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miércoles, 16 de enero de 2013

LA CAMISA DE MARGARITA



Probable es que algunos de mis lectores hayan oído decir a las viejas de Lima, cuando quieren ponderar lo subido de precio de un artículo:
–¡Qué! Si esto es más caro que la camisa de Margarita Pareja. […]
Margarita  Pareja  era  (por  los  años  1765)  la  hija  más mimada de don Raimundo Pareja, caballero de Santiago y colector general del Callao. La muchacha era una de esas limeñitas que, por su belleza, cautivan al mismo diablo y lo hacen persignarse y tirar piedras. Lucía un par de ojos negros que eran como dos torpedos cargados con dinamita y que hacían explosión sobre las entretelas del alma de los galanes limeños.
Llegó  por  entonces  de  España  un  arrogante  mancebo, hijo de la coronada villa del oso y del madroño, llamado don Luis Alcázar. Tenía este en Lima un tío solterón y acaudalado,  aragonés  rancio  y  linajudo,  y  que  gastaba más orgullo que los hijos del rey Fruela. Por supuesto que, mientras le llegaba la ocasión de heredar al tío, vivía nuestro don Luis tan pelado como una rata y pasando la pena negra. […]
En  la  procesión  de  Santa  Rosa,  conoció  Alcázar  a  la linda Margarita. La muchacha le llenó el ojo y le flechó el corazón. La echó flores, y aunque ella no le contestó ni sí ni no, dio a entender con sonrisitas y demás armas del arsenal femenino que el galán era plato muy de su gusto. La verdad, como si me estuviera confesando, es que se enamoraron hasta la raíz del pelo.
Como los amantes olvidan que existe la aritmética, creyó don Luis que para el logro de sus amores no sería obstáculo su presente pobreza, y fue al padre de Margarita y, sin muchos perfiles, le pidió la mano de su hija. A don Raimundo no le cayó en gracia la petición, y cortésmente despidió al postulante, diciéndole que Margarita era aún muy niña para tomar marido, pues, a pesar de diez y ocho años mayos, todavía jugaba a las muñecas. Pero  no  era  esta  la  verdadera  madre  del  ternero.  La negativa nacía de que don Raimundo no quería ser suegro de un pobretón; y así hubo de decirlo en confianza a sus amigos, uno de los que fue con el chisme a don Honorato, que así se llamaba el tío de aragonés. Este, que era más altivo que el Cid, trinó de rabia y dijo:
–¡Cómo  se  entiende!  ¡Desairar  a  mi  sobrino!  Muchos se darían con un canto en el pecho por emparentar con el muchacho, que no le hay más gallardo en todo Lima.
¡Habrase visto insolencia de la laya! Pero ¿adónde ha de ir conmigo ese colectorcito de mala muerte?
Margarita, que se anticipaba a su siglo, pues era nerviosa como una damisela de hoy, gimoteó, y se arrancó el pelo,  y  tuvo  pataleta,  y  si  no  amenazó  con  envenenarse  fue porque todavía no se habían inventado los fósforos. Margarita perdía colores y carnes, se desmejoraba a vista de ojos, hablaba de meterse monja y no hacía nada en concierto.
–¡O de Luis o de Dios! –gritaba cada vez que los nervios  se  le  sublevaban,  lo  que  acontecía  una  hora    y  otra también.
Alarmose el caballero santiagués, llamó a físicos y curanderas, y todos declararon que la niña tiraba a tísica y que la única melecina salvadora no se vendía en la botica. O  casarla  con  el  varón  de  su  gusto  o  encerrarla  en  el cajón de palma y corona. Tal fue el ultimátum médico. Don Raimundo (¡al fin padre!), olvidándose de coger capa y bastón, se encaminó a casa de don Honorato, y le dijo:
–Vengo a que consienta usted en que mañana mismo se case su sobrino con Margarita, porque si no la muchacha se nos va por la posta.
–No puede ser –contestó con desabrimiento el tío-. Mi sobrino es un pobretón, y lo que usted debe buscar para su hija es un hombre que varee la plata.
El  diálogo  fue  borrascoso.  Mientras  más  rogaba  don Raimundo, más se subía el aragonés a la parra, y ya aquel iba a retirarse desahuciado, cuando don Luis, terciando en la cuestión, dijo:
–Pero, tío, no es de cristianos que matemos a quien no tiene culpa.
–¿Tú te das por satisfecho?
–De todo corazón, tío y señor.
–Pues  bien,  muchacho,  consiento  en  darte  gusto;  pero con una condición, y es esta: don Raimundo me ha de jurar ante la Hostia consagrada que no regalará un ochavo a su hija ni le dejará un real en la herencia.
Aquí se entabló nuevo y más agitado litigio.
–Pero  hombre  –arguyó  don  Raimundo–,  mi  hija  tiene veinte mil duros de dote.
–Renunciamos  a  la  dote.  La  niña  vendrá  a  casa  de  su marido nada más que con lo encapillado.
–Concédame usted entonces obsequiarle los muebles y el ajuar de novia.
–Ni un alfiler. Si no acomoda, dejarlo y que se muera la chica.
–Sea  usted  razonable,  don  Honorato.  Mi  hija  necesita llevar siquiera una camisa para reemplazar la puesta.
–Bien; paso por esa funda para que no me acuse de obstinado. Consiento en que le regale la camisa de novia, y  san se acabó. […]
Y don Raimundo Pareja cumplió su juramento, porque ni en vida ni en muerte dio después a su hija cosa que valiera un maravedí.
Los encajes de Flandes que adornaban la camisa de la novia costaron dos mil setecientos duros. […] Item, el cordoncillo  que  ajustaba  al  cuello  era  una  cadena  de brillantes valorizada en treinta mil morlacos.
Los recién casados hicieron creer al tío aragonés que la camisa a lo más valdría una onza; porque don Honorato era tan testarudo, que, a saber lo cierto, habría forzado al sobrino a divorciarse. Convengamos  en  que  fue  muy  merecida  la  fama  que alcanzó la camisa nupcial de Margarita Pareja.
RICARDO  PALMA, Tradiciones Peruanas.

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