La primera vez que acompañé a Mario a su academia de baile era un viernes por la tarde. Me pidió que fuera ese día para que viera la clase de hip hop, su preferida. Niñas vestidas con tutús y moños perfectos, chicas con pantalones estrechos y chicos con pantalones anchos y zapatillas gruesas, como las de Mario. La música funky que salía de una de las aulas se mezclaba con las castañuelas que acompañaban la melodía de Carmen que sonaba en la otra. Mario estaba sentado en un banco en recepción esperando a que empezara la clase, con la mirada perdida en unas fotocopias subrayadas en amarillo.
–Mañana tenemos examen de ciencias –dijo.
Entonces, señalando con la cabeza, me avisó:
–Mira, ¿ves a esa torre de ahí? Ese es José.
José mide cerca de dos metros y tiene las piernas y los brazos muy largos. Roza los cincuenta y en clase se dirige a los alumnos en segunda persona del singular. También es un manojo de nervios y un
entusiasta de su trabajo. Dirige dos academias con 400 alumnos cada una donde se imparten clases de hip hop, ballet clásico, claqué, baile árabe, jazz, baile de salón... y funky, su especialidad. Según Mario, es el mejor profesor de baile que puedas tener.
Mario asiste a la academia entre seis y siete horas a la semana. Está apuntado a funky con José y a hip hop con Ángel y Vero. Lo suyo es el baile contemporáneo, sobre todo el hip hop, su preferido.
Alumnos y profesores andaban revueltos porque la semana siguiente se celebraba el festival de fin de curso de la escuela. Era el momento más esperado del año por los alumnos de la academia. Durante el espectáculo mostrarían al público que ocupara las butacas de un teatro de verdad el resultado de su trabajo durante el año.
Cuando José entró en el aula, una habitación de parqué con espejos en dos de sus paredes, Mario corrió a dejar los apuntes en el vestuario.
–Vamos a empezar –anunció José con energía, dándole al play–. ¡A tope, chicos! ¡A tope! Mario era el menor de la clase o al menos lo parecía. Se le veía muy niño entre sus compañeras, adolescentes con cuerpo de mujeres ya hechas. José no les daba tregua, encadenando un número con otro. Los alumnos sudaban, consumidos por el esfuerzo, pero José fue aún más lejos:
–Ahora sin mirarte en el espejo. El festival es el jueves que viene y tienes que hacerlo sin mirar. ¡No hay tiempo!
Mario empezó a empapar la camiseta en sudor y de vez en cuando paraba a tomar aliento.
–¡Marcando bien! ¡Marcando! –gritaba el profesor.
Después de clase, José reunió a los alumnos en el vestuario. Tenían la piel roja e intentaban recobrar el aliento respirando aceleradamente.
–El viernes les voy a meter caña –les anunció–. Y el lunes también. Tienen que coger fondo para el espectáculo. ¡Sólo queda una semana!
Después de la clase de funky, le tocaba el turno a Ángel y Vero, los profesores de hip hop. Mario corrió a cambiar los pantalones de chándal por unos más modernos. Ángel, de 21 años, estaba preocupado:
–Necesito un poquito de silencio y otro de caso, así que “un poquito de por favor” porque estoy quemao.
Falta gente y estoy quemao. Sólo queda una semana para el espectáculo. Quiero que pongan los seis sentidos en el baile. Venga, empezamos.
Ángel salpicaba sus clases de ruidos extraños y onomatopeyas:
–Cuando paren no quiero oír ta-ca-tam, cada uno por su lado, sino ¡pum!, todos a la vez, ¿vale?
Venga, que esto es súper-mega-extra-fácil.
Le pregunté a José cómo era Mario como bailarín y soltó una carcajada.–Mañana tenemos examen de ciencias –dijo.
Entonces, señalando con la cabeza, me avisó:
–Mira, ¿ves a esa torre de ahí? Ese es José.
José mide cerca de dos metros y tiene las piernas y los brazos muy largos. Roza los cincuenta y en clase se dirige a los alumnos en segunda persona del singular. También es un manojo de nervios y un
entusiasta de su trabajo. Dirige dos academias con 400 alumnos cada una donde se imparten clases de hip hop, ballet clásico, claqué, baile árabe, jazz, baile de salón... y funky, su especialidad. Según Mario, es el mejor profesor de baile que puedas tener.
Mario asiste a la academia entre seis y siete horas a la semana. Está apuntado a funky con José y a hip hop con Ángel y Vero. Lo suyo es el baile contemporáneo, sobre todo el hip hop, su preferido.
Alumnos y profesores andaban revueltos porque la semana siguiente se celebraba el festival de fin de curso de la escuela. Era el momento más esperado del año por los alumnos de la academia. Durante el espectáculo mostrarían al público que ocupara las butacas de un teatro de verdad el resultado de su trabajo durante el año.
Cuando José entró en el aula, una habitación de parqué con espejos en dos de sus paredes, Mario corrió a dejar los apuntes en el vestuario.
–Vamos a empezar –anunció José con energía, dándole al play–. ¡A tope, chicos! ¡A tope! Mario era el menor de la clase o al menos lo parecía. Se le veía muy niño entre sus compañeras, adolescentes con cuerpo de mujeres ya hechas. José no les daba tregua, encadenando un número con otro. Los alumnos sudaban, consumidos por el esfuerzo, pero José fue aún más lejos:
–Ahora sin mirarte en el espejo. El festival es el jueves que viene y tienes que hacerlo sin mirar. ¡No hay tiempo!
Mario empezó a empapar la camiseta en sudor y de vez en cuando paraba a tomar aliento.
–¡Marcando bien! ¡Marcando! –gritaba el profesor.
Después de clase, José reunió a los alumnos en el vestuario. Tenían la piel roja e intentaban recobrar el aliento respirando aceleradamente.
–El viernes les voy a meter caña –les anunció–. Y el lunes también. Tienen que coger fondo para el espectáculo. ¡Sólo queda una semana!
Después de la clase de funky, le tocaba el turno a Ángel y Vero, los profesores de hip hop. Mario corrió a cambiar los pantalones de chándal por unos más modernos. Ángel, de 21 años, estaba preocupado:
–Necesito un poquito de silencio y otro de caso, así que “un poquito de por favor” porque estoy quemao.
Falta gente y estoy quemao. Sólo queda una semana para el espectáculo. Quiero que pongan los seis sentidos en el baile. Venga, empezamos.
Ángel salpicaba sus clases de ruidos extraños y onomatopeyas:
–Cuando paren no quiero oír ta-ca-tam, cada uno por su lado, sino ¡pum!, todos a la vez, ¿vale?
Venga, que esto es súper-mega-extra-fácil.
–Es muy raro. Un día puede ser muy bueno y otro muy malo. Cuando está concentrado está perfecto; cuando no, es un auténtico desastre. Aparte de eso, nunca da problemas. Es muy educado y tiene mucho estusiasmo.
También pregunté a Ángel y Vero:
–Es muy responsable, aunque está en la edad en la que no te centras. Yo era así –contestó Ángel.
–Y de imagen da muy bien –continuó Vero–. Como yo digo, es un niño de anuncio. Y este mundo es así. Si le gusta, si se sigue esforzando, llegará.
CARMEN PÉREZ LANZAC
1 comentario:
Alguien me puede decir la idea principal de este texto
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