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miércoles, 16 de enero de 2013

EL ANILLO ENCANTADO



Nunca se conoció amor tan grande como el que sentía el rey Valdemar por la pequeña Tove. Tan grande era  que  cuando  murió,  el  rey  no  quiso  que  enterrasen el cadáver, sino que lo hizo guardar en una sala de palacio próxima a su habitación. Y, cuando salía  de  viaje  por  el  reino,  hacía  que  condujesen los  restos  mortales  de  Tove  en  su  compañía.  Los cortesanos  estaban  cansados  del  capricho  del  rey y se esforzaban en adivinar la causa de tan extraño comportamiento.
Uno de ellos descubrió al fin que a la pequeña Tove su  madre  le  había  entregado  un  anillo  encantado para asegurarle el amor del rey aun después de su muerte.  Este cortesano fue una noche al catafalco donde yacía Tove y le quitó el anillo encantado. A la mañana siguiente el rey preguntó:
–¿Por qué no se ha dado aún sepultura a la pequeña Tove?  No  podemos  tener  en  nuestra  compañía  a un cadáver. Hay que dar a la tierra lo que es de la tierra. Y ordenó a sus cortesanos que enterrasen el cadáver antes tan amado y del que no se quería separar.
Aquella misma mañana, el rey notó que uno de los cortesanos le era mucho más simpático que antes. Y concibió por él una afición tan grande que le llevó a elevarlo a los cargos más importantes del reino, e hizo que comiese en un sillón de la misma altura y dignidad que el suyo.
Pero  este  cortesano  se  sentía  atormentado por los remordimientos,  pues  sabía  que  si  contaba  con  el favor real no se debía a sus méritos, sino a la virtud del anillo encantado. Al mismo tiempo, sufría por la crítica y comentarios de los demás cortesanos, que ignoraban a qué se debía una carrera tan brillante.
Al  fin,  el  cortesano  salió  una  noche  de  palacio  y arrojó el anillo en medio de un lago que estaba en el bosque de Gurre. Desde entonces, el rey sintió tanto agrado por ese lugar que no quiso habitar en otra parte. Mandó construir en medio de las aguas un castillo que se comunicaba con tierra por medio de un puente maravilloso de cobre batido. Tanto le gustaba vivir allí que con frecuencia decía que Dios podía guardarse su Paraíso, si no le privaba de la posesión de su castillo de Gurre. Pero estas palabras irreverentes tuvieron su castigo y, después de su muerte, Dios privó a su alma del descanso y lo condenó a vivir siempre allí, errando en las tinieblas de la noche y cazando por los bosques. Aún hoy se le oye pasar muchas noches en medio de un griterío infernal, seguido por un tropel de demonios.
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