un ochavo a
su hija ni le dejará un real en la herencia.
Aquí se entabló nuevo y más
agitado litigio.
–Pero hombre
–arguyó don Raimundo–,
mi hija tiene veinte mil duros de dote.
–Renunciamos a
la dote. La
niña vendrá a
casa de su marido nada más que con lo encapillado.
–Concédame usted entonces
obsequiarle los muebles y el ajuar de novia.
–Ni un alfiler. Si no acomoda,
dejarlo y que se muera la chica.
–Sea usted
razonable, don Honorato.
Mi hija necesita llevar siquiera una camisa para
reemplazar la puesta.
–Bien; paso por esa funda para
que no me acuse de obstinado. Consiento en que le regale la camisa de novia, y san se acabó. […]
Y don Raimundo Pareja cumplió su
juramento, porque ni en vida ni en muerte dio después a su hija cosa que valiera
un maravedí.
Los encajes de Flandes que
adornaban la camisa de la novia costaron dos mil setecientos duros. […] Item,
el cordoncillo que ajustaba
al cuello era
una cadena de brillantes valorizada en treinta mil
morlacos.
Los recién casados hicieron creer
al tío aragonés que la camisa a lo más valdría una onza; porque don Honorato era
tan testarudo, que, a saber lo cierto, habría forzado al sobrino a divorciarse.
Convengamos en que
fue muy merecida
la fama que alcanzó la camisa nupcial de Margarita
Pareja.
RICARDO PALMA, Tradiciones
Peruanas.
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