Nunca se conoció amor tan grande
como el que sentía el rey Valdemar por la pequeña Tove. Tan grande era que
cuando murió, el
rey no quiso
que enterrasen el cadáver, sino
que lo hizo guardar en una sala de palacio próxima a su habitación. Y, cuando salía de
viaje por el
reino, hacía que
condujesen los restos mortales
de Tove en
su compañía. Los cortesanos estaban
cansados del capricho
del rey y se esforzaban en
adivinar la causa de tan extraño comportamiento.
Uno de ellos descubrió al fin que
a la pequeña Tove su madre le
había entregado un
anillo encantado para asegurarle
el amor del rey aun después de su muerte.
Este cortesano fue una noche al catafalco donde yacía Tove y le quitó el
anillo encantado. A la mañana siguiente el rey preguntó:
–¿Por qué no se ha dado aún
sepultura a la pequeña Tove? No podemos
tener en nuestra
compañía a un cadáver. Hay que
dar a la tierra lo que es de la tierra. Y ordenó a sus cortesanos que
enterrasen el cadáver antes tan amado y del que no se quería separar.
Aquella misma mañana, el rey notó
que uno de los cortesanos le era mucho más simpático que antes. Y concibió por
él una afición tan grande que le llevó a elevarlo a los cargos más importantes
del reino, e hizo que comiese en un sillón de la misma altura y dignidad que el
suyo.
Pero este
cortesano se sentía
atormentado por los remordimientos,
pues sabía que
si contaba con el
favor real no se debía a sus méritos, sino a la virtud del anillo encantado. Al
mismo tiempo, sufría por la crítica y comentarios de los demás cortesanos, que ignoraban
a qué se debía una carrera tan brillante.
Al fin,
el cortesano salió
una noche de
palacio y arrojó el anillo en
medio de un lago que estaba en el bosque de Gurre. Desde entonces, el rey
sintió tanto agrado por ese lugar que no quiso habitar en otra parte. Mandó
construir en medio de las aguas un castillo que se comunicaba con tierra por
medio de un puente maravilloso de cobre batido. Tanto le gustaba vivir allí que
con frecuencia decía que Dios podía guardarse su Paraíso, si no le privaba de
la posesión de su castillo de Gurre. Pero estas palabras irreverentes tuvieron
su castigo y, después de su muerte, Dios privó a su alma del descanso y lo
condenó a vivir siempre allí, errando en las tinieblas de la noche y cazando
por los bosques. Aún hoy se le oye pasar muchas noches en medio de un griterío
infernal, seguido por un tropel de demonios.
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